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jueves, 29 de abril de 2010

El primer golpe fue muy torpe




Casi todos los niños del pueblo conocían las historias que por aquel entonces contaban los mayores. La mayoría de ellos, que también eran niños, trabajaban todo el verano en una granja y, por un pequeño sueldo, ayudaban a descargar los camiones de pienso y de pollos. Luego, por la noche, en la plaza del pueblo, relataban sus anécdotas a los más pequeños. Una de las más divertidas era una que contaba como uno de ellos, a cambio de un helado, había mordido el cuello de uno de esos pollos hasta matarlo. También contaban que cuando los pollitos de la granja nacían con alguna deformación, su dueño les pagaba para que los mataran. Cuando ésto ocurría, ellos, poco a poco, los iban reuniendo a todos en una nave vacía y cerraban las puertas. Entonces, armados con palas y mangueras, se dedicaban un buen rato a aplastarlos uno por uno hasta que no quedara ninguno vivo. Luego sostenían que esos pollos tenían los días contados y que aquello no tenía importancia. A los niños estas historias les fascinaban.

También había otras mucho más cruentas.

Cerca de la granja, había un tornillo gigante, una parte de la maquinaria que permitía el paso del agua del río a las acequias. Los mayores contaban que con ese tornillo gigante habían logrado atravesar un pollo entero vivo. También contaban que ataban a los pollos en una pared y les disparaban con sus carabinas hasta matarlos. Cuando acababan con su vida, los limpiaban y desplumaban, para luego comérselos asados en hogueras. Eso era lo que contaban a los más pequeños y ellos sabían que no mentían. Cerca del tornillo gigante, clavado en la piedra de la acequia, había sangre seca y en la pared donde los fusilaban, un pequeño gancho y una cuerda donde ataban a los pollos. Todo eso eran pruebas de que hablaban en serio. En sus manos estaba la vida de aquellos pollos. Ellos decidían su suerte y sin saberlo, jugaban a ser dioses y jueces de aquellos pobres animales. Los niños visitaban estos escenarios del crimen y pasaban muchas horas observando con detenimiento, imaginando estas historias y recreándolas en sus pequeñas mentes. Sentían un extraño placer pensando en la muerte de aquellos pobres e insignificantes pollos. Aquellas historias, que sólo conocían a través de los relatos de los más fanfarrones, se repetían una y otra vez en su mente y les obsesionaba.


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Un espléndido día de verano, después de comer, decidieron colarse en aquella granja para robar un pollo y asesinarlo. Antes de nada, buscaron en el garaje de su amigo la herramienta más adecuada. El hacha era la herramienta de destrucción más efectiva, por lo tanto, no había duda. La naturaleza no ofrecería resistencia, de eso estaban seguros.

Coincidieron en que el hacha era lo más adecuado.

Antes de nada escondieron su herramienta más allá de la acequia, cerca de las huertas del molino. La enterraron entre unas ramas debajo de un gran árbol y se dirigieron hacia la granja. Dentro de las naves la temperatura era mucho más alta que en el exterior y el aire estaba cargado de olor a pienso, mierda de pollo y plumas. Su amigo se puso a perseguir a uno de los pollos y de repente, todos se asustaron y empezaron a correr hacia la misma dirección, levantando un montón de tierra y agitando las alas. Finalmente cogieron uno cada uno y salieron corriendo. Cruzaron la carretera a toda velocidad y llegaron hasta las huertas del molino. Allí se encontraron con la hermana de uno de ellos que no paraba de increparles y de hacerles preguntas.

-¿Para que queréis esos pollos? ¿De donde los habéis robado? ¿Estáis locos o que?
-¡Déjanos en paz! ¡Vete! ¡Esto no te interesa lo más mínimo!

La hermana, totalmente opuesta a participar en aquel juego tan cruel, intentaba convencerlos para que desistieran en su hazaña y devolvieran los pollos a la granja. Ellos no hacían caso de sus advertencias e indiferentes, buscaban el mejor lugar para llevar a cabo su terrible plan. Muy enfadada, la chica empujó a su hermano y empezó a gritarle. El chico soltó el pollo para devolverle el empujón y entonces, el animal, se puso a correr desubicado. Todos gritaban e intentaban atraparlo, pero no lo consiguieron. Finalmente el pollo se introdujo por unos inaccesibles matorrales y se perdió entre la maleza.

