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viernes, 5 de noviembre de 2010

Una insignificante tira de plástico



Dejó atrás su pueblo, cruzó la carretera y recorrió el camino que le llevaba hasta el depósito de agua. La temperatura era agradable a pesar de que a mediodía habían llegado a los cuarenta grados. Le gustaba pasear cuando el sol iluminaba de una forma oblicua. No soportaba el calor excesivo del verano durante el día pero le encantaban las noches. Recorrió una pista de gravilla negra y llegó por fin hasta el depósito. No era la primera vez que iba. Todos los jóvenes del pueblo lo conocían y solían ir allí por las noches con sus coches a fumar porros, escuchar música y charlar. En ese preciso instante no había nadie y él lo sabía.

Hacía tiempo que ni siquiera los jóvenes del pueblo iban por allí.

Superó un pequeño montículo de tierra y escaló una pequeña plataforma de cemento para subir hasta el tejado del depósito. Se sentó en el borde más alto y se puso a contemplar el paisaje. Las nubes parecían quererle decir algo. No se estaba volviendo loco ni tampoco sufriendo una especie de revelación. Simplemente le hablaban de algo que ya conocía. Su movimiento era muy lento, casi imperceptible y poco a poco iban cambiando de color. Se encendió un cigarro y contempló de nuevo el paisaje. Las casas del pueblo se veían muy pequeñas desde allí. Las piscinas se dibujaban mucho más azules que de costumbre. Las montañas se iban oscureciendo adquiriendo un tono verde azulado. De repente el aburrimiento se le hizo insoportable y bajó hacia el pueblo. Había pensado compartir éstas experiencias con ella. Pensaba que el silencio de la materia no existía para nadie pero estaba equivocado. Miraba hacia el suelo y daba patadas a los guijarros de forma violenta. Entre la gravilla encontró algo que le llamó especialmente la atención.

Era una tira de plástico amarilla.

No podía adivinar su razón de ser y sin embargo se la guardó. Pensaba dársela a ella, quizás así podría compartir aquella experiencia con alguien. Los objetos reflejaban a través de él hacia ella y de nuevo hacia exterior. Sus reflexiones eran muy simples, casi tanto como aquella insignificante tira de plástico.

Justo en el lugar donde había encontrado su precioso regalo, a la izquierda, había un camino de tierra. El sol reflejaba en los cardos que lindaban un camino lleno de luz. Muchas veces había tenido la tentación de tomar aquella dirección, sin embargo nunca lo había hecho. Lo haría por ella. En su delirio creía que algún día podría recorrer aquellos senderos con ella, juntos de la mano y casi sin hablar. La realidad era que su sensibilidad le trastornaba y le alejaba cada vez más de la vida. No podía seguir así. El aire soplaba muy suave y tibio y cada vez que lo hacía le recordaba de nuevo a ella. No era posible que en tan poco tiempo su imagen y su presencia hubieran ocupado tanto espacio en su mente. Casi no la conocía pero consideraba que todo el mundo era predecible y que seguramente ella también. Esto hacía las cosas mucho más fáciles.

El caso es que se aburría pensando en todo esto. Miró hacia el cielo y respiró una de aquellas agradables y cálidas ráfagas de aire. El camino subía de nuevo hacia el monte así que decidió volver.

Cuando llegó a casa ya se había mudado de todas sus reflexiones pasadas. Éstas ya no formaban parte de su realidad cotidiana. Su madre preparaba la cena y su padre estaba regando la huerta. La vida en el pueblo no estaba mal pero le aburría. No podía evitarlo. Le aburría casi todo. De repente recibió un mensaje. Metió su mano en el bolsillo derecho buscando el teléfono y sacó una extraña tira de plástico amarilla. La observó con detenimiento y pensó que quizás no significaba nada conservar aquel estúpido fetiche.

Resultaba algo demasiado serio y ganaba un merecido primer premio al aburrimiento.

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