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martes, 27 de marzo de 2012

¡A ti tampoco te gusta el fútbol!



Cuando era pequeño lo hacía. Disfrutaba entonces de los campamentos de verano pero se suponía que ya se había hecho mayor. Si quería seguir disfrutando de aquellas interminables jornadas solo le quedaba la opción de ir como monitor. Pero eso no le seducía tanto. Empezaba a desvincularse cada vez más de su grupo de jóvenes cristianos. Empezaba a perder todo aquello el sentido para él. Sin embargo le seguían llamando insistentemente. Esta vez le invitaron a visitar el campamento por un solo día. Tuvo que aceptar por el hecho de que allí estaba su hermano pequeño. Acompañaría por una vez a sus monitores y entonces abandonaría el club. Ya no soportaba su solemnidad y la supuesta implicación exigida por ser adulto. Sus actividades se habían reducido a charlas y plegarias, meditación y aislamiento. No aceptaba ese tipo de vida concreta. Le quedaban muchas cosas por hacer como para decidir de golpe y porrazo su vocación. Sin embargo aquellos jóvenes sí que habían decidido recorrer ese camino.

Decidió acompañarles por última vez.

Quedaron muy temprano cerca del club. Se montaron en una furgoneta y salieron de la ciudad. El viaje lo pasaron en silencio y en ocasiones rezando. Los monitores le observaban como si ya no le conociesen. Sentían que ya no tenían nada que ver con él. Le aceptaban pero ya no contaban con su apoyo. Mientras ellos rezaban él no dejaba de pensar en su hermano pequeño. Llevaba cinco días fuera de casa y le quedaban diez más. Seguramente lo estaba pasando mal en ocasiones como lo había pasado él entonces. En realidad eran campamentos muy estrictos y deportivos. Estimulaban la competitividad entre los niños y solo premiaban la buena conducta y adaptación. Su hermano era delgado y disperso. No le gustaban los deportes de competición ni tampoco la disciplina. Sin embargo, igual que él, disfrutaba muchísimo de su soledad. Le gustaba rodearla de toda clase de juegos y proyectos de aventura. Se bastaba a sí mismo para trasladar su realidad cambiando de contexto las posibilidades.

No necesitaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Aportaba su misión en la tierra motivos suficientes para luchar contra la indiferencia.

La cual no tenía nada mejor que hacer que cortar sus alas de pájaro. De mariposa aleatoria que transportaba su peso veinticuatro horas. Alas de corcho con alambres en los extremos. Alas de quita y pon que se fundían bajo el sol. Alas de hielo en verano y en invierno. Enganchadas en su espalda y en sus orejas. Ojos con párpados y pestañas que aleteaban a su alrededor y que transportaban formas geométricas. Alfombras de hierba en un desierto y columnas de piedra en la carretera. Todo aquello era confiscado en aquellos campamentos. Era descabellado mostrar los poderes ocultos de cada uno. Lo mejor era no descubrir nada de aquellos poderes y sentir vergüenza de poseerlos. Aunque formaran parte de uno mismo lo mejor era dejarlos todos en casa. Los poderes sobrenaturales de la imaginación no eran esenciales para el trabajo en equipo. La competición requería de una total y absoluta destrucción de toda la magia.

Y por todo ello estaba seguro de que su hermano se frustraría y se aislaría como lo hizo él.

Por fin llegaron al valle de C. Desde la ventana observó a unos cuantos niños montando una tienda de campaña gigante. La montaban dirigidos por sus monitores que gritaban y organizaban su aburrido despliegue militar. Salió del coche y se acercó hasta uno de aquellos sargentos de hierro.

- ¿Sabes dónde puedo en encontrar a F.R?

- Sí, creo que forma parte del equipo rojo. Ahora están todos en el campo de fútbol jugando contra el equipo verde.

- Muy bien, gracias.


Y se marchó en busca de su hermano. La verdad es que no se imaginaba a su hermano jugando al fútbol. Se lo imaginaba más bien despistado y hablando con alguno de sus compañeros.