-¿has visto lo que has hecho? ¡Ahora el pollo no sabrá cómo volver y esta noche se morirá de frío! ¡Lo has matado!

La chica empezó a ponerse muy nerviosa. No entendía porque tenían que acabar con la vida de aquellos pobres animales. Cuando vio como desenterraban el hacha se puso a gritar y a llorar y se marcho de allí corriendo.

La operación resultó ser muy sencilla. Mientras uno le sujetaba el cuerpo y la cabeza, otro le cortaba el cuello. El primer golpe fue muy torpe y sólo le produjo un pequeño corte en el ala. El pollo empezó a moverse y a gritar, salpicando de sangre roja la camiseta blanca del chico. El segundo golpe fue definitivo. El corte, muy certero, separó la cabeza de un cuerpo que nada más soltarlo, empezaba a dar saltos y a mover las alas intentando volar. Los espasmos eran tan violentos que los chicos se echaron hacia atrás asustados. Casi sin moverse y observando su peripecia, fueron testigos de su propia crueldad. En menos de un minuto el cuerpo yacía inerte y enredado entre unos matorrales. La sangre les había salpicado la camiseta, los zapatos y el pelo y los chicos se miraron con cara de estúpidos. Acto seguido y en silencio enterraron las dos partes del cuerpo del pollo y se largaron de allí.


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lunes, 5 de abril de 2010

Autorretrato

Viaje de vuelta infernal




Mientras esperaba mi turno para subir al autobús, una chica sacaba de su bolso un libro y una revista. Dentro de su best seller, de lomo bastante grueso, estaba su billete doblado. Mientras desdoblaba aquel billete miraba a su alrededor y hablaba por el móvil. El conductor la miraba con un leve ademán de superioridad y le exigía el billete con la mano extendida, como si tuviera prisa.

Cuando dejamos la estación e hicimos las maniobras necesarias para salir, pude ver desde la ventana a otro conductor de autobuses sentado en un banco de piedra y comiendo macarrones de un taperware. Me esperaba un viaje largo, así que decidí dormir un poco al principio para luego estar más lúcido y poder leer algo. En mi maleta de mano llevaba conmigo un ejemplar de Madame Bobary.

Cuando abrí los ojos, el paisaje había cambiado completamente. Lo que antes eran bloques de viviendas recién construidas, ahora eran casas semiderruídas llenas de polvo. Las zonas verdes de hierba se habían convertido extensiones de arena gris. Las montañas, presentaban unos surcos con formas extrañas. Me parecía haber despertado en un desierto.

Paramos en un área de servicio en medio de la nada. Allí compré un bocadillo y una coca cola. Sentada en una mesa, delante de mí, estaba la chica que antes hablaba por el móvil. Me fijé que sacaba de una bolsa de plástico dos sandwiches cuidadosamente envueltos en papel albal. Salí del restaurante, caminé un poco para estirar las piernas y subí de nuevo al autobús.

La última media hora de viaje se me hizo insoportable, pero por fin llegamos a esa enorme ciudad. La llamé por teléfono y estuvimos paseando un buen rato por la calle. Fumábamos muchísimo y hablábamos sin parar. Mirando al frente y sin dejar de hablar en ningún momento nos observábamos, siempre por turnos, para poder comprobar que aquella imagen que se encontraba a nuestro lado era real.

A partir de entonces volamos en círculo cogidos de la mano y cruzamos el cielo a través de enormes edificios. La linea que desprendían los cigarros formaban nubes grises que cubrían el cielo azul invernal. Entonces ella, en el aire, me enseño una pitillera de plata y nos despedimos.

El viaje de vuelta fue infernal. El aire acondicionado estaba estropeado y goteaba agua helada. A mi lado, un chico se mareaba y me tocaba el hombro cada vez que quería ir al baño a vomitar. Detrás de mí, una chica enorme apoyaba todo su peso en mi respaldo y cuando se dormía, sus largas piernas se deslizaban propinándome un fuerte golpe en el brazo. Desesperado intentaba escribir pequeños fragmentos en prosa:

La bóveda celeste es roja, parda, rosa y gris después de que hayan pasado muchas cosas.


