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jueves, 28 de mayo de 2015

Cuatro naranjas y un limón



A veces recuerdo cuando mi madre escondía la fruta dentro de la despensa. Supongo que lo hacía porque éramos muchos hermanos y puesta a la vista en un frutero desaparecía en pocos minutos. Recuerdo cuando nos hacía el zumo de naranja. Eran días de calor extremo y aquel refresco era algo que nos volvía locos a todos.

- ¿Quién quiere zumo?

- ¡Yo! – Gritábamos todos al unísono.

Y entonces mi madre se ponía manos a la obra. Me acuerdo perfectamente cuando cortaba las naranjas por la mitad y las iba colocando una por una encima de la mesa de la cocina. Recuerdo cómo el sol se colaba entre las cortinas blancas de la ventana y se reflejaba en aquellos brillantes pedazos de fruta. Mi sensación era casi siempre la misma. Mi sensación era la de pensar que no había suficientes naranjas. Siempre la increpaba con lo mismo.

- ¿Solamente cuatro naranjas? Somos muchos…

- ¡Con cuatro naranjas es suficiente! – Contestaba mi madre de forma mecánica.

No me lo podía creer. No aceptaba que mi madre utilizara solamente cuatro naranjas. Pensaba que no llegaría ni para un miserable trago de zumo para cada uno. Sin embargo mi madre sabía lo que se hacía.

- ¿Cuántos queréis un vaso?

- ¡Yo! – Gritaba.

- ¡Yo también! – Levantaba la mano mi hermana.

- ¡Y yo! – Se levantaba mi hermano de su silla.

Entonces rodeábamos todos a mi madre. Ella exprimía las naranjas un buen rato hasta sacarles todo su jugo. Una vez que acababa de sacarles todo el zumo, echaba un poquito de agua en el exprimidor y empujaba la pulpa sobrante con el mango de un cuchillo para aprovechar hasta la última gota de aquel preciado elixir. Cuando ya no se podía exprimir más, lo vertía todo sobre una enorme jarra de plástico transparente. Luego cortaba en sección un limón. Hacía lo mismo que con las naranjas. Lo exprimía y le daba vueltas hasta que lo dejaba seco y de nuevo lo vertía todo en la jarra. La decepción era máxima cuando veíamos que el zumo no llenaba ni una cuarta parte de aquel recipiente.

- ¡Necesita más naranjas! – Gritaban mis hermanos.

- ¡Échale un limón más! – Gritaba yo.

Mi madre nos apartaba como moscas.

- ¡Callaos de una vez y esperad un poco!

Entonces mi madre sacaba un montón de hielos del congelador y los echaba en la jarra. Acto seguido la llenaba hasta el borde con agua del grifo muy fría y añadía tres cucharadas colmadas de azúcar moreno.

El resultado era inmejorable. Nos llegaba a cada uno para un buen vaso de zumo. Alguno de nosotros con suerte incluso podía repetir. Ahora me acuerdo de todo esto y pienso que mi madre actuaba con un gran talento y un amor sencillo. Pienso que se adaptaba perfectamente a nuestros caprichos con inteligentes recursos y que todo aquello nacía del cariño que sentía hacia nosotros, sus hijos.

martes, 19 de mayo de 2015

Ardillas



Me levanté muy temprano una fresca mañana de verano. Me proporcioné una estimulante ducha de agua fría y desayuné café con tostadas. Necesitaba empezar bien el día. Necesitaba la energía extra que te aporta madrugar. Y la conseguí. Después de la ducha y el café nada me podía detener. Mi cuerpo estaba lleno de vitalidad y mi cerebro trabajaba al cien por cien. Y es que existía una importante razón para necesitar todo aquello. Llevaba tres semanas pintando un enorme cuadro abstracto de miles de colores y de formas imposibles. Lo pintaba un poquito todos los días y aquella mañana había decidido acabarlo de una vez por todas. 

La cosa es que la noche anterior había estado dando algunos retoques de última hora al cuadro y había dejado todos los botes de pintura y todos los pinceles desperdigados por el suelo del patio. Normalmente solía recogerlo todo al final del día pero aquella noche se me había ido de las manos. Sabía que el cuadro tocaba su fin y necesitaba emplear todas mis energías en dar por finalizada una obra que ya empezaba a formar parte de mis más horribles pesadillas.

Cuando bajaba las escaleras que daban al patio las vi de repente. Mis ojos no daban crédito y tardé unos instantes en asumir que aquello estaba ocurriendo en realidad.

Alrededor de mi enorme cuadro había tres ardillas. Dos de ellas correteaban entre los botes de pintura. Lo hacían muy rápido y de vez en cuando pisaban mi paleta de colores al óleo aún frescos. El suelo del patio estaba lleno de huellas de colores y algunas también estampadas sobre el cuadro. La escena era divertida y no tenía desperdicio. Para evitar que ellas se dieran cuenta de mi presencia y se largaran corriendo, me quedé observando desde lejos, casi sin respirar.

Sentado en las escaleras las contemplaba sin perderme un solo detalle. 

