...

...

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Fernandito P.M.



Algunos rituales cargan de sentido la presencia de los seres humanos sobre la tierra. Su significado y necesidad han impulsado que hasta el presente se sigan celebrando fiestas por todo el mundo. La posibilidad de otorgar un sentido a la existencia ha sido ineludible y por lo tanto el ser humano siempre ha reservado una región de su tiempo para ello.



El día de todos los santos y difuntos era un día especial. En L. algunos lo celebraban de una manera muy peculiar y a la vez muy solemne. Por la mañana se celebraba una misa en la iglesia. Justamente después de que el cura pronunciase su esperado podéis ir en paz, los niños se lanzaban corriendo a la calle ondeando sus enormes bolsas de plástico. Cuando por fin llegaban a la primera casa del pueblo agitaban de nuevo sus bolsas y gritaban:

- ¡Arrebuche, arrebuche!

La cosa consistía en recoger todos los caramelos, frutos secos y monedas posibles que cada vecino lanzaba con fuerza desde su balcón. Los niños conocían bien cada casa y lo que podían esperar de cada una de ellas. La mayoría de las casas lanzaban caramelos, pero algunas lanzaban incluso monedas. Otras, como la casa de M., eran famosas porque en alguna ocasión habían lanzado manzanas podridas en vez de caramelos.

Cuando los niños llegaban hasta el final del pueblo, sus bolsas de plástico rebosaban caramelos y frutos secos que durante el día devoraban hasta la enfermedad.

Todos los años, un grupo de niños visitaba el cementerio del pueblo. Habían oído a los mayores decir que era posible hablar con los muertos. La idea les fascinaba y nunca olvidaban su visita. Ésta consistía en colocar unos pocos caramelos cerca de en una pequeña cruz de madera.

Aquella cruz era algo especial para ellos. El niño que estaba enterrado allí había muerto sin llegar a cumplir un año.

Se llamaba Fernandito P.M.

En una chapa metálica blanca bastante oxidada estaba escrito su epitafio y debajo había impresa una pequeña ilustración del rostro de un querubín. Ninguno de ellos se olvidaba de colocar su caramelito cerca de la cruz e incluso alguno reservaba el mejor caramelo para la ocasión, enterrándolo cuidadosamente entre la hierba.

Siempre que llegaban lo primero que comprobaban era si aún seguían allí los caramelos del año anterior. Al encontrar los envoltorios vacíos se imaginaban que aquel niño se los habría comido. Esto les hacía sentirse especiales e imprescindibles para él.




Le gustaba entretenerse y asustar a sus sobrinos con historias de terror. Algunas eran ciertas y otras se las inventaba. Consideraba un importante ejercicio para la imaginación de sus sobrinos el que conocieran aquellas historias. Mientras paseaban escuchaban fascinados con la sensibilidad a flor de piel y exigían a su tío nuevos e increíbles relatos. Después de que él les contara la historia de aquel niño decidieron ir a visitar su tumba. Hacía años que no había vuelto por allí y consideraba necesario demostrar a sus sobrinos que hablaba en serio.

Cuando llegaron al cementerio el viento ondeaba muy suavemente la hierba amarilla que inundaba el suelo. El silencio era tan intenso y terrorífico que decidió romperlo para tranquilizar a sus sobrinos.

- ¿a qué mola este lugar?

- ¡Siiiii!, - contestaron a coro sus dos sobrinos.


La hierba cubría las tumbas y apenas se podía distinguir una de otra. El chico buscó el lugar donde hacía años se encontraba la cruz del niño pero en su lugar no había nada. No podía creer que alguien la hubiese robado. Aturdido miró a sus sobrinos y les dijo:

- Os juro que estaba allí, alguien se la ha debido llevar.
- ¿Dónde? – Preguntaron ellos.

Acto seguido se agachó y señaló el lugar donde recordaba clavada la pequeña cruz de madera. Sin poder aceptar que la cruz había desaparecido excavó un poco entre la mala hierba y entre la humedad y descubrió en el fondo un listón de madera roída. Allí estaba la cruz. Sus sobrinos no daban crédito a lo que estaban viendo. Uno de ellos, con los ojos muy abiertos se alegraba mucho de haberla encontrado. Ello significaba que era verdad lo que contaba su tío. Hacía tan sólo una hora les había contado aquella increíble historia y ahora comprobaban asombrados que era cierta.

Todo se rodeaba de una magia indescriptible que él y sus sobrinos degustaban hasta el mínimo detalle.

Con mucho cuidado clavaron de nuevo la cruz y se sentaron a su lado. Cerca del suelo se podían respirar fragancias de hierba y tierra. El sol se ocultaba entre las montañas mientras de fondo se escuchaba el sonido de los coches. No quedaba tiempo para más historias. Se levantaron y observaron por última vez a su alrededor. Todo empezaba por adquirir un efecto nocturno que asustaba. En el interior, la tierra de sus antepasados cobraba vida. El sol totalmente oculto anunciaba la llegada de una especie de fúnebre evento privado. La pequeña cruz de madera se elevaba de nuevo majestuosa en el centro del cementerio.


A lo lejos un diminuto aguilucho cruzaba el cielo impasible y ajeno a todas estas historias.


No hay comentarios:

Publicar un comentario