A mis
catorce años yo era un tipo gregario. No lo era como pueda serlo ahora mismo, era
de otra calaña. Mis amigos me ofrecían todo lo necesario para sobrevivir, si
alguno de ellos me fallaba, estaba perdido. Si transitaba entre tinieblas,
ellos eran los únicos que podían ayudarme a salir y ver algo de luz. Eran mi
vela y compañía en aquellos años de
incertidumbre. Nos unía una especie de destino y era éste el que decidía cuándo
y cómo las cosas nos iban a ir bien o mal. Y formaban unidas nuestras acciones
un elenco de aventura sin límites, sin reglas externas que determinaran una
manera de ser concreta.
Al
menos eso era lo que creía.
Entonces
nos llamaba mucho la atención la gente desconocida. No era corriente que
llegaran nuevos inquilinos al pueblo. Si aparecía alguno actuábamos como
gorriones rodeando su casa como si fuera una miga de pan. Si veíamos un coche
aparcado en la puerta esperábamos hasta que alguien salía y nos quedábamos
mirando embobados sus pintas. Resultó que de repente apareció en el pueblo una
cantante de ópera, una importante soprano de la capital que supusimos buscaba un
entorno paz y tranquilidad para sus ensayos. Solíamos permanecer sentados
durante horas comiendo pipas y fumando pitillos cerca de su propiedad.
Escuchábamos sus alaridos y nos entraba la risa imaginándonosla delante de una
partitura poniendo cara de loca. A veces nos levantábamos intentando buscar de
qué ventana salían aquellas escalas. Rodeábamos su casa hasta que por fin
veíamos asomar a través del marco de alguna ventana un retazo del cuerpo de la cantora.
-
¿Habéis visto que pintas?
Parece una gallina clueca.
-
Ya te digo. ¿Creéis que
nos habrá visto?
-
Lo dudo mucho. Parece muy
concentrada en lo suyo la tía.
Y
así nos pegábamos el día entero. El caso es que una mañana de otoño, vimos algo
en el patio trasero de aquella casa que llamó nuestra atención. Era una figura
blanca enorme con forma de vaca. Una especie de escultura gigante. No dábamos
crédito a lo que veían nuestros ojos. ¿Por qué tenía una vaca enorme en el
jardín? ¿Por qué no tenía plantados geranios como todo el mundo? ¿Y los árboles
frutales dónde diablos estaban? Nada tenía pies ni cabeza, nada excepto aquella
vaca con patas y cuernos de tamaño descomunal. Decidimos entrar a observarla de
más cerca. Primero nos aseguramos que no hubiera nadie en la casa. Resultaba
muy fácil averiguarlo. Si no había un coche en la entrada, eso significaba que
no había nadie en el interior. Era gente de capital que venía como mucho a
pasar el día y nunca se quedaban a dormir. Cuando comprobamos que la casa
estaba vacía, dos de nosotros escalamos la valla del jardín trasero y de un salto
penetramos sigilosos en la propiedad.
Lo
primero que hicimos fue correr hacia la vaca. De cerca era mucho más alucinante
que de lejos. Estaba hecha como de fibra de vidrio y cuando la empujamos para
comprobar su peso alucinamos con su inestabilidad. Era hueca y apenas pesaba
unos kilos. Entre los dos éramos capaces de levantar aquella mole y por lo
tanto llevarla de paseo. Nuestro modus
operandi fue un tanto aparatoso pero por fin conseguimos sacarla de allí.
-
¡Atentos todos! ¡Soy la
vaca Paquita y estoy muy enfadada!
¡Corred, corred u os aplastaré!
Muy
contentos corrimos todos hacia la libertad, la que se suponía que existía
solamente cuando estábamos haciendo lo que nos daba la gana, sin reparar en lo
que pensaran los demás. Era una sensación de libertad egoísta que disfrutábamos
muy a menudo. Luchábamos contra el aburrimiento y lo hacíamos muy bien, a
nuestra manera.
No
sabíamos hacerlo de otra forma. Éramos como una fuerza de la naturaleza
contenida en un cuerpo de catorce años.
Después de
haber jugado un rato con ella empezamos a dudar. ¿Y si algún vecino de la zona
nos había visto? De repente un miedo atroz se apoderó de nuestras acciones. Quedamos
como paralizados incapaces de dar un solo paso. Volver a dejarla era
descabellado, pero mucho más descabellado era seguir paseando la vaca por todo
el pueblo. Sin pensarlo demasiado nos dirigimos corriendo hacia un puente
cercano y lanzamos la vaca al río. Lo hicimos con fuerza y tuvimos la suerte de
que flotara y se la llevara la corriente. Nos quedamos mirándola hasta que por
fin la perdimos de vista.
Al
cabo de unos días nos enteramos que la
cantora había puesto una denuncia por el robo. Lo había hecho alegando que
la dichosa vaca era un regalo de valor incalculable, una especie de obra de
arte. Por lo visto debía costar una millonada. Era arte y por entonces yo y mis amigos desconocíamos el significado de
aquella palabra. Por suerte para nosotros la vaca sobrevivió. Perdió un cuerno
y tuvo que ser operada de urgencia por una herida en el costado, pero nada que
hiciera peligrar su vida de vaca de fibra de vidrio.
Nos
libramos de una buena por los pelos.
Tanto
la vaca como su dueña desaparecieron del pueblo. No les volvimos a ver ni
tampoco volvimos a escuchar los alaridos de nuestra querida soprano. Han pasado
muchos años desde que ocurrió todo aquello, sin embargo cuando paso cerca de su
casa me parece seguir escuchando su maravillosa voz. Parece como si de aquella
ventana siguieran saliendo despedidas deliciosas tonadas y siguieran todas y
cada una de ellas resonando caprichosas por los alrededores del valle.
Pero
lo más curioso de todo es que también parecen mezclarse intrusos, estrepitosos
y desesperados mugidos procedentes del jardín.
...