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martes, 28 de abril de 2015

Señora mayor que huele a perfume de señora mayor



No me lo esperaba. Cuando fui a buscar a mi amigo J. a su casa me lo contó.

- He quedado con una chica. Si quieres puedes venir. Creo que aparecerá con una amiga. ¿te animas?

Tardé unos pocos segundos en decidirme.

- Vale.- Contesté.

Y bajamos los dos a la calle. Estaba nervioso y no me comportaba como lo solía hacer de normal. Era mi primera vez y me sentía fuera de lugar. Mi amigo en cambio estaba muy relajado y con una larga sonrisa estampada en su estúpido rostro. Cuando llegamos a lo que yo supuse que era el lugar de la cita, mi amigo J. saludó a dos chicas muy guapas y totalmente desconocidas para mí. 

- Hola. – dijo.

Y se besó con una de las dos chicas. Se besaron sin escrúpulos delante de nosotros. Podía ver sus bocas babeando y sus lenguas entrelazadas. Y de nuevo me sentía fuera de lugar. Saludé a la otra chica.

- Hola. – dije. – ¿Cómo te llamas?

- Me llamo L. ¿Y tú?

- Yo me llamo T. Encantado.

Y nos dimos los dos besos que marca el protocolo. Mientras tanto mi amigo seguía besándose con la otra chica como si no existieran los demás. Yo estaba confuso. Aquellas dos chicas no eran mis amigas y encima vestían de forma muy rara y elegante. Nada que ver conmigo. A los pocos minutos mi amigo J. nos dijo.

- Oye, nosotros nos vamos a dar una vuelta. ¿Quedamos aquí mismo dentro de una hora?

- Vale. – Contestamos la otra chica y yo al unísono.

Y entonces se largaron. Nos quedamos mi perfecta desconocida y yo plantados en medio de aquel parque.

- ¿Qué te apetece hacer? – me preguntó.

- No lo sé. ¿Damos un paseo? – contesté yo sin saber exactamente hacía dónde ir.

La cosa es que nos pusimos a caminar los dos en la misma dirección. Se suponía que buscábamos intimidad, pero lo más raro de todo aquello era que ni siquiera lo sabíamos.

- ¿Eres amigo de J? 

- Sí, vamos juntos al colegio. – contesté.

- Ah vaya… - Contestó ella.

La conversación no daba para más. La situación era incómoda y entonces me fijé en un detalle. En los faldones de sus pantalones negros de campana se adivinaban un montón de gotitas de color rojo salpicando el borde de la tela. Me llamaban la atención aquellas gotitas. Acto seguido le pregunté.

- ¿Por qué tienes manchados los pantalones de pintura?

- No es pintura capullo. Mientras os esperábamos sentadas en un portal, un hombre, una especie de bedel con cara de idiota nos ha empezado a gritar. Nosotras hemos pasado de él y entonces nos ha lanzado un chorro de lejía. Menudo jilipollas, ¿Qué no?

- Pues sí la verdad. Ahí se ha pasado un poco.

La cosa iba mejorando poco a poco. Ambos empezábamos a relajarnos. De repente ella me cogió la mano. Era muy guapa y era obvio que debíamos enrollarnos tarde o temprano.

- ¿Cuántos años tienes? 

- Trece. – contesté yo.

Me soltó la mano de golpe. Por lo visto mi respuesta no le hizo mucha gracia. Puso cara de acelga y entonces me dijo.

- ¡Yo tengo dieciséis! ¡Te llevo tres años! ¿No te importa?

Tenía la mente en blanco. ¿Por qué me iba a importar? ¿Qué se suponía que me tenía que molestar?

- No, tengo amigas de tu misma edad. – Contesté saliendo airoso de aquella situación.

Y de nuevo vino la calma, vino la relajación. 

Seguimos andando por el parque cogidos de la mano. Subimos una cuesta de gravilla y nos perdimos entre unos laberintos de piedra. De repente ambos lo vimos. Un lugar lo suficientemente íntimo, una especie de cuadrilátero de hierba lo suficientemente cómodo y apartado. Nos sentamos en el suelo y entonces ella acto seguido me besó.

Sus labios eran blanditos y muy cálidos. No me gustaba su olor a perfume de señora mayor pero aquel beso velaba cualquier defecto que pudiera tener. Sentía una lengua extraña recorriendo la mía por primera vez. Y no sé por qué razón me abrazaba como si me conociera de toda la vida. Entonces las sentí de repente. Aquellos dos bultitos que guardaba celosamente debajo de su camiseta me rozaron suavemente el pecho. Poco a poco mi cuerpo languidecía y se dejaba llevar por ella. Su lengua seguía moviéndose como una hormigonera dentro de mi boca y me llenaba las comisuras de pegajosas babas. De pronto se detuvo y me miró directamente a los ojos.

