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martes, 16 de marzo de 2010

Ya puedes retirar los postres






Un poco mareado y sentado en el metro, aquel chico miraba a su alrededor. No podía evitarlo, en la ciudad de las palmeras todo le parecía curiosamente detestable. Los vagones estaban llenos de gente anónima a excepción de dos chicos extranjeros que se hablaban a voces y en inglés. Estaba pálido. Desde niño se mareaba y entonces su estomago se reducía al máximo y sentía nauseas.

Se levantó de su asiento y salió del metro. Fuera, soplaba un viento horrible que le hizo temblar de los pies a la cabeza. Se abrochó su chaqueta beige y se encendió un pitillo mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Al otro lado de la carretera, una mujer sentada en un banco de madera, sujetaba con la mano derecha una revista y con la otra una pequeña bolsa de plástico blanca. Más adelante, sobre una gran explanada, se había instalado un circo, un enorme toldo de colores sucios. A su lado crecía un enorme chopo pero nada más. El lugar estaba prácticamente abandonado. Se detuvo y observó con más detalle. Detrás de la carpa había un contenedor de hierro pintado de azul y de sus bordes sobresalían un montón de tablas y de tubos. Pensó en ir a investigar pero llegaba tarde a trabajar, así que siguió su camino.

Aquel complejo lleno de tiendas, restaurantes y discotecas le retorcía el estómago. Una vez más notaba como su cabeza daba vueltas y comenzaban de nuevo las nauseas. Subió las escaleras mecánicas y atravesó un pasillo lleno de gente. Unos niños jugaban con espadas de plástico y comían golosinas alrededor de la puerta de entrada. Sin importarle lo más mínimo aquella escena, se precipitó de golpe en el interior del restaurante. Dentro, sólo había un cliente, un hombre obeso sorbiendo café con leche apoyado en medio de la barra. Alternaba los sorbos con pequeños jadeos y mientras lo hacía, masticaba un croissant y daba una calada a su purito.

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La muerte era algo muy presente en aquel restaurante. Allí todo el mundo parecía esperar aburrido a que llegara el gran día. La televisión estaba encendida y todos la miraban embobados. De repente entró por la puerta una mujer con el pelo rubio muy corto y dientes postizos. Llevaba un abrigo negro muy gastado y temblaba de frío.

Ponme un cafecito con leche muy caliente majo.

Los camareros miraban hacia el frente, con las manos en la espalda esperando a que pasara algo, sin embargo, no pasaba nada. Ancianos y adolescentes paseaban encogidos, miraban al interior, pero no entraban. El chico, igual que todos, pasaba el tiempo embobado mirando hacia la calle y esperando la muerte. Su rostro se consumía en aquel lugar. Sentía apatía por todo y por todos. Cuando los jefes y sus compañeros le observaban, con su mirada parecían echarle en cara su parsimonia, su contemplación. Mientras, el chico conspiraba por aburrimiento, eso era todo, aburrimiento.

Ya puedes retirar los postres. - dijo la jefa.

Acto seguido el chico se afanó en su tarea concentrado, tratándola de hacer lo mejor posible. Cuando ya hubo terminado, volvió a colocar sus manos en la espalda y dirigió su mirada a la televisión. En la pantalla, una chica cruzaba un puente de madera en bicicleta. Bajó la vista y se puso a ordenar los periódicos de la barra. Dentro de uno de ellos, asomaba una octavilla de propaganda con una fotografía que llamó su atención. En la foto aparecía un deportivo gris metalizado, con tres puertas levadizas y asientos de cuero. El coche parecía una batidora gigante con ruedas. De repente entró un hombre enano con la cara picada y pidió un cortado.

Con la leche natural por favor.

Mientras preparaba maquinalmente el cortado, aquel chico no pensaba en nada. Su vida hasta ahora se había compuesto de experiencias a las que era incapaz de otorgarles un sentido general. Había decidido transformar sus acciones en un amor abstracto hacia sí mismo. La ciudad de las palmeras no era el mejor lugar para vivir, pero eso ahora no importaba. No podía tolerar que miserablemente los hombres no toleraran la miseria de los demás hombres. Ésto le impulsaba a ser crítico consigo mismo y con sus ideas, que en ocasiones, le hacían sentirse más desgraciado. Pudiera ser que la felicidad consistiera sólo en eso, que la miseria lo destruyera todo, incluso la posibilidad de sentirse desgraciado.

En todo esto pensaba de camino de vuelta a casa cuando observó de nuevo la carpa del circo. Alrededor estaba oscuro pero dentro había luz, una luz compuesta de vida. El viento agitaba su estructura de una manera violenta y un montón de papeles volaban a su alrededor. A su lado, el alargado chopo doblado, en medio del silencio, emitía un frondoso y relajante gemido producido por una fuerte ráfaga de aire. De repente una gota enorme le golpeó la nariz y una segunda la mejilla. En unos pocos segundos se puso a llover sin parar y el chico empezó a correr. Las luces de los edificios, ahora borrosas, le hicieron marearse y que olvidara todo lo que hasta ese momento agitaba en su mente. El pesado cielo se descargaba con fuerza sobre su cuerpo que, cada vez más pesado, luchaba por alcanzar un refugio. Sólo necesitaba llegar a casa, comer algo e irse a la cama. Al fin y al cabo, su vida consistía en eso.

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