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miércoles, 27 de abril de 2011

Momentos de sumo placer y cariño



Habían decidido ir a la playa. No le gustaba especialmente tomar el sol ni tampoco tumbarse en la arena. Tampoco tenía nada mejor que hacer y aceptó. Sus amigos disfrutaban bajo el sol de verano y parecían sentirse protegidos. Sin embargo su piel era fina y muy blanca. Tenía complejos muy serios acerca de lo que pudiera pensar la gente de él. Parecía débil y cansado y sus piernas eran como dos palillos sujetando el resto de un cuerpo hecho de madera de balsa. Tampoco contaba con unas flamantes gafas de sol. Frunciendo el ceño su mirada se dirigía cansada a la de los demás y daba la sensación de estar siempre enfadado. Cuantas cosas odiaba del verano y de la playa pero ya no podía echarse atrás.

Se dirigían irremediablemente hacia la costa de H.

Cuando llegaron lo primero que hicieron fue reservar un espacio para colocar su tienda de campaña. Los franceses de aquella zona le caían bien. Eran muy discretos y silenciosos y se dedicaban exclusivamente a lo suyo. Aparcaron su coche en el espacio indicado y montaron su tienda de campaña. Cuando terminaron de instalarse hicieron la comida y se fueron directamente a la playa.

La arena crujía bajo sus pies y el sol atacaba implacablemente su piel. El viento le degradaba poco a poco y apretaba sus costillas. Nada más extender la toalla el chico empezó a embadurnarse de crema. Se extendía litros y aparentaba ser mucho más blanco de lo que realmente era. Parecía una especie de cadáver fluorescente. Los barcos en la lejanía le indicaban posibles direcciones y todo parecía formar parte de un decorado. Sus amigos se adaptaban perfectamente al entorno. El chico les acompañaba y arrastraba los pies como un muerto. Se bañaba en el mar y se tumbaba en la arena. Luego hacía lo mismo pero al revés. Llevaba un libro de bolsillo que había comprado de segunda mano. Le encantaba la novela decimonónica y había decidido llevar un ejemplar para leer en sus ratos libres. Pero aquel insistente sol y la sensación de ahogo que le producían los espacios abiertos se lo impedían.

No podía leer ni una sola línea.

Cuando el sol hubo descendido lo suficiente como para poder pensar con claridad, se levantaron y pasearon un rato por la orilla. Cuando regresaron a sus toallas se sentaron y esperaron a que llegara el momento de largarse de nuevo al camping.



Después de cenar una ensalada y un plato de arroz con verduras se pusieron a charlar. Habían decidido volver a la playa de noche. Ésta idea le convencía mucho más que cualquier otra. Le encantaban las noches de verano breves y cálidas.

Sin pensarlo un instante se dirigieron de nuevo a la playa.

La luna llena presidía el entorno que iluminado por una luz blanca alucinaba. La luminosidad era tal que proyectaba sombras sobre la arena. Se sentaron y observaron a su alrededor. La gente se reunía por las noches en la playa y era obvio. El reflejo atractivo de una esfera que trastorna la voluntad de los locos no tiene comparación con el astro que revela excesiva información. Nadie necesitaba que le recordaran las medidas por las cuales se rige su existencia. Preferían olvidarse de todo aquello por unos instantes de placer. Los astros acompañaban la coreografía de chispas aleatorias reflejadas en el mar. Empezaban a sentirse bien los unos con los otros. Se gestaba una amistad efímera compuesta de instantes de suma bondad. Sólo les hacía falta elevarse unos cuantos milímetros por encima de la arena. Sin dejar huella se levantaron y empezaron a saltar su reconocida sombra torcida. Las siluetas de todos ellos destacaban sobre las estrellas que se fundían a lo lejos en luminosas hogueras.

Así pasaron las horas, observando diminutos e intensos puntos de luz reflejados en sus ojos. Cada vez más agudos lo influjos de la luna se clavaban en sus brazos y en sus piernas a través de la carne. Su alma se escondía bajo los sobacos y desde su refugio gritaba exultantes palabras sin forma.

Se saludaron y se despidieron aquellos instantes. Caminaban por la orilla muy despacio. Se quitaron la ropa y se bañaron en el mar. El reflejo de la luna en la superficie del agua bailaba y se jactaba de ello. Acompañaban su teatro de movimientos alargados pequeñas gotas de agua que acariciaban sus cuerpos. Brillantes y serios como dos pescados se cogieron de la mano y corrieron en dirección contraria a la luna.

