...

...

martes, 31 de marzo de 2015

No sé si quiero



La última vez que nos vimos a solas lo hicimos en el bingo. Sabía que allí las copas eran mucho más baratas con el inconveniente de que había que comprar cartones. No obstante la llamé por teléfono.

- ¿Quedamos a las ocho y media?

- No estoy segura. ¿Qué te hace pensar que quiero quedar contigo?

- No lo sé. ¿Quieres que quedemos o no?

- De acuerdo pero tengo que cancelar una cita. ¿Quedamos mejor a las nueve?

- Muy bien. Te espero en la puerta.

Y allí permanecí una hora más o menos. La gente paseaba por la calle con la mirada perdida. De vez en cuando fijaban su mirada perdida en mí como si fuera un perro verde. ¿Acaso no habían visto en su vida a un chico de veintiocho años sentado y fumando en la puerta de un bingo? No entendía casi nada. La gente se cruzaba por la calle y se miraban todos con recelo. De repente apareció S.

- ¿Qué tal estás?

- Muy bien, ¿y tú? 

- Bien, ¿entramos?

- Vale.

Nada más abrir la primera puerta nos topamos con una recepcionista que nos miraba con cara de sorpresa desde una especie de mostrador iluminado.

- Buenas tardes. ¿Me pueden enseñar su D.N.I por favor?

Sacamos nuestros carnets.

- Buenas tardes. –repitió.

Abrimos la segunda puerta y entramos en una enorme sala. Una voz de fondo repetía con desidia números al azar.

- 21, 57, 8, 23, 15, 7, 45, 48, 3, 22…

Un camarero nos adjudicó una mesa. Estábamos rodeados de señoras mirando fijamente sus cartones. La mayoría de ellas estaban solas y solamente levantaban la cabeza cuando alguien cantaba línea o bingo. Entonces levantaban la mano y compraban más cartones.

- ¿Qué desean? – nos preguntó un camarero con pajarita y cara de acelga.

- Un vodka con tónica y una cerveza por favor.

- De acuerdo.

A los pocos segundos se acercó una chica.

- ¿Cartones?

Entonces nos miramos con cara de novatos y dijimos a la vez.

- Dos cartones por favor.

La mujer nos los puso encima de la mesa y esperó impaciente a que los pagáramos. Me metí la mano en el bolsillo y aboné los dos cartones.

- Todo esto es un poco raro. – dije.

- Ya te digo – contestó ella. Creo que al final nos va a salir muy cara la copa.

Llegaron de repente las copas.

- Oye, ¿quieres que vayamos luego a tu casa?

- No lo sé. No sé si quiero. –contestó S.

- ¿Por qué no sabes si quieres?

- Porque tienes mucho valor para preguntar eso.

- Bueno… como veas.

Una voz robótica flotaba en el aire. Las cifras sucedían a viejos números que antecedían nuevas cifras. Taché unos cuantos números. S. hacía lo mismo sin mirarme a la cara. De vez en cuando daba un sorbo a su cerveza. De pronto cantaron línea y acto seguido cantaron bingo.

- Oye, -dije. –Esto no me gusta un pelo.

- ¿Y qué te pensabas? -contestó S. – Estamos en un bingo.

- Muy lista… Oye, nos acabamos la copa y nos vamos ¿vale?

- Como quieras…

A los diez minutos ya estábamos abriendo la primera puerta hacia la calle. Nos topamos de nuevo con la recepcionista. Parecía de nuevo sorprendida. Me daba mucha rabia su cara y ni siquiera dijimos nada cuando nos fuimos. Teníamos ambos unas ganas locas de salir de allí pitando.

- ¿Entonces no quieres que vayamos a tu casa?

- Ya te lo he dicho. Tienes mucho valor para preguntarme eso. ¿Qué te hace pensar que yo quiero que vengas a mi casa?

- No lo sé. –contesté con cara de cordero degollado.

- ¿Sabes qué? Vente un rato pero luego te marchas.

- Vale.

