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martes, 22 de febrero de 2011

Footing



Un montón de edificios rodeados de descampado era todo lo que veían. Llevaban andando toda la tarde aburridos y sin saber qué hacer. Cuando llegaron hasta los límites de su barrio pensaron darse la vuelta y seguir andando. Sin embargo no lo hicieron. Cruzaron la carretera y se quedaron mirando de frente una enorme y vieja nave que parecía abandonada. Uno de ellos, el chico más débil y malvado arrojó una pequeña piedra con todas sus fuerzas hacia un cristal. Acto seguido todos empezaron a imitarle.

Un chico con madera de líder e incorregible para toda su vida cogió una piedra enorme que sólo podía levantar con las dos manos. Con mucha fuerza la soltó mientras daba vueltas sobre su propio eje y fue a estrellarse contra una de las ventanas de aquella abandonada fábrica.

La ventana se hizo añicos y le produjo un severo corte.

Sus amigos siempre le reprendían por sus acciones pero a la vez le admiraban. Aplaudían su valentía y su inconsciencia. Él chico con madera de líder e incorregible para toda su vida se jactaba de ello y por eso siempre acababa por cometer las peores fechorías.

Cuando decidieron irse de allí y volver a su barrio ocurrió algo inesperado.

A pocos metros de ellos se acercaba un hombre haciendo footing. Parecía el típico colgado y adicto al deporte. La verdad es que no le hicieron mucho caso. La cosa es que cuando se cruzó con ellos enganchó del cuello a su amigo y le cruzó la cara. Todos se dieron cuenta del peligro que les acechaba y corrieron hacia el descampado. Mientras, el hombre gritaba y hacía amago de correr hacia ellos.

Cuando ya estaban lo suficientemente lejos del peligro se dieron la vuelta y observaron a su amigo y líder caminando. Tenía el pelo revuelto, el brazo derecho sangrando y una pequeña sonrisa en los labios. Con cara de alucinado dijo a los demás:


Me ha dolido.


sábado, 19 de febrero de 2011

Pupitres



Las conversaciones que se tuvieron hace más de veinte años, uno de esos días que no destacan por haber sido especiales, no se suelen recordar. Sería preciso haberlas grabado con un magnetofón o una cámara de video para saber exactamente qué se dijo y cómo se vivía entonces. Pero ellos no contaban con ninguna cámara de vídeo ni con nada que se le pareciera. Acaban de salir de casa con lo puesto, camiseta de algodón, pantalón corto y sandalias de goma. Aún masticaban su bocadillo de nocilla mientras uno de ellos decía:


- ¡Mirad que montón de pupitres!


En el patio trasero de un enorme edificio blanco habían sacado un montón de pupitres viejos. Éstos formaban parte del mobiliario de las antiguas escuelas municipales. Allí estaban todos abandonados, tomando el sol y llenos de polvo.

Saltaron el muro de cemento que les separaba del patio donde se apilaban todas aquellas extrañas mesitas y se pusieron a curiosear.

Cada pupitre contaba con un pequeño tintero y un porta plumas de hierro fijo. Los bordes de la mesa no eran rectos. Todos tenían tallado un pequeño dibujo decorativo en cada esquina. Las sillas eran muy parecidas a las que ellos utilizaban en clase, un poco más viejas y oxidadas. Se sentaron uno por uno en los pupitres y empezaron a jugar.

Su hermana pequeña era la profesora.


- ¿Habéis hecho toda la tarea? -dijo ella.


- ¡Sí! – respondieron a coro.


La cosa acababa de empezar.


- Muy bien, entonces empezaremos la lección. Hoy estudiaremos el cuerpo humano.


- ¡Bieeeen! – gritaban todos.