- ¿Yo te gusto?

Estaba como loco y tardé en contestar. A los pocos segundos reaccioné.

- Sí… creo.

De improviso ella puso cara de loca y me gritó.

- ¿Creo? ¿Te gusto o no tío?

- Sí, sí me gustas. – contesté.

- A vale...

Y entonces todo volvió a la normalidad. Ella miraba al infinito cuando yo le pregunté.

- Oye, si un chico que no conoces de mucho te tocara las tetas… ¿Tú qué harías?

- Le daría un ostia. ¿Por qué?

- Por nada.

Y seguimos allí sentados un rato y besándonos. A los pocos minutos, no sé cómo, nos encontraron mi amigo J. y la otra chica. Nunca supe la verdadera razón por la cual la cosa no cuajó. El caso es que no las volvimos a ver. Nos levantamos del suelo y cada cual siguió su camino. Yo me largué con mi amigo en una dirección y ellas se largaron juntas en otra distinta. A veces cuando voy andando por la calle me acuerdo de mi amigo J. y de aquellas chicas. Me acuerdo de todos ellos cuando de repente me cruzo con alguna señora mayor que huele a perfume de señora mayor. 





martes, 21 de abril de 2015

Un jersey rojo



Siempre he querido hablar sobre esto. Describirlo puede que me cueste horrores pero lo pienso intentar. Se trata de una imagen muy borrosa, casi abstracta. Allá voy.

Estoy tumbado en una cama. A mi alrededor circulan muchas personas de un lado a otro. Son personas que conozco muy bien y que me dan seguridad. Poco a poco todas estas personas van desapareciendo. Oigo sus gritos y el ruido de una puerta a lo lejos. La puerta se abre y se cierra continuamente. Al cabo de un rato viene la persona que más quiero en el mundo. Me da un beso y me acaricia. Articula sonidos que no entiendo. De pronto desaparece y escucho el ruido de la puerta otra vez. Me quedo solo durante un buen rato. Empiezo a sentirme mal. ¿Dónde se han ido todos? El rumor de una radio a lo lejos me tranquiliza. Aparece una persona que reconozco pero que no me hace mucho caso. Lleva un jersey rojo y su pelo es negro. Se mueve de un lado a otro haciendo mucho ruido. De repente el sonido de un aspirador. No me gusta ese sonido, no me deja pensar. Me siento muy mal porque mi madre ya no está. Me siento vulnerable. De nuevo aquella chica. Se mueve sin parar con su jersey rojo y su pelo negro con coleta. Me dice algo que no entiendo y me acaricia. Sus manos son ásperas. No me siento muy bien que digamos. Algo húmedo recorre mi entrepierna. Me siento aliviado. Huele muy mal. Lo que antes era húmedo y calentito ahora es frío e incómodo. La chica del jersey rojo se acerca y empieza a gritar. Me quita los pantalones y me libera de los pañales. El olor es cada vez más fuerte. Ya no escucho la música de fondo. Unos rayos de sol se cuelan por la ventana que tengo a mis espaldas. Menudo trajín. La chica entra y sale de la habitación. Me limpia con unas toallitas muy frescas. Y por fin el olor que más me gusta. Los polvos de talco suspendidos en el aire de mi habitación. Se reflejan en los rayos de sol y se cuelan en mi rostro. De nuevo los pañales y la música de fondo. Ahora sí que me siento solo. Tengo que llorar y conformarme con las caricias de la chica del jersey rojo. Sus manos son ásperas. No me siento muy bien que digamos. Algo húmedo recorre mi entrepierna…

viernes, 17 de abril de 2015

Tres edificios de quince plantas



Era muy pequeño cuando me sentí por primera vez fuera de mi cuerpo. Había quedado con mi amigo P. en el barrio de S.J. para jugar un partido de fútbol pero cuando llegué, ya habían empezado y nadie me hacía caso. Entonces se acercó mi amigo.

- Ya hemos hecho los equipos, espera un rato y entras en la segunda parte.

- De acuerdo. –contesté.

Y me senté a esperar en un banco de piedra cercano a las pistas. La cosa estaba animada. Mis amigos se movían con agresividad y daba la sensación que se jugaban la vida en aquel partido. La verdad es que a mí todo eso me daba igual. Aparté la vista del campo de juego y me puse a observar a la gente. En un banco contiguo idéntico al mío estaban dos chicas hablando con el capitán del equipo, un chico bastante fuerte y de la pandilla de mi amigo P. El chico no paraba de presumir delante de ellas. Tocaba su balón con el pie y con las rodillas. De vez en cuando también lo elevaba hasta su cabeza y lo mantenía erguido apoyado en su frente durante cinco segundos más o menos. Una de las chicas, la más bajita, le observaba alucinada. La otra chica, un poco más alta, miraba hacia otro lado como ausente, esperando a que se largara y dejara de fastidiar. La chica más alta era muy guapa y pasaba de aquel chico con mucho estilo. Cuando llevaba un rato observando me di cuenta de que me miraba a hurtadillas. De repente ocurrió. Algo nuevo y revelador se produjo en mi interior. Sus ojos ejercían sobre los míos una fuerza extraña y desconocida y no sabía cómo reaccionar. Me temblaban las manos y las piernas. Lo había olvidado todo. A lo lejos, encorvado y sentado en un banco mirando fijamente a un punto en el infinito estaba yo mismo. Me miró de nuevo.