Eran momentos de sumo placer y cariño.

Nunca se habían visto desnudos y mucho menos en aquella situación. No les importaba y no había nada de lo que avergonzarse. Se secaron y se vistieron y volvieron de nuevo al camping.

Desagradecidos les consideraba la luna por largarse sin despedir.


martes, 19 de abril de 2011

La despensa



El lector puede imaginarse qué clase de experiencias originan los castigos. A veces necesarios, lo que finalmente producen son indiferencia. Pueden ser terriblemente nocivos e impulsar a todo tipo de contradicciones. Su efecto inmediato seduce a quienes los practican y su aplicación sin reservas produce monstruos. Aquellos seres que tanto aterrorizaron al planeta con sus grotescas maneras de ser y de actuar según sus impulsos generados por el castigo. Miradas enfermas que pretendieron ocultar aquello por lo cual fueron castigados y que por ello se convirtieron en extraños y despiadados.

El camino que se recorre a partir de una supuesta y forzada acción que impulsa al desprecio no tiene límites. Su producción y deriva puede afectar de manera divergente y conseguir solamente que algunos afectados se revelen. En cambio, algunos clásicos, sustituidos por la terrible amenaza (mucho más nociva y aplicada sin descanso hoy en día) pasan a formar parte de mi elenco de primeras historias. Mis favoritas por el simple hecho de haberse convertido en universales y por lo tanto susceptibles de ser aceptadas por el gran público.




No tenía ni idea de cómo había conseguido enfadarla tanto y en tan poco tiempo. Le agarró del brazo y con fuerza le arrastró hasta la despensa. Cuando quiso decir algo y defenderse de alguna forma la puerta se cerró en sus narices. Se había quedado sólo y completamente a oscuras. No veía nada y empezaba a sentir pánico. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Cuánto tiempo podría soportar sin empezar a llorar y sin empezar a gritar como un loco?

Una terrible ausencia de luz le cortaba la respiración. Solamente habían pasado unos segundos y ya no soportaba el peso de su cuerpo. Empezaba a desfallecer y pequeños haces de luz se le aparecían rodeados de una profunda oscuridad. Microscópicos seres vivos se dibujaban a su alrededor proyectando sobre él rayos láser de color rojo. Las chinches devoraban su ropa y le amenazaban las arañas que rodeaban sus piernas.

De repente a sus espaldas, justo detrás de sus rodillas, sintió un golpe. Había topado con un pequeño banco de madera que reconocía y que ya nadie utilizaba. Se sentó y se puso a mirar fijamente una diminuta rendija de luz que se colaba por debajo de la puerta. Esa era toda la información que necesitaba por el momento. Había conseguido centrar su atención en aquel diminuto punto de luz y con eso le bastaba. Una fuente de maravillosa y blanquecina nieve le había salvado. Seguramente intercedidos por alguien, aquellos lúmenes se le aparecían milagrosos. Su corazón latía con normalidad y empezaba a respirar sin dificultad.

La despensa estaba infestada de ratas. Se lo habían dicho todos y sin embargo no las temía. Sabía de sobra que aquellas roedoras temían mucho más al hombre que a cualquier otro animal.

Le aterrorizaban otro tipo de cosas.

Tenía verdadero miedo a ser juzgado y no soportaba los reproches. Por suerte, allí dentro nadie le molestaría. Se empezaba a sentir mucho mejor y sus pupilas se iban adaptando a la oscuridad. Cada vez procesaba más información y podía reconocer más cosas. Ahora no solamente veía la rendija de luz, también reconocía la puerta y parte del suelo de tierra. Miró hacia atrás y se sorprendió al comprobar formas. En la pared había un montón de estanterías colocadas en paralelo soportando cajas de cartón. También había colgadas cazuelas y sartenes de hierro. A su izquierda había un cesto lleno de patatas y otro lleno de frutos secos. Sin pensarlo un instante cogió un montón de avellanas y se las metió en el bolsillo. Al fin y al cabo no había resultado tan malo el castigo. Empezaba a sentirse mucho más relajado y apoyó la espalda en la pared. Le gustaba mucho el olor a fruta y a tierra que flotaba en el aire. Decidió que su lugar estaba allí junto con las ratas y las arañas. La oscuridad inundaba su cuerpo y reconfortaba su mente. De repente escuchó el sonido de la cerradura.

- Venga, ya puedes salir. Espero que hayas aprendido la lección.