Me daba la sensación de que aquellas ardillas disfrutaban jugando con mis pinturas. Estaban como locas saltando y manchándolo todo de colores pastel. Lo más increíble de todo no era solamente el juego que se traían entre manos aquellos dos traviesos animales. Lo más increíble de todo fue observar cómo una tercera ardilla vigilaba desde el centro del patio mi gran cuadro. La tercera ardilla no jugaba como lo hacían sus dos compañeras, parecía estar maquinando algún plan diabólico. De repente ocurrió la cosa más extraña e increíble del mundo. La tercera ardilla cogió un pincel lleno de pintura rosa mezclada con aguarrás y empezó a pintar sobre el cuadro sinuosas líneas abstractas. Lo hizo sobre una esquina libre del cuadro, esquina que yo había reservado para que respirara la composición. Aquella osada ardilla no tuvo ningún reparo en llenarla entera de pintura rosa. Era muy gracioso observarla con el pincel entre sus diminutas manos trazando líneas aleatorias. De vez en cuando se detenía y de nuevo reanudaba su fechoría. De pronto, un picor se apoderó de mí, justamente en el interior de mi nariz. 

No pude evitarlo y estornudé. 

Acto seguido las tres ardillas se largaron corriendo hacía el jardín. Me acerqué hasta mi cuadro para comprobar que todo aquello no había sido un sueño, que había sido real. El suelo del patio estaba lleno de huellas de colores. El bote de los pinceles estaba volcado y un enorme charco de aguarrás se precipitaba cuesta abajo hacia la hierba. La esquina inferior derecha del cuadro conservaba las líneas que había trazado la ardilla. ¿Había ocurrido de verdad? Aquellas líneas formaban algo que no entendía. Una especie de mensaje que no supe descifrar. A los pocos segundos escuché un ruido, como un chillido muy agudo. Me di la vuelta y allí estaba mi amiguita. Me observaba con sus diminutos y amenazantes ojos negros. Lo hacía desde lejos y oculta entre la briznas de hierba del jardín. Decidí ponerme a pintar como si ella no estuviera. A la media hora más o menos daba por finalizada la composición. Me gustaba el resultado. No necesitaba ni una sola pincelada más. Me giré de nuevo. Mi amiguita ya no estaba, se había largado. Pensé que quizás todo había sido un terrible sueño. Lo que realmente pasaba era que yo no podía terminar aquel cuadro. Necesitaba la pincelada maestra. Necesitaba el milagro que diera por finalizada una obra que ya empezaba a formar parte de mis pesadillas más abstractas.

martes, 12 de mayo de 2015

Después del sufrimiento viene la recompensa



No existen veranos tan cortos y a la vez tan largos como los de la infancia de uno. Sean buenos o malos, los veranos son especiales de algún modo. Yo solía pasarlos con mi familia en el pueblo de mi abuela. Recuerdo sobre todo las tardes. Aquellas largas jornadas me pertenecían y nadie podía arrebatármelas. Recuerdo que por lo menos un chapuzón diario en el río con mis amigos era obligatorio. Formaba parte de nuestra maravillosa rutina y hacerlo nos daba la vida. Para evitar un posible corte de digestión siempre quedábamos hacia las cuatro y media. Poco a poco nos íbamos juntando todos en la plaza, cerca de la fuente y desde allí nos dirigíamos a la presa del pueblo más cercano. Nos gustaba esa presa porque era mucho más grande que la de nuestro pueblo y le daba el sol toda la tarde. No nos importaba que estuviera a dos kilómetros de distancia.

Merecía la pena el derroche de energía. La recompensa era mucho mayor que el esfuerzo que suponía poder alcanzar nuestra codiciada meta.

Una vez que llegábamos a la presa de U. nos quedábamos allí toda la tarde. Nos lanzábamos desde las ramas de los árboles y buceábamos entre las piedras de las profundidades. A veces también discutíamos.

- ¿Por qué nunca te traes la toalla? ¡Estoy harto de dejártela!

- ¿A mí que me cuentas? Se me ha olvidado.

Se combinaban nuestras riñas fuera del agua con el azul del cielo. Se transformaban nuestros brazos en aletas y brillaban nuestros ojos de truchas. Lo pasábamos bien a pesar de todas las discusiones.

- ¡Solamente me quedan tres cigarros! A ver cuando te compras tabaco…

- El otro día me compré un paquete y me lo volasteis entre todos en media hora…

- ¡Siempre dices lo mismo! Pues ahora no te pienso dar…

Y nos tumbábamos en nuestras toallas para tomar el sol. Cuando ya estábamos totalmente secos nos zambullíamos de nuevo en el agua. Recuerdo que un día, justamente antes de irnos, les propuse un extraño plan. La idea era volver descalzos por la carretera hasta llegar a nuestro pueblo.

- Después del sufrimiento viene la recompensa… ¿lo entendéis? – Dije yo.

- A ver que me aclare bien – Respondió mi amigo. - ¿Estás diciendo que volvamos al pueblo descalzos? ¡La carretera está ardiendo!

- Claro, ahí está la gracia. Después del sufrimiento viene la…

- ¡Vale! ¡Eso ya lo has dicho! Pero… ¿Cuál es la recompensa?

- La recompensa está en la fuente. Cuando lleguemos con los pies ardiendo, los ponemos debajo del grifo y entonces sentiremos el placer correspondiente…

- ¡Estás loco! Yo no pienso hacerlo.

El caso es que lo hizo. Lo hicimos todos. Recuerdo que las pasamos canutas. Dos kilómetros andando por el asfalto e intentando no pisar ningún cristal. Recuerdo el calor excesivo y cómo éste poco a poco se iba acumulando y te quemaba las plantas de los pies. Recuerdo el placer que sentías cuando llegabas por fin a la fuente y ponías los pies a remojo debajo de aquel chorro de agua helada. Sentías y aprendías que tu esfuerzo en ocasiones tenía su recompensa y que por lo tanto a veces sufrir merecía la pena.