- ¡Hola! – dijo gritando.

Me quedé paralizado y medio ciego. No podía diferenciar su rostro del resto y me costaba horrores enfocarlo todo. Poco a poco mi cuerpo empezó a reaccionar y pude contestar muy bajito.

- Hola. – dije levantando la mano.

Y entonces la chica se acercó hasta donde yo estaba. Su amiga, la más bajita le siguió por detrás. Se sentaron ambas en el mismo banco donde yo estaba sentado.

- ¿Cómo te llamas?

- Me llamo T. ¿Y tú? 

- Yo me llamo L. y mi amiga S. ¿Vives por aquí?

- No. He venido a jugar un partido de fútbol pero he llegado tarde.

- Vaya, qué pena. Si quieres puedes quedarte un rato con nosotras.

Y empezamos a hablar. Sentía que sus palabras eran suaves como su pelo. Sus gestos me alucinaban y me sentía feliz junto a ella. Estábamos hechos el uno para el otro. Nunca nos íbamos a separar. Sus manos eran preciosas, sus piernas eran divertidas y su presencia maravillosa. Existía para mí y yo existía para ella. Estaba alucinado y disfrutaba de su compañía. Era la primera vez que sentía algo parecido y mi cuerpo estaba cargado de novedad. Algo cercano a la muerte infestaba el aire que respirábamos. Miles de siluetas rodeaban nuestros cuerpos y nos advertían que lo dejáramos, que nada duraba eternamente. Y yo notaba cómo aquella nada inundaba mi mente y helaba mis extremidades. Era peligroso pero me daba igual. Sentía por primera vez las cosas y me negaba en rotundo a renunciar a ellas por nada ni nadie. Ni siquiera la fatalidad, que todo lo destruye, era capaz de arrebatarme tan maravilloso instante. 

De repente reaccioné.

El sol se había ocultado entre los edificios y ni siquiera me había dado cuenta. El partido había acabado y todos mis amigos, incluido P. estaban sentados a pocos metros. Me acerqué hacia ella por última vez y le pregunté si nos volveríamos a ver. Ella me contestó que se tenía que ir pero que vivía en esa misma plaza, en uno de aquellos enormes edificios que teníamos a nuestras espaldas. Entonces desapareció de mi vista. A los pocos minutos apareció mi amigo P.

- ¿Qué demonios haces? ¿Por qué nos has entrado a jugar en la segunda parte?

- Oye P. déjame en paz. Vosotros no queréis que juegue…

- ¿Pero qué dices?

Estaba enfadado. Se había marchado para siempre. Lo entendía pero no lo aceptaba. Quería volver a verla y sospechaba que jamás lo conseguiría. La muerte afilaba su guadaña esta vez de manera distinta. No se me revelaba como la grande, la maravillosa muerte, sino como un espectro horrible que acaba con todo. Las flores se marchitaban y se quemaban por dentro. Sentía la impotencia de un enano cojo y ciego y no podía hacer nada por evitar aquello. Mi amigo P. no paraba de hablarme pero solamente le podía ver mover los labios, no escuchaba sus palabras. 

Me largué de allí pitando.

A la misma hora del día siguiente volví a la misma plaza. Busqué como un loco a mi chica pero no estaba. La plaza estaba vacía y solamente pasaban por allí adultos haciendo recados o paseando a sus perros. Me sentí de nuevo pequeño. Mi corazón se arrugaba con la idea de no volver a verla. De repente me acordé que vivía en uno de aquellos enormes bloques de hormigón. Resultaba complicado adivinar en cuál exactamente. Eran tres edificios de quince plantas idénticos. Empecé por el primero.

- Hola, ¿está L?

- No, aquí no vive.

Seguí llamando desesperado a todos los pisos.

- Hola, ¿vive aquí L?

- No, te has equivocado.