- ¡Claro! – respondió tranquilamente y ciego de luz.


No entendían como después de haberle dejado sólo y encerrado durante casi una hora seguía sin mostrar ningún signo de arrepentimiento. Pensaron que quizás se trataba de un caso perdido.

Lo mejor de todo es que había aprendido a ver en la oscuridad, pero eso era algo que ellos no sabían.


miércoles, 13 de abril de 2011

Todas las frutas que había decidido recoger por amor



Aquí se cuenta la historia de un chico que hacía algunas cosas por impulsos. Su rostro enfermizo le dictaba acciones delante del espejo, le invitaba a trascender y le elevaba unos cuantos centímetros del suelo. Las personas que le rodeaban conocían perfectamente su punto débil. Era predecible como el resto, no se consideraba especial. Cuando sus ojos observaban su reflejo pretendían ser insondables. No había nada de eso en ellos. Eran ojos planos e inexpresivos. Tampoco había nada que hacer con su frente. Era protuberante y estúpida. El espejo ovalado y sucio de su cuarto de baño sólo hablaba de lo que veía, de nada más. Sus pasos eran los pasos de un muerto. No se desplazaba ni siquiera unos metros. Había aprendido a echar a volar su imaginación todos los días. Sus conocimientos acerca de su realidad más inmediata pasaban una crisis horrible. Cuando ya no podía más se dedicaba a pasear. Esto le ayudaba a olvidar sus pequeños defectos.

Entró en la cocina y cogió una bolsa de plástico blanca. Había decidido emplear su tiempo en algo bueno. Su decisión no tenía nada que ver con nada concreto. Se empeñaba constantemente en decidir sobre las cosas del amor. No tenía nada que decir. Sus labios balbuceaban como dos flanes y sus ojos mate no reflejaban nada. Se puso a caminar en dirección al monte a pesar de que casi no había luz. Siempre la imprudencia, la temeridad era la causa que empujaba al estúpido sin embargo, no llegaba ni a eso. Su pelo grasiento dejaba escurrir cualquier idea lúcida que se le pasara por la mente. Su nariz tan delgada como la de un topo ciego se estrellaba contra sus piernas y se tropezaba con la cara. Caminaba en silencio y entonces deseaba desaparecer. Aspiraba a mucho más que a unos cuantos árboles plantados en fila rodeando una bonita casa y un coche aparcado en su puerta. Anhelaba otra vida sin gravedad, sin obstáculos que le impidieran llegar a flotar. Pateaba los guijarros de forma violenta mientras rechinaban sus dientes. De repente se tranquilizó. Una suave ráfaga de aire le acarició el rostro. Al fondo había caballos de colores oscuros que se movían de un lado a otro hacia el cielo. Un cielo despejado, unas montañas unidas a la tierra y separadas del resto eran el decorado. A los lados del camino se alumbraban pequeños espacios que le hacían sentirse mejor y mucho más relajado. Un tramo sin desnivel había conseguido bajarle los humos. Cruzó un pequeño puente de cemento violento y atravesó un pequeño pueblo. Era muy tarde. La gente bajaba del monte hacia sus casas. Los animales diurnos empezaban a esconderse de los nocturnos y del frío. Recorrió una carretera y salto una pequeña valla de madera con alambres de espino clavados.

Y allí estaban todas. Todas las frutas que había decidido recoger por amor. Moradas, rojas y verdes. Negras, violetas y naranjas. Las mejores eran negras y brillantes. Llenaba la bolsa y se arañaba los brazos. Cada vez había menos luz y las frutas se empezaban a fundir con la zarza. Tenía un poco de miedo sin embargo, le atraía todo aquello de una manera sorprendente. Como era tan estúpido de seguir andando, primario y humano dentro del mundo, seguía subiendo. Cuando ya hubo llenado del todo su bolsa y pensado en su gloria se detuvo.

A su alrededor revoloteaban pequeños murciélagos en silencio. Un silencio que alucinaba y que despertaba en él sentimientos muy puros. Gritaban y reivindicaban su espacio nocturno. Empezaban a cazar insectos muertos de frío. Se acercaban al suelo y rozaban su pelo fino. Lo que tenía que hacer estaba claro. Miró hacia el cielo por última vez.