El aire acondicionado seguía goteando y la gente gritaba indignada, mientras tanto, también el silencio de la noche se cernía sobre nosotros:

La música, maldita línea que me separa de ti.


De nuevo una patada de mi compañera:

Elogio de la risa, desconocimiento y miedo a la muerte.


Tan sólo quedaban unas pocas horas y podría descansar.

No te canses de mí.
Por favor, ten en cuenta que te quiero y que no me atrevo a decirte que no te canses de mí.



Cuando finalmente llegamos, recogí la maleta y me dirigí hacia mi casa. Allí no había nadie y todo olía a rancio. Abrí las ventanas de par en par y acto seguido llamé por teléfono mientras miraba el edificio de enfrente. Lucía un espléndido sol de invierno y por mi calle entraba una luz horrible.


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jueves, 1 de abril de 2010

La naturaleza y el camino de los vivos (cuento de terror)




El terror se refiere a un estado en alerta de la conciencia. Cuando el hombre penetra en ese estado, sus sentidos se agudizan de tal manera que puede ver y oír hasta la más sutil manifestación producida en la naturaleza y por la naturaleza de las cosas. No puedo determinar con exactitud cuáles fueron las causas que llevaron al protagonista de esta historia hasta tales extremos, sin embargo, puedo estar seguro de que a partir de entonces dejó de ser la misma persona.

Después de haber estado ingresado varios meses en el hospital, aquel chico decidió pasar unas semanas de descanso sólo en su casa del pueblo. Allí podría disfrutar de paseos solitarios a a la luz del atardecer y de angostas lecturas encerrado en su habitación. La naturaleza con toda su fuerza había dejado de sorprenderlo, sin embargo, aquel lugar cargado de nostalgia le atrapaba y atravesando su cuerpo, lo cargaba de novedad y descanso.

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El calor del mediodía le despertó de un sueño pesado y con gran esfuerzo se levantó de la cama. Lucía un sol espléndido y el calor se colaba desbordante entre las rendijas de su persiana. La luz era de tal intensidad que iluminaba toda la estancia. Acto seguido y sin detenerse en mirar el reloj, anduvo hasta llegar al baño donde se lavó la cara y las manos. Se pasó la mañana entera desayunando y leyendo el periódico en la cocina, esperando hasta la tarde para salir al patio. Antes de marcharse se detuvo media hora para observar cómo las golondrinas revoloteaban atrapando insectos. Cuando el sol hubo descendido lo suficiente, salió de casa y se puso a caminar en dirección al monte. Atravesó el río y desde el puente se puso a lanzar pequeña piedras al agua. Allí fuera todas las cosas parecían estar suspendidas en el aire, pasear por el campo le proporcionaba un material tan vasto y lleno de matices que nadie, ni siquiera él mismo, era capaz de comprender. Mientras andaba se cruzaba con muchos peregrinos caminando por aquellos senderos mientras él, andando en dirección contraria, les saludaba con un leve gesto de cabeza. No los despreciaba, sin embargo, en algún lugar había leído que aquellos hombres estaban muertos. Su paso era regular y su gesto indicaba una búsqueda incansable hacia su salvación. Seguramente sus reflexiones en torno a la vida y la muerte del cuerpo habían hecho que se sacrificaran en un camino de sufrimiento y alegría del alma. Peor camino era el de la vida. Aquel chico caminaba en otra dirección, parecía estar dirigiéndose hacia otro tipo de muerte. Lo que él buscaba era una posible razón de ser para el hombre. La vida para él sólo era un camino hasta la muerte. Pero de lo que era totalmente consciente es de que aquella cuestión, por muy importante que fuera, no podía destruir toda la importancia que la vida tenía. Lo más importante era vivir consciente. En su plenitud, el camino que ahora tomaba y la verdad que le era revelada se le aparecía en imágenes de muerte. La muerte que era dulce, le marcaba un sentido contrario al sentido de esos peregrinos que, como transportados en tumbas, esperaban poder encontrar al final de su camino la vida eterna.

