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jueves, 25 de febrero de 2010

Un momento tierno






Con las manos hundidas en los bolsillos y la mirada perdida andaba por un metro delante de ella. Estaba enfadado y era lógico, no, no era lógico porque en éstos casos la lógica no tiene nada que ver, pero el caso es que estaba triste y enfadado. Tenía ganas de correr y alejarse de ella para después volver a casa y tumbarse en la cama. Ya no necesitaba su compañía, podría arreglárselas sin nadie, de todas formas estaba mucho mejor sólo. Aceleró el paso a zancadas muy largas y cuando se giró y la vio a lo lejos, estaba quieta en medio de la acera, mirando hacia el suelo y con los brazos como muertos sobre sus caderas. Sin abandonar esa postura, la chica se dio la vuelta y se alejó corriendo. Lo primero que pensó fue que ojalá despareciera para siempre, no quería volver a verla. Sin embargo la siguió, primero con pasos cortos y luego a grandes zancadas. No le resultó difícil alcanzarla ya que sus piernas eran mucho más largas, apoyó la mano en su hombro y entonces ella se detuvo. Estaba enfadada y sus ojos expresaban una profunda tristeza. Sus facciones, ahora terribles, le hicieron sentirse fatal y sin decir nada la abrazó.

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- Me gustaría saber que haces tanto rato con el ordenador, ¿por que no salimos ya?

- ¿A donde vamos?

- No lo sé, podemos caminar por el río hasta llegar al puente y luego volver por la carretera.

- Vale, pero luego nos vamos directos a mi casa, debería poner una lavadora y hacer la maleta.

- No te preocupes, estaremos en casa antes de las diez.

Después de comprar algo de comida y una botella de agua se dirigieron hacia el río. Caminaban como si huyeran de alguien. Él se quejaba y ella no decía nada, actuaba como si no le importase seguir andando hasta la noche y luego toda la noche y así hasta el amanecer. Sin hablarse siquiera, atravesaron aquel horrible campo y se toparon con un camino que llevaba hasta un enorme puente de cemento blanco. Aquel punto era el límite, a partir de ahí no quedaba otra alternativa que volverse por la carretera o darse la vuelta. Por encima, los coches cruzaban a toda velocidad y cada vez que lo hacían, parecía que aquella sólida estructura fuera a derrumbarse. Antes de cruzar, se detuvieron y miraron hacia el río. De repente escucharon unos gritos y vieron a dos chavales jugando con sus perros debajo del puente. Los chuchos ladraban agitados y los dueños se reían a carcajadas. Entonces la chica cogió un palo y dijo:

- larguémonos de aquí, me dan mucho miedo los perros.

Rápidamente se dieron la vuelta y perdieron de vista el puente. El mismo paisaje que antes les parecía agotador, había cambiado. Ahora se podía ver cómo el sol iluminaba la tierra con unos rayos violetas muy tenues. La luz, se reflejaba en las ramas que por allí crecían y su color morado entonaba con el violeta de las nubes y el polvo. Soplaba un viento muy suave y tibio cerca de la orilla y su temperatura era muy agradable. Enfrascados en la conversación y felices, llegaron de nuevo hasta la calle. Las farolas estaban iluminadas y un montón de gente joven caminaba por las aceras, algunos comiendo helados y otros en grupos de más de seis alborotando y pavoneándose. Ella estaba radiante y conservaba aún su palo. Se adelantó y con la mirada muy seria lo arrojó a un montón de escombros mientras entonaba una canción extraña, una canción que sólo ella conocía. Flexionaba las piernas y levantaba los brazos al mismo ritmo que movía su trasero de un lado a otro. La gente la miraba como si estuviese loca, pero sin embargo él sabía que no lo estaba. Sólo estaba contenta. Sin pensarlo siquiera, el chico la rodeo con sus brazos y la besó. En ese momento estaba irresistible.

No se si nunca fuimos conscientes de aquellos instantes, de esos momentos tiernos, seguramente sí. ¡Es que realmente fueron tan cortos e importantes que casi no nos dimos cuenta!

