...

...

sábado, 28 de abril de 2012

OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO


Una pintura plana sin expresión

Era un sábado caluroso cualquiera. Desayunaba en medio de la cocina mirando muy concentrado su vaso de leche. Sus hermanas no paraban de pasearse de un lado al otro de la casa llenando sus bolsos con todo tipo de prendas. Los llenaban con toallas y con cremas protectoras. También preparaba su madre una tortilla de patatas y abría de vez en cuando la nevera sacando todo tipo de refrescos. Aquella mañana sus hermanas habían decidido pasar el día entero en la piscina. Y habían decidido también llevarse consigo a su hermano pequeño.

A él le hacía mucha ilusión a pesar de que temblara su cuerpo endeble con solo pensarlo. Tenía mucho miedo al agua y no sabía nadar. Pensaba que no flotaría su cuerpo en aquella masa helada y transparente. Pensaba que quizás en el fondo de la piscina sus pulmones se llenarían de agua y entonces dejaría de respirar. Prefería mantener sus pies de asustado felino en tierra firme. A pesar de todo, no le quedaba otra opción que hacerlo. Era su obligación aprender a flotar como lo habían aprendido antes sus amigos y hermanos. Formaba parte de su proceso de adaptación al medio.

Y sentía que lo necesitaba a pesar del miedo. En el fondo se trataba de un reto que debía superar costara lo que costara.

-          ¿Has preparado ya tu bolso?  - Le preguntó una de sus hermanas.

-          No, ahora mismo lo preparo, solo necesito una toalla y un traje de baño. –Dijo él.

-          ¡Entonces termina de desayunar y prepáralo todo antes de que nos vayamos! – Gritó su otra hermana mientras salía de la cocina.

Para ellas era un día especial. No acostumbraban a bañarse en una piscina todos los días. Era un lujo poder darse un chapuzón de vez en cuando en una de aquellas horribles instalaciones públicas. Pagaban una entrada ridícula pero para ellas suponía toda una paga semanal.

Sin embargo para él suponía de nuevo tener que lidiar con la muerte que acechaba en cada litro de aquel horrible líquido. 

Se colocaron sus hermanas las gafas de sol y salieron de casa arrastrando a su hermano pequeño de la mano y muy nervioso.

Verdaderamente lo estaba. Una especie de hormigueo recorría sus entrañas y le pesaban los brazos. Tenía miedo de todos, incluso de sus hermanas. Imaginaba que le obligarían a zambullirse en la parte más profunda de la piscina. Temblaba con solamente pensarlo. Sus hermanas le observaban y le tomaban el pelo. No obstante se compadecieron de él y antes de llegar le compraron una burbuja de corcho.

Una preciosa burbuja de corcho rosa con una cinta elástica de colores ajustable.

A la media hora llegaron hasta las inmediaciones de aquel horrible complejo. Pagaron entonces en la taquilla el abono y entraron emocionadas a las instalaciones de M.

Lo primero que hicieron fue cambiarse de ropa en los vestuarios. Daban asco aquellos vestuarios llenos de humedad y de nubes de vaho saliendo de las duchas. Siempre estaban las paredes mojadas y el suelo lleno de pelos largos y escamas de piel. No soportaba el chico ni cinco minutos allí dentro. Salieron en cuanto pudieron y se encontraron lo que para ellos era una especie de paraíso. Un montón de zonas verdes con frondosos árboles lleno de hojas rodeando una enorme piscina olímpica. A la derecha había una especie de cubierto de lona y debajo un montón de mesas para comer. Al fondo estaba el bar y la heladería, donde despachaban siempre un matrimonio de ancianos. Antes de llegar al cubierto se podían subir unas escaleras de cemento y acceder a una especie de terraza totalmente expuesta al sol. Era allí donde solían colocarse sus hermanas. Se tumbaban allí y se quedaban tostándose al sol durante horas. Cuando no podían más se daban un baño, pero sobre todo se pasaban las horas tumbadas al sol.

A él le gustaban aquellas terrazas. Estaban siempre llenas de chicos y chicas jóvenes. Se pasaba las horas observándolos y alucinando con su forma de moverse. Parecían muy felices y los envidiaba en parte. Estaban todos muy morenos y presumían de largas cabelleras rubias de color platino. Parecían relajados y muy adaptados al medio con sus gafas de sol de marca. Los chicos vacilaban a las chicas y se abrazaban algunos en traje de baño. Alucinaba con aquellos que se paseaban por la terraza con cara de pavo.