Se sentía muy extraño recorriendo aquellos parajes. Y una sensación de horrible nostalgia le impedía respirar con normalidad. Llegó por fin hasta el campo de fútbol y detuvo a unos chicos para interrogarlos.

- ¿Habéis visto a F? F.R.

- Hace poco que se ha marchado. No sabemos a dónde.

- Está bien. Gracias.

Y siguió su camino. Y de nuevo pensó que su hermano estaría soportando lo mismo que había soportado él hacía años. Una total y absoluta indiferencia. Pero sobre todo le preocupaba que ni siquiera sus amigos supieran donde estaba.

Se acercó esta vez hacia un grupo de niños rezando. Rodeaban todos a un cura joven y de pelo negro grasiento. Primero se disculpó por interrumpir. Luego preguntó si sabían dónde podía encontrar a su hermano. Tampoco éstos lo sabían. ¿Cómo era posible que nadie conociera su paradero? ¿Tan difícil era que alguien se hiciese cargo de su hermano?

Empezaba a moverse viento en la llanura. Se colaban nubes blancas y grises entre las montañas a toda velocidad. De repente, a lo lejos reconoció un puntito. Reconocía su forma y color. Era su hermano que se entretenía solo y alejado de todos sus compañeros. Se alejaba de sus ganas de competir. Y se alejaba mucho más de lo que lo había hecho él entonces. Estaba mucho más al margen de lo que lo había estado él cuando era un niño.

Se acercó andando hacia el puntito sin perderlo de vista. Cruzó un riachuelo que reflejaba rayos de sol. Su hermano seguía siendo un puntito pero cada vez más definido. El terreno llano empezaba a inclinarse y le costaba mucho esfuerzo avanzar. El viento azotaba su peluca y agitaba las ramas de los árboles. Aislados aquellos árboles indicaban con líneas invisibles un espacio privilegiado. Un terreno en forma de triángulo mágico. Y su hermano estaba en el medio. Jugaba sentado en el suelo y manipulaba el barro mojado con un palo. Estaba concentrado y no levantaba la vista para nada. Cuando ya estaba a unos pocos metros gritó su nombre.

- ¡F.!

Se iluminaron de repente los ojos de su hermano pequeño. No era un espejismo. Su hermano mayor estaba allí por alguna extraña razón. Y su gesto reflejaba una especie de alegría contenida. Comprobarlo era maravilloso porque entendía perfectamente su reacción. Él también había echado de menos a sus hermanos y amigos cuando estuvo allí. Siempre rodeado de monitores con cara de nuca. Instructores y guías espirituales obcecados que nada tenían que ver con él.

Era entonces cuando lo echaba todo de menos. Y sabía que a F. también le faltaban su familia y sus amigos en aquel campamento.

Hablaron un rato largo, se levantaron y se largaron de allí. Le preguntó de repente por qué no jugaba al fútbol con sus compañeros. Su hermano pequeño le miró a los ojos y le dijo enfadado.

- ¡A ti tampoco te gusta el fútbol!


lunes, 12 de marzo de 2012

Con las manos en los bolsillos



A la cinco y treinta de la tarde salió de su casa con lo puesto. Un chándal azul claro y zapatillas de deporte blancas. Había quedado con sus compañeros y monitores para entrenar. Se suponía que formaba parte de un equipo de futbito. Lo que pasaba es que nadie le consideraba dentro por el hecho de que nunca iba a los entrenamientos. Y tenía sus razones. No soportaba que le pasaran el balón y fallar. Era mucho mejor espectador y animador. Todos sus amigos jugaban y formaban parte importante del equipo. Su habilidad no tenía límites y sus ganas de competir superaban con creces las suyas. Se sorprendieron todos cuando le vieron entrar por la puerta del patio del colegio. Se rieron unos pocos y uno de sus mejores amigos le dio la mano.

- ¿Qué tal estás? ¿Vienes a entrenar? – dijo.