Así anduve durante una hora y media más o menos. Angustiado desistí. La había perdido para siempre o por el contrario… ¿La recordaría toda la vida? No lo sabía. Lo que sí sabía es que comenzaba una nueva etapa. Me dirigí muy despacio con las manos en los bolsillos hacia mi casa. Pensaba y le daba vueltas al coco sin parar. Era infeliz porque la había perdido. Me sentía fatal porque ella ya no estaba. Entonces, ¿por qué no lloraba? Su mirada y sobre todo sus movimientos, sus aspavientos animaban de nuevo mi rostro y le dispensaban luz. Me la imaginaba pensando en mí y por ello me sentía mejor. La muerte flotaba de nuevo sobre nuestras cabezas y lanzaba señales de aprobación. Unidos por la suerte de aquel encuentro, frustrados, caminaríamos ambos con la cabeza bien alta el resto de nuestros días.

miércoles, 8 de abril de 2015

Tres líneas muy finas y una lágrima



Quería empezar de nuevo, partir de cero, por eso mismo pinté mi casa de blanco. Pensaba que con el tiempo cambiaría de opinión pero no fue así. La casa se mantuvo intacta a pesar de todo. La cocina era blanca, mi habitación la pinté de blanco y el salón lo cubrí con tres capas blancas. Los muebles eran de madera y el edredón de mi cama era de color azul. A veces el sol se colaba muy tímido por la ventana del salón y reflejaba en las paredes inmaculadas todo el espectro visible. Entonces la casa se tornaba aún más blanca. Recuerdo que a veces me sentía solo, me tumbaba en el sofá y encendía la televisión. Las luces rojas, verdes y azules emitían un zumbido que se colaba en mi cerebro y no me dejaba pensar con claridad. Mis amigos me visitaban de vez en cuando pero se largaban de allí en seguida. Supongo que no soportaban el silencio de aquella casa. Yo tampoco lo soportaba pero para eso estaba la televisión. Su parpadeo constante iluminaba mi rostro y me recordaba que no era el único. Me recordaba que no era especial y que tampoco estaba solo.

Millones de personas iluminadas por los mismos colores. Rojos, verdes y azules grabados en las retinas de millones de rostros.

Entonces cocinaba unas palomitas. Tres minutos al microondas y listas. Recuerdo cómo volcaba la bolsa en un cuenco de cerámica blanca. Luego añadía queso en polvo y me tumbaba de nuevo en el sofá. Las paredes blancas habían desaparecido y las luces de colores del televisor flotaban en el aire como pompas de jabón. Estaba todo en su sitio y mientras lo pensaba, me quedé dormido. En mis sueños no cambiaba de posición. Allí estaba, rodeado de paredes blancas y de muebles de color madera. La televisión seguía encendida pero el cuenco de palomitas estaba medio vacío. No me podía mover, tampoco podía comer y casi no era capaz ni de respirar. 

Buscaba colores pero las luces ya no estaban. Quería despertarme pero era imposible

Se habían esfumado todos, mis amigos y las luces de colores. Solamente me quedaba mirar un techo blanco e insoportable. Entonces mis ojos atravesaron el techo y flotaron entre las nubes. Lo veía todo desde arriba. Mi salón era un cubo blanco rodeado de laberintos. En el centro se dibujaba un punto negro que rebotaba entre las cuatro paredes. Y la sensación era de alivio. Me sentía afortunado por haber podido escapar de mi propia trampa. Era libre por fin y podía decirlo bien alto.

- ¡Eres libre! ¡No te tumbes de nuevo! ¡Haz lo posible!

Pero aquello duraba muy poco tiempo. En seguida empezaba a descender y acababa de nuevo rodeado y atrapado en mi propio salón. Entonces me despertaba.

Las paredes y el techo. El cuenco de palomitas intacto y la televisión encendida. De nuevo sentí que todo estaba en su sitio. Se había hecho de noche y ni siquiera me había dado cuenta. Pensaba que había malgastado mi tiempo viendo la televisión. Todas mis decisiones eran erróneas y necesitaba contárselo a alguien. Mis amigos me llamaban al móvil pero no contestaba y si lo hacía, les daba largas. Necesitaba enfrentarme a mi propio espacio, a mi propia soledad.

Entonces fue cuando dibujé aquel rostro. Lo dibujé en el interruptor de mi dormitorio. Sería lo primero y lo último que vería cada jornada de mi existencia. Tres líneas muy finas y una lágrima. Me preguntaba qué podíamos hacer él y yo para combatir aquella tristeza. Nos consolábamos mutuamente y esto nos hacía sentirnos mejor. Creo que nadie llegó a entender lo mucho que supuso para mí aquel rostro. Ni siquiera yo llegué a entenderlo. El caso es que se mantuvo intacto hasta que me largué de aquella casa. Ahora siento haberlo abandonado. Lo recuerdo muy triste y dibujado muy fino en el interruptor. Lo recuerdo y casi me pongo a llorar cuando pienso en él. Ahora ya no está porque las paredes están pintadas de color burdeos. Ha desaparecido y con él todos mis recuerdos de aquella etapa tan oscura y blanca.

…