Especialmente había un chico que no dejaba de llamar su atención. A diferencia de los demás este caminaba erguido y se relacionaba con casi todos. Llevaba una especie de collar hecho de bolitas de madera alrededor del cuello. Su pelo era muy largo y castaño dorado con mechas rubias y su piel parecía la de un negro. En contraste destacaban en medio de su rostro unos dientes blancos como perlas. Llevaba también unos bermudas muy largos y fosforitos. No podía parar quieto y se pasaba casi todo el rato haciendo el pino o bailando delante de las chicas. Ellas le observaban e interactuaban con él. En parte debido a que no podía dejar de llamar su atención. El caso es que producía en todas ellas un efecto maravilloso.

Giraba el cuello muy rápido y su pelo fino se deslizaba como se desliza un abanico.

En la piscina era todo un espectáculo. Nunca utilizaba las escaleras de aluminio para meterse en el agua. No las necesitaba. Se lanzaba de cabeza de manera muy brusca pero sin salpicar siquiera una gota de agua. Empujaba a sus amigos y les hacía aguadillas. Tampoco utilizaba las escaleras para salir del agua. Lo hacía desde cualquier bordillo haciendo una flexión y poniendo en relieve toda su musculatura. Se quedaba sentado y se recogía la melena por detrás de las orejas. A pesar de ser tan popular también pasaba mucho tiempo solo. A veces se quedaba sentado en el bordillo de la piscina observando muy concentrado el agua. Puede que solamente observara su reflejo. No lo sabía. La cosa es que no atisbaba en sus ojos ni una pizca de inteligencia. Tampoco la necesitaba. Se bastaba a sí mismo con su manera de moverse y no había sombra en aquel complejo deportivo que igualara a la suya. Nadie se le acercaba ni tampoco nadie le molestaba entonces. 

Era como una especie de ángel que a todos iluminaba con su presencia.

A pesar de todas sus cualidades le odiaba como al resto de los chicos y chicas que por allí pululaban. Eran superficiales y no hallaba en ellos ni siquiera una pizca de misterio. No encontraba respuestas en ninguno de ellos. Eran sus risas lo que no soportaba. Eran risas forzadas y falsas. Parecían injustificadas aquellas risas de juguete. En el fondo no despertaban su curiosidad salvo por unos pocos segundos. Quizás algo más de misterio encontraba en aquel chulo, cuando apoyado en el bordillo de la piscina miraba el infinito. Por lo menos nunca reía y su mirada parecía seria y concentrada. Sin embargo le daba la sensación que también lo inconmensurable se estrellaba de golpe en sus narices.

No había profundidad en sus ojos de adorno que tan solo decoraban. Eran como una pintura plana sin expresión. Expresaban mucho mejor los vibrantes rayos de sol reflejados en el fondo de la piscina.

Por lo tanto no había nadie en aquel complejo que llamara realmente su atención. Chapoteó un rato con su burbuja bien atada a la espalda y volvió junto a sus hermanas. Éstas le dieron algo de dinero para que se comprara un helado. No le llegaba para el helado pero sí para una bolsa de gusanitos. Emocionado y muy contento con su bolsa de gusanitos se tumbó en su toalla.

El sol de mediodía quemaba el suelo de la terraza. Sus hermanas expuestas al sol no hablaban. Parecían dormidas todo el rato. Alargó el brazo y colocó un gusanito en la baldosa caliente. Poco a poco se iba desintegrando y cambiando de forma.

Era maravilloso ver como se iba derritiendo poco a poco el gusanito.

jueves, 26 de abril de 2012

La granja recreativa


Eran las doce del mediodía y un sol radiante se mezclaba con el aire de la calle. Abrió la puerta de su casa y se largó sin decir nada a nadie. Buscaba entonces un espacio para fundirse lejos de su familia. Un lugar donde poder dar rienda suelta a su autoridad y fantasía. Cerca de sus amigos jugando a cualquier cosa. Sabía dónde podía encontrarlos y lo sabía muy bien.

Alrededor del futbolín de la granja de C.