- Supongo que sí. – contestó él.


Los demás le miraban con recelo. Incluso los entrenadores le miraban con recelo y cuchicheaban entre ellos. De repente sonó un estrepitoso silbato. Acto seguido todos se pusieron a dar vueltas al campo. Lo hacían sin parar y casi no hablaban. Rodeaban a sus entrenadores que observaban desde el centro de la pista. Sus compañeros más atléticos le adelantaban sin remedio. No sabía entonces si acelerar o dejar todo aquello y largarse a su casa. Pensó que lo más prudente sería seguir a su ritmo sin parar de correr.

Sonó de nuevo el silbato.

Esta vez se colocaron en grupos de dos personas. Para cuando quiso darse cuenta ya se había quedado solo.

- Vale, estamos impares. ¡J, colócate junto a T.!

- ¿Por qué yo? Siempre haces conmigo lo que te da la gana. T. acaba de llegar y no sabe lo que tiene que hacer

- ¡Silencio! ¡Ni una palabra más! ¡Haz lo que te he dicho y cierra la boca!


No sabía cuáles eran las razones de su conducta. El caso es que los entrenadores chillaban y trataban muy mal a sus jugadores. Sonó de nuevo el horrible silbato y empezaron todos a correr con el balón pegado a los pies. Su compañero le miraba e indicaba lo que tenía que hacer. Se acercaba rodando el balón y empezaba a perder el control de sí mismo. Lo retuvo entonces y chutó hacia su compañero. Se suponía que el balón tenía que salir disparado y dirigido hacia los pies de éste. Sin embargo la trayectoria no pudo ser más desviada. El balón salió disparado fuera del campo. Se alejó rodando a lo lejos como si quisiera escapar. Su amigo le miraba con rabia mientras se alejaba en busca de la pelota.

- ¿Qué tal lo llevas? – Le preguntó su entrenador.

- Bien, lo que pasa es que ahora me he acordado que había quedado con mi madre. Creo que me tengo que marchar.

- No pasa nada. Recuerda que mañana tenemos partido contra el Club A.

- Claro, mañana nos vemos.


Y se largó con las manos en los bolsillos. Se alejó lo suficiente como para que se olvidaran todos de él. Antes de salir del patio se dio la vuelta y se puso a observar cómo se movían todos sus compañeros y entrenadores. Lo hacían sin descanso y parecía como si su vida dependiera de ello. Agitaban sus pelucas y se deslizaban de un lado a otro del campo. A pesar del frío del invierno todo lo hacían con pantalón corto y camiseta de manga corta. Poseían la fuerza y energía necesarias para aguantar una hora más por lo menos.

Y temblaba su esmirriado cuerpo dentro de su chándal. Un chándal azul claro recién estrenado.

Le gustaba mucho su chándal nuevo y sus zapatillas de marca relucientes.





Al día siguiente se levantó temprano para desayunar. Su madre le había preparado perfectamente doblada la ropa encima de la silla. Desayunaron todos y se marchó el chico con su padre. Le llevaba en coche hasta el colegio donde se disputaba el campeonato. Cuando por fin llegaron salió el chico del coche mareado. Entraron en un polideportivo y allí estaban todos. Estaban sus amigos en el banquillo y un montón de gente en las gradas. Cuando se acercó el chico todos empezaron a reír y a cuchichear. Se acercó de nuevo su amigo.

- ¡Hombre T.!¡Al final has venido! ¡No lo esperaba! Siéntate aquí.

Le miraba su amigo mientras le indicaba un estrecho hueco en el banquillo. De repente se acercó su entrenador con la cara muy seria y le dijo.

- T. por ahora no vas a salir. Cuando seas necesario te aviso.

- Muy bien. – Contestó el chico también muy serio.