Cuando por fin llegó hasta la carretera y se dirigía de vuelta a casa, fue cuando, atrapado por todas estas reflexiones y con la mirada puesta en el camino, encontró uno de los elementos que la naturaleza empezaba a mostrarle con horror. Aquello desprendía el olor de la muerte. A un lado de la carretera había un enorme jabalí atropellado, con la boca abierta y vacías las cuencas de sus ojos. Su cuerpo en descomposición, hinchado por el calor del verano, aumentaba su diámetro y su tamaño. Su robustez adquiría una forma horrible y el olor que se mezclaba con el aire, era un olor pesado y cargado de recuerdos. Aceleró el paso y contuvo la respiración, sin embargo, ese olor ya había logrado pegarse a su pelo y a sus manos. Casi no pasaban coches, cuando de repente, a lo lejos, apareció un enorme camión tomando una curva a toda velocidad. Fuera del arcén, esperó a que aquel enorme vehículo cruzara y siguió su camino.

Antes de llegar al pueblo el chico entró en el cementerio. Para acceder al recinto, primero había que atravesar un pequeño camino de piedras blancas limitado por dos enormes hileras de plataneros. Su corazón latía muy rápido y con muy poca fuerza. Contenida la respiración, atravesó los muros del cementerio y de repente se levantó un suave viento que hizo mecer levemente la hierba seca entre las tumbas. La temperatura era muy agradable y aquel chico no podía sentirse más feliz. La luz que ahora bañaba el cementerio era de un rosado maravilloso y su calor le protegía de todo lo malo que le pudiera ocurrir en ese momento. Su corazón empezó a latir con fuerza y todo su cuerpo se paralizó en aquel instante lleno de dulzura cuando de golpe, un estruendo horrible, como de un chasquido, le atravesó todo el cuerpo y le hizo perder la conciencia.

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Cuando se despertó ya era de noche y se encontraba tendido sobre la hierba. Tardó unos minutos en recuperarse y volver a sentir sus extremidades. Asustado y confuso corrió hacia el pueblo. Allí se encerró en su cuarto y nunca más volvió a pasear. Como mucho contemplaba el paisaje desde su ventana. Cuando sus familiares y amigos le preguntaban la razón por la cual ya no salía de su habitación, él siempre contestaba lo mismo:

- Prefiero ver el mundo desde aquí, la naturaleza me produce horror.


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Un parque japonés




Un gran amigo mío, empleado de correos, me recomendó que siempre que me sintiese un poco bajo de moral le llamara. Resulta que a diferencia de mucha gente que conozco, él realmente sabía escuchar. Le llamé por teléfono y contestó su hermana. Mi amigo había salido de viaje hace dos días y estaría de vuelta para el viernes. Aún era martes y yo no podía esperar. Le propuse a ella salir a dar un paseo hasta el centro comercial y luego ir al cine. Aceptó. En media hora quedamos en la cafetería que había justamente debajo de su casa, una cafetería con una barra de mármol y cuatro mesas de mármol. Cuando apareció en la cafetería, yo apuraba un cigarrillo y estaba un poco mareado. Se presentó como si no la conociera. Le dije que hacía un par de meses que nos habían presentado en aquella misma cafetería y ella ni siquiera lo recordaba.

-¿quieres comer algo? -me propuso

-no gracias, acabo de desayunar -le contesté

Entonces ella torció el gesto sorprendida.. Fue hacia la barra muy lentamente y meneando las caderas como si adivinase que la observaba. Media hora después paseábamos en dirección al centro comercial. Ella caminaba por delante y me contaba lo mucho que quería a su hermano y cómo lo echaba de menos. Andaba hacia atrás y de vez en cuando se pasaba lo dedos por el flequillo recogiéndose el pelo por detrás de las orejas. Dejé de observarla y a mi izquierda pude ver un gran reloj de sol, una extraña escultura amarilla en medio de un parque. Le dije si quería sentarse un rato y contemplar aquel gran reloj de sol fumando un pitillo. Ella me contestó que sí pero que nunca fumaba.

-No hay problema -contesté.

Cuando llegamos hasta el centro del parque nos quedamos mirando el reloj de sol durante unos instantes e intentamos adivinar la hora, claro que era imposible porque el cielo estaba totalmente nublado y casi no había luz. Ella se miro el reloj de pulsera y dijo:

-Son la cuatro y media.

De pronto nos echamos a reír.