Y nos dirigimos hacia su casa. Ella vivía muy cerca del bingo en una cuarta planta con dos ascensores. Mientras subíamos por uno de ellos me acerqué e intenté besarla. Ella me respondió con el beso más frío del planeta. Por lo visto mis besos se le tornaban crueles y ya no sentía nada hacia ellos. Estábamos acabados, la cosa estaba muerta, finalizada, caput. Cuando entramos a su casa ella se sentó en el sofá con los brazos cruzados y me dijo.

- ¿Yo te gusto?

- Claro que sí me gustas…

- Entonces ¿Por qué no me llamas nunca y cuando menos lo espero apareces como un fantasma?

- Supongo que no lo tengo muy claro.

- Bonita respuesta pero ¿sabes qué? No vamos a hacer nada, así que tú verás…

No podía contestar. Realmente no quería contestar, me daba todo igual.

- Bueno supongo que la cosa se ha acabado ¿no? – Dijo ella enfadada.

Yo seguía sin contestar. Me acerqué hacia ella con cara de granuja pero ella me empujó.

- No vamos a hacer nada así que tú verás…

Sentí en efecto que todo se había acabado. Me despedí, me di la vuelta y me largue de allí. De camino a casa pensé mucho en ella. Pensé que la había perdido para siempre y me sentía muy triste. No era la primera vez que me pasaba. La historia se repetía y no podía dejar de sentirme una rata de cloaca. Había perdido mi oportunidad y era consciente de ello. Acto seguido se me inundaron los ojos y se me hizo un nudo en la garganta. Casi no podía tragar saliva y mi corazón latía con fuerza. 

Entonces me acordé. Lo había olvidado. Estaba todo en mi cabeza. Disfrutaba con ello. Me sentía bien. Lo había olvidado. El viento me rodeaba cálido y el cielo brillaba con destellos eléctricos. Respiraba por fin y sentía una paz interior indescriptible. Caminaba con las manos en los bolsillos. Me sentía bien. Ya no estaba en mi cabeza. La había olvidado. 





miércoles, 25 de marzo de 2015

¡Menudo pringao!



Nada más cumplir los dieciocho años me saqué el carnet de conducir. Necesitaba sentir la libertad e independencia que por aquel entonces me brindaba un cuatro ruedas. Pasaron los años y empecé a perder el interés, en parte debido a mis múltiples accidentes y sobre todo debido al gasto que me generaba mantenerlo. Cuando lo saqué del concesionario pagué por él ochocientas mil pesetas. Al cabo de siete años se lo vendí a mi hermana por cien euros que son aproximadamente unas dieciséis mil quinientas pesetas. Vamos, lo que se dice una estupenda inversión. Pero no quiero hablar más sobre ello. 

La historia que viene a continuación ocurrió después de todo aquello.

Estaba yo en la plaza de mi pueblo y apareció de repente J. Él era mucho más joven y estaba en esa etapa que se suponía yo había superado con creces hacía tiempo. Se había comprado un coche viejo trucado y lo había maqueado a su antojo. Me preguntó si quería dar una vuelta y después de pensármelo dos veces acepté. No sé por qué lo hice, supongo que por una sensación de nostalgia que todavía no había superado del todo. El caso es que en menos de un minuto ya estábamos los dos circulando a toda velocidad por la carretera general que separaba mi pueblo del pueblo más cercano. La aguja del velocímetro estaba rota pero hubiera puesto mi mano en el fuego a que circulábamos a más de ciento cuarenta kilómetros a la hora. De repente alcanzamos un vehículo y mi amigo J. aminoró la marcha de golpe. Me miraba emocionado y con una sonrisa estúpida en la cara. Con el cerebro en las nubes, la mano izquierda en el volante y la mano derecha en la palanca de cambio me dijo.

- ¿Le comemos el culo un rato?