La luna se asomaba entre los árboles. Su color era rosa pálido. Por primera vez en los libros de ciencias naturales aparecía ella:

La luna que produce calor. Se parece al sol pero no quema. Calienta de forma sutil, poco a poco y muy suave. Ilumina a su alrededor con colores pastel. Los murciélagos la cruzan y producen una mezcla maravillosa. Marrón oscuro y rosa eléctrico. La temperatura ya no se eleva sino que desciende paulatinamente. Se dedica a susurrar al oído de quien la observa maravillosas estrofas llenas de magia y de música. Atracción es lo que producen sus rayos. Detiene el tiempo y atraviesa enormes valles cogida de tu mano. Te acompaña y te escucha. Su poder de transmisión real ahonda en cada cuerpo que se dedica a elevar horas enteras e incluso noches. Abrazos romos y miradas brillantes es lo que te corresponde si la miras. Su gradación impregna todo tu ser y se despide con un beso.

miércoles, 6 de abril de 2011

Superboy



Todos los años terminaba el curso con un montón de tareas pendientes para septiembre. Por esta sencilla razón se pasaba las horas muertas sentado en la mesa del salón mirando el libro embobado. Cuando ya no podía más, encendía la tele para ver los dibujos animados. Su madre le reprendía continuamente y le amenazaba con castigarle si no terminaba sus deberes. Él siempre contestaba lo mismo:

- Los terminaré después de comer.

Y eso es lo que hacía. Justamente después de comer, cuando el sol abrasaba el cemento del suelo de la calle, él se sentaba de nuevo en la mesa del salón mirando embobado sus apuntes. No había nada que hacer. Aquello no le interesaba lo más mínimo. Lo que realmente le importaba era disfrutar la tarde rodeado de sus amigos. Cuando ya llevaba media hora mirando el libro dijo a su madre:

- Ya he terminado. Voy a ir a buscar a E.

Su madre le preguntaba con desconfianza.

- ¿Seguro que ya has terminado? Recuerda que queda menos de un mes para el comienzo de las clases…

Pensar en volver al colegio le revolvía el estómago. Recogió sus apuntes, cerró el libro y lo colocó todo encima de la estantería más oscura de la casa. Abrió la puerta y se lanzó de lleno a la calle.

Su amigo vivía justo en frente de su casa. Entró en su portal y llamó al timbre. Pasó un minuto sin que contestara nadie. De repente se oyó una puerta al fondo de las escaleras.

- ¿Quién es?

- Hola, ¿Esta E.?

- ¡Sí! –contestó una voz de mujer. – ¡Me ha dicho que vuelvas más tarde, ahora está viendo las olimpiadas de atletismo!

- ¡Está bien! – contestó él.


No soportaba los deportes en la tele. Decidió que lo más prudente sería esperar en su casa hasta que acabaran.

Se pasó dos horas enteras dando vueltas por la casa inspeccionando cada habitación. Se dedicaba exclusivamente a ello sin importarle nada en concreto. A las seis de la tarde ya no podía más. Se preparó un bocadillo y salió de casa.

Llamo de nuevo al timbre y esta vez salió su amigo y dijo.

- ¡Sube, estamos todos aquí! ¡Vamos a ver Superboy!

La verdad es que lo que realmente le apetecía era ir a dar una vuelta por el monte sin embargo no se lo pensó un instante y subió corriendo las escaleras.

Cuando llegó hasta el salón de la casa observó a todos sus amigos mirando la tele y gritando. Su amigo se zampaba un pequeño bocadillo de chocolate. Siempre merendaba lo mismo.

En la tele aparecían anuncios de detergentes y de cosméticos. De vez en cuando se anunciaban también coches de lujo, brillantes y flamantes como perlas. De repente su amigo se puso a dar vueltas sin control a través del salón hasta derrumbarse en el suelo. Sus amigos empezaron a gritarle:

- ¡Venga E.! Presenta la serie ¡Superboy!

El chico empezaba a no entender nada. De repente su amigo se puso en medio de la pantalla. Un pequeño resplandor azul le iluminaba la espalda. Los chicos se reían y las chicas se tapaban los ojos. Cuando empezó a sonar la música de su serie favorita, justamente cuando acabaron los títulos de crédito, su amigo se bajó el traje de baño y con la picha recta como un palo de escoba gritó:

- ¡Superboy!


Todos los niños de aquella enorme sala, incluido él, se tiraron por los suelos partiéndose de risa. Mientras, las chicas cuchicheaban entre ellas y miraban de reojo a E.

Todos lloraron de la risa y celebraron su tiempo libre con gritos y empujones. Y era obvio. Les quedaban un montón de horas de luz y de juegos nocturnos hasta tener que volver a casa.