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sábado, 1 de diciembre de 2012

El fantasma ofendido


Se había puesto de moda en los noventa jugar a la ouija. Lo hacían a menudo ella y sus amigas cuando su madre no estaba. Dibujaban el abecedario y unas cuantas cifras del cero al nueve en una hoja de cuaderno y comenzaban la partida. Entonces se manifestaban los espíritus de sus antepasados en medio de su cocina. Personas que habían pasado sin pena ni gloria por la vida que ahora ellas disfrutaban. A veces los fantasmas se pronunciaban con incoherencia, pero la mayoría de las veces lo hacían de forma reveladora.

El problema era que sus amigas se lo tomaban todo como si fuera una broma. Querían saberlo todo y no paraban de molestar hasta que su invocado desesperaba. Se notaba que habían visto demasiadas películas y siempre acababan preguntando las mismas tonterías.

-          ¿Estás condenado a ser errante y vagar eternamente por tus pecados?

-          ¿Eres el demonio que juega con nosotras?

-          ¿Hay alguien en la sala que te moleste?


Diantres. No soportaba que agobiaran tanto a los espíritus. Ellos no hacían nada excepto querer que los dejaran en paz. Cuando alguno se había manifestado, estaba segura que lo había hecho sin querer. El mundo de los vivos ya no les interesaba lo más mínimo.

Sobre todo porque eran los vivos los que se habían olvidado completamente de ellos.

Cuando por fin acabaron sus amigas de asediar al fantasma, se despidieron y esperaron su respuesta. Entonces el errante no dijo nada. Por lo visto se había enfadado y no se quería marchar  de la cocina. La cosa empezaba a torcerse y ni ella ni tampoco sus amigas sabían cómo reaccionar. Soltaron rápidamente la moneda y empezaron a mirarse sin hablar. El frigorífico emitía su típico zumbido multiplicado por siete. Los grillos entonaban macabras melodías en el jardín. Y un cotidiano parpadeo iluminaba la mesa blanca de la cocina. En cualquier otra circunstancia aquello les habría parecido algo normal pero entonces, lo atribuyeron todo al espíritu que acababan de invocar.

Nadie sabía qué decir ni tampoco qué hacer.

Optaron todas sus amigas por largarse pitando. Le dejaron sola en la cocina mirando una moneda roñosa en medio de un folio lleno de garabatos. Le dejaron a solas con el fantasma. Y estaba el errante ofendido de verdad. Su madre no llegaba hasta las doce así que decidió conservar la calma y no dejarse llevar por sus emociones. Se metió la moneda en el bolsillo, destruyó el folio y subió rápidamente por las escaleras directamente hasta su habitación. Allí dentro escuchaba mucho más alto que de costumbre a los gatos callejeros. Aleteos de murciélagos rozaban la persiana de plástico de su cuarto. Y el maldito  parpadeo de las bombillas era cada vez más frecuente. Pensó que quizás se había vuelto loca y que no existía ningún fantasma. Aquello al menos le consolaba durante un rato. Pero en seguida empezaba a sentir deambular al errante por su habitación. Escuchaba sus pasos en el desván y susurros cerca del cuarto de baño. De repente un golpe muy fuerte, un estrepitoso chirrido se produjo a su izquierda. Era la puerta que se abría de golpe y con violencia.

Era su madre que había llegado de cenar con sus amigas.

-          ¿Qué te pasa? – le preguntó su madre. – Parece como si hubieras visto un fantasma. ¿Qué haces aún despierta? En la cocina huele a tabaco. ¿Qué hacéis tú y tus amiguitas cuando yo no estoy?

La chica le contó a su madre todo lo que había pasado. Se lo contó entre sollozos más o menos intensos. Su madre consiguió consolarle. Le propuso una fórmula que había abandonado hacía unos años, el caso es que le funcionó de nuevo.

-          Cuando tengas miedo y no puedas dormir, invoca a tu ángel de la guarda con una breve oración. Ya sabes hija que funciona siempre. Tu ángel de la guarda siempre te protege y sabes muy bien que puedes contar con él cuando lo desees. Hazme caso. Buenas noches y dulces sueños.

La cosa es que dijo su breve oración y su ángel de la guarda hizo su intervención. Produjo una burbuja mágica alrededor de su cuerpo. Ya no escuchaba nada y en parte le fastidiaba tener que pasar tanto de aquel pobre y enojado fantasma. En realidad ella no había tenido nada que ver con aquello. Habían sido sus amigas por lo tanto, ella no tenía razones para darle más vueltas.

El caso es que lo hizo. No paró de darle vueltas al asunto hasta que halló una posible solución. Al día siguiente trataría de convencer a sus insolentes amigas para que invocaran de nuevo al fantasma y le pidieran perdón por las molestias ocasionadas. 

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