Aquel extraño juego de niños le aburría. Empezó a imaginar lo fascinante que podría resultar haber vivido en aquella época y haber podido utilizar la pluma. Una pluma de ave, larga y muy suave. Muchas veces había visto plumas como aquellas en el campo y las había guardado. Ya no lo hacía. Su padre le había dicho que aquellas plumas podían contener enfermedades al igual que los huesos de los pájaros. Ya no se metía en el bolsillo huesos de animales muertos ni tampoco los enterraba. Había dejado de hacer ese tipo de cosas. Tampoco se fiaba de los pájaros y se los imaginaba llenos de pulgas. Cada vez que las golondrinas volaban cerca de su cabeza se agachaba y se cubría el pelo con las manos.

Evitaba por todos los medios que aquellas horribles portadoras de parásitos le contagiaran.

Ahora sólo se dedicaba a mirar a los pájaros. Si alguna vez se encontraba una pluma en el suelo la observaba sin tocarla hasta que el viento la hacía desaparecer. En unos pocos segundos ya no quedaba ni rastro de ella.

Pensaba en todo esto mientras sus amigos saltaban de nuevo el muro de cemento para salir de allí. Le quedaban muchas horas de luz hasta tener que volver a casa.

Y es que era verdad. Le encantaban aquellas tardes de verano ociosas, largas y cálidas.


martes, 15 de febrero de 2011

La botella verde



Solamente había quince kilómetros desde su casa hasta su pueblo. El viaje duraba unos veinte minutos pero a blanquito como la leche se le hacía muy largo, sobre todo cuando se mareaba.

Las nubes se movían alrededor de su coche y las líneas de la carretera se separaban como muelles. El espacio que surcaban a través del aire se asemejaba en volumen a una serpiente gigante. Cada vez que aceleraban se tumbaba en los asientos y de nuevo intentaba incorporarse hacia delante sin perder de vista la carretera. De vez en cuando miraba al suelo del coche. Cuando no había nada mejor que hacer empujaba a sus hermanos pequeños gritándoles en el oído y pegándoles. Entonces la situación se les iba de las manos y su padre se daba la vuelta amenazando con el puño. Su madre gritaba y discutía con su padre.


- ¡Callaos de una vez!


Cuando ya no quedaba nada que decir reinaba el silencio y era entonces cuando todos se dedicaban a mirar por la ventanilla.

A siete kilómetros estaban los robots de hojalata y acto seguido la botella verde. Ésta en concreto indicaba la mitad del trayecto. Siempre la observaban intentando captar todos los detalles de su estructura, sus colores y su tamaño. Giraban el cuello hasta tener que girar el cuerpo para observarla detenidamente.


- ¡La botella verde!


Sin embargo la cosa duraba un instante. Para cuando se daban cuenta ya había pasado de largo. Siempre preguntaban a su padre de que se trataba pero tampoco él lo sabía. Nadie lo sabía. Nadie era capaz de averiguar la razón de ser de aquella olvidada estructura.

Era una especie de cilindro con punta de cono desde la cual sobresalían unos alambres torcidos que tocaban el cielo.

Empezaba a marearse. Los cristales del coche estaban llenos de polvo y no dejaban ver el paisaje. Bajó la ventanilla a tope y sacó la cabeza. El viento azotaba su cabello y el aire era puro. A lo lejos se observaba el rio y al fondo las montañas llenas de niebla. Sus oídos zumbaban al ritmo del surco que formaban sus movimientos y cambiaban de registro cada vez que giraba la cabeza. Una pequeña lágrima asomaba despacio entre la comisura de su párpado izquierdo y se deslizaba hasta desaparecer en su pelo. Por detrás había un montón de coches rojos, blancos y grises. En su interior se intuían siluetas de pasajeros anónimos y movimientos extraños. Cuando volvió a girar la cabeza para mirar al frente ya estaban llegando. Su rostro estaba alucinado y su pelo se había peinado dejando al descubierto toda la cara. El aire era cada vez más suave y permitía escuchar el rugido del motor y el sonido de los neumáticos rozando la gravilla.

Aún quedaba un poco de niebla en la calle cuando llegaron y aparcaron su coche justo en frente de la entrada. La temperatura en el exterior era buena, sin embargo, una vez dentro de la casa, se podía sentir el frío atrapado y pegado a todos los muebles. Rápidamente su padre levantó las persianas y abrió todas las ventanas para que entrara la luz del sol. Iluminada, la casa no parecía ser la misma que hacía dos meses. La luz del otoño cambiaba completamente la atmósfera del salón y su reflejo revelaba una extraña nostalgia del verano, un abandono que recordaba cuán lejanos quedaban todos aquellos días.