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jueves, 18 de febrero de 2010

La rueda del contador no gira




Cuando llegué a casa, mi madre teñía el pelo de negro a mi tía mientras la otra regaba las flores del patio con una enorme manguera. Atravesé rápidamente la cocina y el salón y subí las escaleras hasta el primer piso. Me cambié de ropa y sustituí mis viejas sandalias de hule por unas zapatillas de deporte grises y rojas. La luz que entraba por las rendijas de la persiana de mi cuarto era del color de la tarde, de esas tardes de verano, largas y cálidas. Bajé corriendo, recogí mi bocadillo y justamente cuando cerraba la puerta de la calle, la voz de mi madre articuló algo imperceptible dentro de la cocina. Su tono era de reproche, seguramente porque llevaba todo el día fuera de casa y eso era algo que no le gustaba demasiado.

A unos pocos metros de mi portal, un amigo me esperaba sentado, apoyada su espalda en la pared de una casa y con los pies dentro de la cuneta. Me senté a su lado a comerme plácidamente mi bocadillo mientras esperábamos a que llegara mi hermana. La cuneta estaba muy limpia y a pesar de estar a la sombra, conservaba en su cemento el calor del sol de mediodía. Allí sentados contemplábamos los coches cuando de repente se acercó un perro.

Dale un trozo de chocolate -dijo mi amigo.

Lancé un trozo de pan que el perro olisqueó y abandonó. Después de mirarnos fijamente a los ojos, el chucho siguió su camino por la carretera y decidimos seguirlo. Lo adelantamos corriendo y él nos siguió meneando el rabo de un lado a otro.
Giramos a la izquierda por el camino de río y nos detuvimos al principio, cerca de la carretera. A sus lados, el camino estaba lleno de ortigas que esquivábamos y de piedras con las cuáles, siempre encontrábamos algo que hacer. Las piedras planas nos servían de pizarra y un pequeño trozo de teja como utensilio para dibujar flechas en las piedras, indicando caminos imposibles hacia todas direcciones. Sentados en el suelo, pudimos ver como nuestro amigo canino se largaba sólo hacia el río, alejándose cada vez más de nosotros. De repente, vimos salir a mi hermana de la casa de la maestra con un bocadillo en la mano. La maestra vivía con sus dos hermanas y entre ellas cuidaban de mi hermana pequeña.

- ¿Que hacéis? -nos preguntó.

Se acercó hasta nosotros y nos enseñó un tarro de cristal lleno de pétalos de flores. Nos propuso recoger más y entramos a su casa. Dentro del portal, en medio de la oscuridad, una de las hermanas más anciana estaba sentada en un estrecho banco de madera con la mirada perdida. Cuando nos vio cruzar a toda prisa, levantó un brazo y dijo algo ininteligible, con una voz ronca muy suave. Cuando me detuve y de nuevo la observé, ya había recuperado su mirada perdida.
Cruzando dos puertas, detrás de la casa, estaba el patio, todo entero de piedra y con un enorme campo al fondo. Mi hermana se sentó en el suelo y se puso a machacar hierbas y pétalos, mientras mi amigo hacía montones de piedras. Yo subí unas pequeñas escaleras y me coloqué a mayor altura. El patio elevado formaba una ce cuadrada de cemento y su base lindaba con una valla que rodeaba todo el campo. Los extremos acababan en callejas estrechas que se formaban por la separación entre la casa de la maestra y las casas vecinas. Entre la mala hierba y las piedras que cubrían toda la estructura, se podían encontrar piezas de plástico de colores, fragmentos de pistolas de agua, trozos de plástico ovalado duro, palos de cohetes, bolitas de colores y pequeñas muestras de gallardetes podridos.
Después de examinar todos aquellos fragmentos, levanté la mirada y me introduje en una de aquellas angostas callejas de piedra. Dentro había muchos más fragmentos de plástico y hundidos en el barro del suelo, cartones de colores sucios. Al fondo, en la pared de piedra, estaba el contador de la luz. Todas las casas del pueblo tenían el suyo propio. Aislada dentro de una caja transparente se encontraba otra caja y dentro de ella, el contador.