Pasando el rato sin pensar en el futuro. Entre cuatro paredes e impregnados de olor a pienso. Apoyados en los mandos de madera del futbolín. Golpeándolos y girándolos sin control. Zambullidos de lleno en un ocio mecánico. En un maravilloso espacio de tiempo veraniego. Caluroso pero soportable.

Disfrutando de radiantes jornadas de intenso presente.

Y era cierto. Sabía que andaban por allí. Eran maravillosamente predecibles como también lo era él. Se colaban con descaro en aquella granja de pollos y se quedaban jugando al futbolín durante horas. Cuando llegaba la hora de comer se marchaban casi todos. No obstante, siempre se quedaba alguno esperando a que alguien llegara para poder echar una partida.

Sin embargo aquella mañana no encontró a nadie. Lanzó la bola y jugó un rato solo. Resultaba tremendamente aburrido así que decidió volver por allí más tarde.


El momento del día que más solicitado estaba el futbolín era cuando declinaba el sol. Era en ese preciso instante cuando todos, grandes y pequeños, se juntaban para disputar campeonatos por parejas.

Salió de casa y se acercó de nuevo a la granja.

Desde fuera podía escuchar los gritos de sus amigos. Gritos de alegría que seguramente flotaban en un aire cargado y pesado. Entonces se juntó con ellos y de pronto se convirtieron todos en una bola. Se convirtieron todos en una bola devoradora de presente.

Y empezaron a transcurrir los minutos como segundos. Se grabó entonces en su retina una estampa de colores gastados que le seducía.

Él y casi todos los niños del pueblo rodeaban el futbolín. Los jugadores de hierro estaban desgastados y algunos deformes y sin brazos. Las barras estaban oxidadas y el campo de madera hundido por el centro. No les suponía ningún problema que fuera tan viejo. Conocían todos los trucos y posibilidades de aquel futbolín. Tiros con efecto y con forma de parábola. Rebotes y jugadas ensayadas. El juego fluía constantemente con una ida y venida de chicos y chicas de todas las edades.

Cada cual conocía perfectamente su posición. Vociferaban y se insultaban los chicos mayores mientras él y sus amigos animaban la partida.

De vez en cuando, en medio de algún partido, entraba el dueño de la granja con cubos llenos de agua y mangueras enrolladas en el hombro. También aparecía con carretillas llenas de pienso y con sacos de arena. Cruzaba la nave y saludaba con una voz muy ronca y tenue. Un halo de luz rodeaba su cabeza enorme llena de canas. Realizaba su trabajo cotidiano sin decir nada a nadie.


No se molestaba el granjero en llamar su atención. Caminaba con paso lento y seguro y de vez en cuando les brindaba con alguna sonrisa.

Aparte del futbolín no había nada que destacara especialmente en aquella nave. Por lo menos nada que no hubieran visto antes. Estaba toda llena de garrafas de plástico y de metal. Apoyadas en las paredes había un montón de tablas y por el suelo rebosantes sacos de pienso. Estaban perfectamente colocados cerca de la puerta algunos cubos de hojalata llenos de agua sucia.

Y las ventanas cubiertas con un plástico translúcido en lugar de cristales.

De vez en cuando se colaban las golondrinas y anidaban en las vigas del techo. También se colaban las ratas y algunos pollos asustados escapaban de su celda para refugiarse debajo del futbolín. Los niños no reparaban en ello y seguían pendientes de su partida.

Era su momento. No les preocupaban otras cosas. Disfrutaban de su juego maravillosamente. De forma inocente se divertían sin pensar en nada. El granjero les vigilaba pero nunca los echaba de allí. No le molestaban todos aquellos niños jugando al futbolín dentro de su nave de pollos.

No le molestaban para nada unos cuantos niños alrededor de un viejo mueble de recreo. Un destartalado mueble que nadie sabía, ni siquiera el mismo granjero, de donde diablos había salido.

El caso es que un día desapareció. Se lo llevaron de repente. Puede que lo trasladaran a otro pueblo. O puede que lo convirtieran en leña.

Nadie lo sabía.