Para cuando quiso darse cuenta ya estaban todos sus compañeros en la pista. Estiraban las piernas y los brazos. Giraban el cuello de forma extraña y observaban a sus contrincantes. Sonó de repente un silbato. Sus amigos empezaron a correr chutando el balón. Se acercaban a la portería contraria y regateaban con soltura. Era una lucha constante con idas y venidas y ni por asomo pensaba en participar de aquel circo. No porque lo considerara ridículo sino porque simplemente le daba miedo. Solo pensar en tener que lidiar con alguna de aquellas moles por un insignificante balón le aterraba. Sin embargo, disfrutaba observando a sus compañeros jugando de maravilla. Pasaron los minutos y llegaron al final de la primera parte con el marcador uno a uno. La segunda parte estuvo llena de empujones y de insultos. A pesar de ello su equipo tenía la situación controlada. Marcaron dos goles más. Uno seguido del otro. Cuando quedaban cinco minutos para el final del partido su entrenador se acercó hacia él.

- T. en un minuto sales. ¡Prepárate!

No se lo podía creer. En tan solo un minuto le tocaría estar allí, rodeado de gente extraña y dando patadas al balón. Se acercó a su entrenador e intento disuadirle de alguna forma.

Sin embargo ya estaba decidido. No había nada que hacer.

- ¡Sal ahora!

Y le empujó su entrenador al campo. En su lugar se marchaba su amigo e intercesor que le miraba con los ojos muy abiertos y con el flequillo empapado de sudor.

- ¡Ánimo T.!¡Lo vas a hacer muy bien! – le dijo.

Y allí estaba. En medio de un polideportivo que jamás había pisado antes. Le miraban todos. Sus compañeros, sus rivales y el público en general. Escuchaba el murmullo de todos como un zumbido y empezaba a sentir nauseas. Su entrenador le gritaba desde la grada.

- ¡Sácate las manos de los bolsillos!

No sabía hacia donde correr ni tampoco hacia dónde mirar. De repente a su derecha pudo observar a uno de sus compañeros gritando. Le miraba con ojos de loco y avanzaba con el balón. Chutó magistralmente la pelota y fue a parar directamente a sus pies. Ahora sí que le observaban todos. Una especie de gigante con calzones rojos se dirigía a zancadas hacia él. Antes de que le alcanzara chutó con todas sus fuerzas el balón. Éste se desvío fuera del campo hasta la grada. Acto seguido sonaron tres pitidos.

- ¡Piii, piii, piii!

Por fin todo había terminado. Sus compañeros celebraban su victoria con los entrenadores. Los gigantes del otro equipo se marchaban a los vestuarios con la cabeza baja. El público gritaba consignas. De repente se acercaron todos hacia él. Le levantaron sus compañeros y entrenadores. Elevaban a su peor jugador y mascota. Coreaban su nombre y reían. Estaban contentos y era normal. Habían ganado y por su forma de proceder parecía que hubiese sido gracias a él. Sabía que no era así. Sin embargo disfrutaba de su momento de gloria. Se sentía un triunfador de la noche a la mañana. Le brillaban los ojos y le dolían los músculos de la cara de tanto sonreír.

Todo el estadio vibraba y vitoreaba.


- ¡T! ¡T! ¡T! ¡T! ¡T! ¡T!



lunes, 5 de marzo de 2012

Tinieblas balá



No le gustaba la comida recalentada. Entonces lo que hacía era hincharse de pan. Se llenaba la bandeja de rodajas perfectamente cortadas. Estaba un poco seco pero no le importaba demasiado. Se imaginaba en la corteza dorada de aquellos trozos deliciosas obleas. Cuando hubo llenado su estómago lo suficiente salió del comedor en busca de su amigo y compañero de clase. Seguramente lo encontraría en el fondo del campo de beisbol donde normalmente pasaban muchas horas jugando con arena. Lejos de sus compañeros y profesores. Era su entorno particular y forma de salir de aquella cárcel. Allí podían dar rienda suelta a su imaginación sin que nadie les molestara.

Y en efecto, allí estaba su amigo haciendo montoncitos en el suelo. Lo adivinaba desde lejos. Reconocía sus movimientos y silueta en medio de la nada.