Esa pregunta en argot tunning significaba que si yo quería que acercáramos el morro a la parte trasera de aquel vehículo y lo acosáramos sin escrúpulos. Era una especie de juego que por lo visto divertía mucho a J. No contesté pero no hacía falta, obviamente se trataba de una pregunta retórica. En menos de dos segundos ya estábamos pegados al vehículo que teníamos en frente. Yo no decía nada porque tampoco era muy consciente del peligro que aquello entrañaba. Me dejaba llevar e incluso disfrutaba un poco con ello. La cosa se complicó cuando de repente aquel coche adivinó nuestro juego y empezó a frenar de forma intermitente. Cuando mi amigo J. se dio cuenta de que la cosa empezaba a írsele de las manos, le adelantó de forma impecable y se alejó de allí.

- ¿Has visto cómo se ha acojonado? Jajajaja, ¡Menudo pringao!

Yo no sabía qué contestar. Seguía pegado en mi asiento con las manos sudadas y tensas en forma de puño.

- ¿Te apetece que hagamos unos trompos más adelante?

Por lo visto no había tenido bastante.

- Oye J. ¿No crees que te has pasado un poco? Podrías haber causado un accidente muy grave…

- ¡Qué va! ¡Si yo controlo!

Y no lo ponía en duda, pero sabía que los accidentes existían a pesar del control y eso era algo que J. por lo visto no quería entender. 

Sin pensárselo un instante giró bruscamente y se metió en un descampado. Allí comenzó con los trompos, los giros de 360º y los volantazos. Durante unos minutos no pude ver nada excepto una nube de polvo a nuestro alrededor. Cuando J. se cansó de girar, detuvo el coche con el motor en marcha y me dijo.

- ¿Quieres llevarlo tú de vuelta al pueblo?

No sabía qué contestar.

- ¡Claro! – contesté haciéndome el valiente 

Y acto seguido intercambiamos nuestros puestos. Yo no pensaba hacer nada que no hubiera hecho antes. Me dedicaría única y exclusivamente a circular tranquilamente hasta llegar a nuestro pueblo. De repente ambos lo vimos.

- ¡Ostias! –gritó J. – ¡No se cómo nos ha encontrado! ¡Vámonos de aquí!

Yo no sabía cómo reaccionar. El coche que minutos antes habíamos estado acosando se detuvo justo en frente de nosotros y salió de su interior un hombre mayor, de unos cincuenta y cinco años más o menos. Mi amigo J. no paraba de decirme que acelerara pero yo estaba bloqueado, solamente podía mirar al frente alucinado. El hombre abrió el maletero y sacó de allí un palo de hierro. Entonces ambos empezamos a chillar.

- ¡Acelera copón! ¡Que este tío nos mata!

- ¡No puedo! ¡No entra la marcha!

- ¡Mete primera! ¡Hazlo ya!

El hombre se acercaba con su palo de hierro hacia mi asiento. Obviamente no se podía imaginar que yo no era el mismo conductor que hacía unos minutos escasos le había estado comiendo el culo. De hecho, seguramente le daba lo mismo.

- ¡Aceleraaaaaa! – gritó J.

Por fin conseguí embragar pero por lo visto no entró la marcha correcta. De repente empezamos a circular a toda velocidad hacia atrás. El hombre al darse cuenta de que huíamos corrió hacia nosotros aún más enfadado.

Una barra de acero hizo añicos la luna delantera.

- ¡Para, para! Gritó mi amigo. ¡Abre la ventanilla cagando leches!

- ¡Ni de coña! ¿Quieres que me abra la cabeza?

- ¡Ábrela copóoon! 

Las manos me temblaban pero le hice caso. El tío levantó la barra de acero en dirección a mi cráneo y entonces mi amigo se disculpó y gritó que lo sentía, que había sido él, que conocía a su hijo y que patatín patatán. Eso por lo visto rebajó las ansias de matar de aquel hombre.

- De acuerdo – dijo. – Pero que no se os ocurra andar por ahí haciendo esas cosas. ¡Podéis matar a alguien!

- Claro que sí - contestó mi amigo J. - No se volverá a repetir.

Acto seguido se largó de allí mirándonos con desprecio.