La cosa es que los niños encontraron millones de formas de pasarlo bien y nunca echaron de menos el futbolín. De vez en cuando echaron de menos la granja y a su dueño, pero nada más.




sábado, 21 de abril de 2012

Libros Mutantes

Mis tres libros de relatos en el stand de la feria Libros Mutantes con Ediciones Puré. Lugar y fecha: En el Patio de la Casa Encendida hasta mañana domingo 22 de abril a las 19:00h. Gracias Oscar!

lunes, 9 de abril de 2012

Ouauao

Flores de plástico



La historia que viene a continuación ocurrió de verdad.

Tenía entonces menos de nueve años. Su habitación era la de las camas rojas. Las paredes estaban cubiertas con papel estampado de colores. Plagadas de motivos alucinantes y repetitivos. Le rodeaban un montón de osos y de ardillas sobre un decorado lleno de flores. Arbustos con forma de nube y puestas de sol. También estaban colgados en la pared dos cuadros pintados sobre tela granate. Uno de ellos representaba la figura de un payaso tocando el saxofón. El otro representaba en el medio del cuadro otro payaso mirando de frente y apoyado en un bastón muy fino. Sus piernas eran muy largas y desproporcionadas. Se movían y vibraban de forma extraña. Sus trajes eran de colores llamativos y destacaba en ambos una flor de plástico enganchada en el bolsillo de su gabardina.

Antes de dormir observaba las figuras que le vigilaban con los ojos muy abiertos. Dentro de los cuadros los payasos bailaban enroscando sus brazos y ondulando su cuerpo. Saltaban a la comba los osos y las ardillas trepaban escurridizas por larguísimas ramas llenas de hojas.

No le dejaban dormir todas aquellas figuras durante la noche. Nunca conciliaban el sueño y cuando apagaba la luz sus ojos brillaban como linternas. Los ojos de los osos y de las ardillas eran circunferencias luminosas sin párpados. Los payasos danzaban torpes sobre la tela granate del cuadro. Y gritaban como locos. Entonces le asustaban todas las formas de su alrededor. Resultaba siniestra su actividad nocturna. Los payasos se aislaban y se alejaban encerrados en su fondo granate. Flotaban en el aire de una tela enganchada con chinchetas.

Su tamaño aproximado era de unos treinta centímetros.

Y eran vivos sus colores y desgastados los tonos de sus zapatos.

Después de muchos años se colaron todos en el armario. El caso es que un día desaparecieron sin dejar rastro. Las plantas se pudrieron. El oso modoso enganchó su cuerda hecha de flores en su cuello. Se ocultaron las ardillas entre las piernas de los osos y cerraron tras de sí la puerta. Desaparecieron sin dejar huella.

Todos excepto la pareja de payasos.

Acostumbrados a vivir toda su vida encerrados en el marco del cuadro echaban de menos algo de libertad. Y sabían que sus compañeros los animales acabarían siendo devorados por las polillas dentro del armario.

Entonces los payasos abandonaron el cuadro. Fabricaron unas escaleras con motas de polvo a través del aire. Unidas todas aquellas partículas, invisibles, formaban el trampolín necesario para escapar del marco. Cuando llegaron al suelo esperaron cinco meses ocultos debajo de la cama. Una hermosa y soleada mañana de invierno se largaron. Se colaron por un hueco de la ventana y nunca más se supo nada de ellos.

Su viaje comenzaba entonces y todavía hoy se sigue acordando de ellos.

Se los imagina tumbados en una cuneta cerca de la carretera. Tumbados entre las ramas e invisibles como un montón de ropa usada. Muy pobres y harapientos enterrados en sus pantalones gigantes. Amaneciendo cubiertos de fina escarcha y lejos de su cuarto. Eternos y libres en su micro mundo. Acompañados de sí mismos y protegidos del resto. Rodeando por el día naves industriales y jugando con trozos de plástico hundidos en el barro de un parking improvisado. Perdidos entre senderos llenos de basura y de latas de coca cola aplastadas. Construyendo figuras con hilos de cobre, pilas usadas y fusibles. Superando todos los obstáculos sin objetivos concretos. Caminando a la deriva y descansando por la noche en cualquier sitio. Seguramente al borde de alguna carretera interurbana. Observando detenidamente sus gastados rostros y zapatones. Aferrado uno de ellos a su oxidado saxofón. Mirando el otro de frente a su hermano y compañero durmiendo.

Aparcados en un lado todos sus juguetes. Con las flores de plástico que no se marchitan enganchadas en sus gabardinas de colores ajados.

Y bañados ambos por la luz de la luna.