Salí corriendo de la calleja para buscar a mis amigos. Me acompañaron hasta la maquina y observándola detenidamente les dije:

La rueda del contador no gira, o gira tan lenta que su movimiento es casi imperceptible. En casa de la maestra no se gasta electricidad en comparación con las demás casas del pueblo.

Parece ser que mi reflexión no les produjo ni el más mínimo interés, cuando, acto seguido y sin decir nada, se agacharon y descubrieron un nuevo mundo de fragmentos de plástico de colores.

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jueves, 11 de febrero de 2010

Desayuno con vidrieras




El sonido de un mensaje en el teléfono móvil le despertó de un sueño pesado pero reparador. Se levantó y se aplicó en una de esas duchas matutinas que, a fuerza de ser una de las acciones más cotidianas de nuestras vidas, pasa desapercibida por su carácter funcional. Bajó a la calle y esperó durante diez minutos observando a la gente. No podía considerarse a sí mismo un fisonomista, sin embargo, creía reconocer en aquellos rostros toda su lucidez y transparencia. Cuando por fin apareció ella, la observó y pudo comprobar por sus gestos y movimientos una gran inquietud.
Entraron en su cafetería preferida, uno de esos lugares en los cuales una pareja puede sentirse en compañía exclusiva de sí misma y donde cada cual, se permite ocupar su propio espacio rodeado de gente desconocida. Cuando el desayuno ya estaba sobre la mesa, ella empleaba su tiempo en transmitir todas las sensaciones que le había producido el sueño. Éste escuchaba con atención e intentaba descubrir los motivos por los cuales aquellas imágenes se le presentaban tan vivamente. A cada sorbo de café la conversación tomaba mayor fluidez y las palabras se formaban en la cabeza de ambos de una manera sorprendente.

Parece ser que debamos analizar una determinada época y por lo tanto un determinado pensamiento -dijo él.

Si, lo que pasa es que las cosas no son tan sencillas cuando creemos dirigirnos en una determinada dirección y nuestra experiencia nos dice que no es la correcta. -respondió ella.

Tienes razón. -repuso él -sin embargo no podemos echarle la culpa a nuestra educación ni tampoco a nuestras experiencias más cercanas. Se puede considerar algo mucho más sencillo justo en el momento que uno consigue asimilarlo, pero por supuesto, no es tarea fácil.

Tenemos la capacidad de perdonar, tanto al resto de la gente, como a nosotros mismos, sin embargo a veces el orgullo no nos lo permite. ¿crees que pueda existir un modelo de bondad y perdón? -preguntó ella.

La cuestión no es si creo que exista o no, lo importante es que el ser humano tome como ejemplo éste modelo. Todas nuestras convicciones se han formado debido a la falta de una base sólida y de nuestra propia implacabilidad a la hora de perdonar. No podemos dar por supuesta una vida exenta de espiritualidad y por lo tanto, de sentido. La amistad, el amor, el respeto, tienen sus propios ejemplos, pero no debemos olvidar que son conceptos abstractos en los que uno debería creer.

Si, toda nuestra deriva, -dijo ella -Todo nuestro transcurso puede resultar mucho más beneficioso y puede ser un buen ejemplo en el caso de que tomáramos esa dirección, exenta de orgullo y prejuicios. Podemos equivocarnos, pero sin embargo, merecemos tanto recibir como ofrecer otra oportunidad.

De repente, se miraron en silencio y se rieron. Un exceso de cafeína les había hecho relacionar unos hechos aislados con otros más abstractos de una manera precipitada. Todo formaba parte de una moral etérea producida por el lenguaje y su sentido expresaba una realidad insondable. Lo que realmente importaba era su presente y la compañía que ambos se ofrecían. Pagaron y se fueron de allí. Mientras andaban por la calle él iba pensando en lo mucho que quería a esa persona y en la incomprensión que sufriría a lo largo de su vida. No era sólo ella, también era él mismo el que debía hacer lo posible por comprender su propia realidad y poder soportar el sinsentido que a veces pretende acabar con todo.


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Txus y Frida

primer collage de la serie de grupos