Sus padres le ordenaron subir su mochila y la de su hermano a su habitación y poner la mesa. Subió arriba, lanzó su mochila y la de su hermano sobre la cama de su cuarto, bajo corriendo y empezó a colocar platos, vasos y cubiertos.


miércoles, 9 de febrero de 2011

Regando plantas



Una circunstancia particular hizo aparecer ciertas peculiaridades horribles que sospechaba de sí mismo desde hacía tiempo. Se consideraba igual de diferente que los demás. De hecho reconocía en todas las personas de su entorno aptitudes extraordinarias. Sin embargo aquella tarde de verano no pudo evitar dar rienda suelta a su imaginación y elevarse unos cuantos centímetros del suelo.

La composición del barro que formaba su cuerpo estaba mezclada con otros materiales mucho más nobles. Sus movimientos eran el eslabón, la acción necesaria para que el mundo siguiera su curso natural. Los astros preocupados por sus caprichos no dejaban de observarle a escondidas. Y es que su diámetro se había convertido en la línea que separa todas las cosas del mundo. Su corazón era la esperanza en el aire y su cerebro la conciencia proyectada en las nubes. Sus reflexiones estaban al alcance de todos y parecían ser la solución a todos los problemas.

Era como una especie de imán produciendo una barrera invisible y perturbando al resto. Su posición en el mundo afectaba de manera divergente, ampliando su rayo de acción a lo largo y ancho del universo.

Se trataba a sí mismo de usted. En el colegio le habían enseñado a ser educado. Se imaginaba por encima de los hombres, la fauna y la flora. El astro rey se arrodillaba ante su mirada ciega y se escondía entre las nubes. La luna reservaba sus mejores veladas para estar junto a él a solas.

Y consideraba esto privilegio de todos los seres vivos de la tierra.





Caía la tarde de un día de verano. Después de comer se había quedado dormido en su cama con las persianas bajadas y luego con la luz eléctrica encendida se había quedado un rato leyendo.

Salió al patio cuando el sol calentaba de forma oblicua. Las sombras proyectadas en el suelo de cemento del patio parecían barrotes negros.

Al fondo estaba su padre regando la huerta. Se le veía desde lejos doblando su lomo en forma de ce. Caminó hacia él muy lentamente, ocioso y observando a su alrededor. Cuando llegó hasta su padre, éste le pidió ayuda.


- Coge esta regadera y riega el jardín. ¿De acuerdo? – Dijo su padre.

- Claro –respondió él.


La llenaba con el agua de la piscina. Una pequeña piscina de plástico azul que destacaba en el centro del campo. El agua estaba un poco sucia y llena de algas. Pensaba que seguramente aquellas algas habían destruido todo el cloro del agua. Así como el cloro evitaba su aparición, éstas a su vez acababan con su efecto químico.

Empezó por las hayas. Aquellos árboles no eran más altos que él, sin embargo parecía ser que podían crecer hasta treinta metros de alto. Mientras regaba los árboles pensaba en lo beneficioso que resultaba aquel líquido. Seguramente mucho más beneficioso que el agua de la lluvia. El simple acto de alimentar, de emplear su tiempo exclusivamente a regar, otorgaba a aquellos árboles un halo de protección. Era el líquido y el oro que produce la alquimia de una especie de loco. El agua atravesaba su cuerpo desde la regadera y de nuevo volvía a ella cargada de magia. Su cuerpo se había convertido en un filtro beneficioso que detiene todo lo malo para aportar increíbles propiedades en el agua.

Era verdad. Creía convertir a través de su gesto el agua corriente en agua milagrosa. Con ligeros y torpes movimientos de muñeca regaba las hayas y los rosales convencido de su poder.

Y el astro rey bajo el yugo de su fantasía se encargaría del resto.