- Qué pasa B. ¿Sabes que no encuentro mi bolso? Creo que lo he perdido.

- Es la tercera vez que lo pierdes. Tu madre te va a castigar.

- Creo que me lo he dejado en el aula de informática. ¿Me acompañas luego a buscarlo?

- Claro.

Mientras hablaban, su amigo se entretenía dibujando líneas en el suelo con un palo. Él hacía lo mismo. Dibujaba círculos perfectos a su alrededor. Montañas y castillos de arena. Cinco minutos después se levantaron los dos y se colocaron justo en frente de la valla que separaba el campo de beisbol del exterior. Rodeaban su colegio un enorme campo de cereal y al fondo muchos edificios y fábricas. Entonces se acordaban ambos del verano. Miraban el campo y echaban de menos su pueblo. Recordaban las tardes de agosto cuando los días eran mucho más largos y divertidos. Cuando simplemente salían de casa y vivían toda clase de aventuras. Sin embargo, allí estaban. Encerrados en el colegio que sus padres habían decidido para ellos. Intentaban escapar por lo menos con su mente de aquella trampa.

Mientras, el viento soplaba muy suave creando suaves hondas sobre el campo de trigo verde. Los pájaros sobrevolaban la tierra que pisaban ellos sin remedio.

Se pusieron a dar saltos sobre la arena. El suelo temblaba bajos sus pies. La superficie estaba seca pero acumulaba en su interior litros de agua sucia. Saltaban y aparecía de pronto la lluvia. Se formaban charcos cristalinos y temblaba la tierra. Consiguieron cambiar la estructura molecular del suelo. Era extraño pero vibraba en ondas todo lo que pisaban. Descubrían alfombras de una masa viscosa. Transformaban los minerales en plastilina. Cambiaban de orden los elementos y estallaba una tormenta bajo sus pies. El mundo se había girado a base de golpes secos. La imaginación de ambos desbordaba y no paraban de saltar.

De repente se formó la niebla.

Una densa niebla que se pegaba en la suela de sus zapatos llenos de barro. Se colaba a través del suelo y no despegaba. No llegaba ni siquiera hasta sus rodillas. Se quedaba pegada en el suelo. Su cuerpo se impregnaba de magia y ya casi ni sentían su propio peso. Bautizaron aquel extraño fenómeno como tinieblas balá. No sabían ni siquiera de donde procedía el significado de aquellas dos palabras. Lo único que sabían era que formaban parte de una realidad mucho mejor y más divertida. Cada vez los saltos eran más fuertes y seguidos. La tierra empezaba a moverse de izquierda a derecha. Seguramente debajo les esperaba un mundo lleno de lava y plagado de seres y de rocas extrañas.

De repente todo despareció. Se esfumaron las tinieblas y las texturas. Desaparecieron los charcos de agua cristalina. Empezaron a sentirse de nuevo enfermos y pesados. La sirena sonaba con estrépito y desafinada. Anunciaba la llegada de los exámenes, de los test de inteligencia y de los deportes de competición. De las aburridas clases de flauta y de plástica. Donde solo se valoraban los modelos de conducta y adaptación. Donde solo hablaba el profesor y dictaba cuales eran las pautas de comportamiento general. La imaginación y la creatividad estaban prohibidas.

Y se apiñaban todos en la puerta de su colegio como rebaños de ovejas entrando al redil.

El sol se colaba a través de las ventanas y dibujaba en los pasillos de baldosa formas geométricas de luz amarilla. Cargaban todos con sus mochilas llenas de libros y de cuadernos.

Una realidad insoportable se respiraba en un ambiente cargado de nostalgia. Ajenos y unidos todos en el aula escuchaban con abnegado silencio la lección de sus maestros.

Y echaban de menos él y su amigo las tinieblas.

No se podían concentrar encerrados y sentados en sus pupitres. Solamente pensaban en derrotar a sus enemigos para lograr escapar de aquella mazmorra cuanto antes.