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Un desagradable intruso




Llevaba casi setenta y dos horas seguidas sin parar y por fin, aquella tarde de agosto, dejó de llover. Su padre le propuso madrugar al día siguiente para ir al monte, cosa que no acababa de convencerlo del todo. Su carácter enfermizo le obligaba a quedarse en casa inmerso en la rutina de su habitación, sin embargo, compartía el gusto por el paseo y por la espiritualidad que éste ejercicio suponía. Tomaron el desayuno en silencio y continuaron casi sin hablar durante el viaje hasta su casa de campo, donde se cambiaron de ropa y de calzado.

-Toma esta chaqueta -dijo el padre.
-¿como? hace mucho calor, no hace falta. -respondió él
-¿como que no hace falta? Es necesario ir bien cubierto, sobre todo el cuello, para evitar que se te pegue algún parásito. Toma, ponte también este gorro. - dijo insistentemente.

Mientras el padre se dirigía hacia su colección de bastones y los miraba con detenimiento, él pensaba que la mejor de las palabras que podía definir a su padre era la prudencia, sin embargo, no era eso lo que admiraba de él.

Antes de llegar al bosque, debían pasar varios pueblos y subir un puerto de montaña con muchas curvas. El paisaje era maravilloso aunque harto conocido, nunca dejaba de sorprenderles. Suavemente se fueron adentrando en aquel paraje plagado de cielo y de tierra. Eso era lo que ofrecía la montaña, cielo y tierra, sin embargo le cargaba todo aquello. Le enfadaba su desconocimiento y la intrusión que la montaña le hacía sentir. No podía evitar cargar con todos la bajeza que forma parte de aquellos seres que alguna vez poblaron la tierra y que estúpidamente creyeron conquistarla. A parte de todo esto, el viaje en coche le mareaba y le producía un terrible malestar.

Abandonaron la carretera y comenzaron una pista de tierra hasta llegar a una pequeña explanada donde aparcaron el coche. Aquel día, especialmente luminoso, cambiaba completamente de atmósfera dentro del bosque. Rodeado de hayas, resultaba imposible adivinar que hora era. Un velo luminoso lo cubría todo y atrapados, sus sentidos se taponaban ligeramente. Atravesaron los bosques y cruzaron caminos llenos de huellas de neumáticos enormes, que, como huellas de dinosaurios, aparecían profundamente grabadas sobre el barro mojado. Su padre, recordaba cada piedra y cada tronco, pero en especial recordaba un Tejo mediano, un desagradable intruso que había decidido crecer lejos de sus semejantes. Su historia le fascinaba y su línea negra, en comparación con la de los otros árboles, destacaba. Un diminuto reguero de agua cristalina descendía por el barro y a través las hojas secas del suelo produciendo un fuerte olor a turba. Lo siguieron y descubrieron una fuente. Se trataba únicamente de un pequeño tubo de plástico que salía entre unas rocas. El padre bautizó aquella fuente y después de beber y rezar un ángelus, la consideró una bendición. Aquel momento le supuso algo mágico. Era su propio padre el que bautizaba aquella fuente, era su padre quien conocía y era amigo de aquel árbol. ¿podían en verdad ser los hombres hijos de la naturaleza?

Cuando por fin abandonaron el bosque, atravesaron montículos de fina hierba verde eléctrico iluminada por la luz del sol. Su resplandor bañaba perpendicularmente los miles de arándanos que por allí crecían. Su maravilloso sabor se podía comparar con una tarta y su calor con un beso.

Siguiendo el pequeño camino de cielo despejado se podía ver la cumbre del monte. Su pendiente sin llegar a ser extrema, era de un desnivel considerable. En la cima, el viento soplaba de una forma exagerada y decidieron sentarse un poco más abajo, en una zona más protegida. Mientras comían un bocadillo en silencio observaban pequeños surcos en la tierra.

-¿Son agujeros de topos? -preguntó él.
-No, creo que los jabalíes suben hasta aquí y meten sus hocicos en la tierra en busca de raíces. -respondió el padre.

De repente se produjo un silencio muy extraño. El viento había dejado de soplar completamente y decidieron volver. Mientras bajaban hacia el coche por el mismo camino, el color del bosque había cambiado y el padre, que iba detrás, rompiendo aquel silencio dijo:

-¡Quieto!

Suavemente y casi sin esfuerzo el padre logró desprender un pequeño parásito del cuello de su hijo mientras él, de una manera casi solemne, formaba parte de aquella naturaleza que tanto despreciaba.

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