El camino de vuelta lo hicimos en silencio. Yo seguía temblando pero mi amigo J. se reía y se lo tomaba con calma. Yo sabía que aquella no era la primera ni tampoco la última vez. A lo largo de su vida seguiría jugando y jactándose de la muerte que no temía entonces, o al menos eso creía yo.




lunes, 23 de marzo de 2015

La chispa



A veces me vienen a la memoria recuerdos, detalles insignificantes que me hacen sentir bien. La primera vez que acudió a mi memoria La chispa vinieron con ella un montón sensaciones que pensaba jamás volvería a sentir. Momentos en los cuales todos los habitantes de mi pueblo dormían la siesta y el calor sofocante del verano inundaba cada metro cuadrado de aquella villa. Muchas veces me sentaba en un banco esperando a que alguno de mis amigos apareciera y era en aquellos instantes cuando aparecía ella a lo lejos. Se trataba de una perrita muy pequeña y asustadiza que sus dueños habían decidido llamar chispa por su diminuto tamaño y color amarillo fuego. Cuando te acercabas hacia ella se solía quedar paralizada mirándote con sus diminutos ojos negros y cuando estabas a menos de medio metro se deslizaba como un rayo hacia lo lejos, impidiendo ser tocada y mucho menos acariciada por nadie. Solamente se dejaba tocar por sus dueños, debido a que eran ellos los que la cuidaban y le daban de comer. A veces hacía de perro guardián ladrando si te acercabas al portal de su casa.

El caso es que vivió un montón de años y ya formaba parte del paisaje de mi pueblo.

Recuerdo el verano que por fin conseguí tocarla. Salía yo por la parte trasera de mi casa con la bicicleta a eso de las tres de la tarde. La chispa a veces rondaba por allí debido a que solíamos arrojar las sobras de la comida en el camino del río. Allí se reunían a menudo perros y gatos y se disputaban los huesos de pollo o lo que fuera que mis padres hubieran depositado allí. Aquel día solamente estaba La chispa muy concentrada en su tarea, devorando unos durísimos huesos de cordero. Pensé que aquel momento era el momento idóneo para tocarla. Era una especie de reto el que me planteaba entonces y la verdad no entiendo por qué deseaba tanto conseguir acariciar aquel rasposo y grasiento lomo. Era la necesidad de poder contar a mis amigos que lo había conseguido, que por fin había logrado tocar a la escurridiza chispa. Me acerqué hacia los huesos y ella se alejó al instante. Con la mano izquierda levante un hueso en el aire y empecé a silbar. La perrita me miraba desconcertada e inclinaba la cabeza mirando fijamente mi mano. Si levantaba el hueso o lo bajaba, ella levantaba y bajaba su cabecita a la vez, intentando no perder de vista su botín. Poco a poco se iba acercando y de vez en cuando me miraba a los ojos desconfiada. Eran unos ojos diminutos y muy negros. Una mirada insondable que me permitía imaginar y desvariar acerca de lo acontecido en aquel instante fugaz. El sol acuciaba con fuerza y la chispa se acercaba cada vez más. De repente lo hice, conseguí acariciar el rasposo lomo de aquella escurridiza y en efecto, era el pelaje más sucio y rasposo que había sentido jamás en mis manos. Sentía a la vez su diminuto corazón que latía muy deprisa, casi tanto que solté de pronto el hueso y me alejé despacio.

Allí la dejé masticando su trofeo. Se lo había ganado con creces. Había superado por fin el miedo que sentía hacia lo desconocido y con aquello había obtenido su premio. Cuando se lo conté a mis amigos ninguno de ellos quiso creerme. Me aconsejaron que dejara de inventar historias disparatadas y que me centrara más en contar la verdad de las cosas. Decidí entonces que la mejor manera de poder llegar a la verdad del asunto sería inventando historias que nadie creyese y presentándolas como verdad absoluta. El rechazo de la mayoría me permitiría en el futuro poder hacer lo que me diera la gana y acceder a regiones que ni siquiera yo mismo podría imaginar.