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martes, 30 de noviembre de 2010

Regalos de navidad




Caminaron un rato por el barro y llegaron hasta un pequeño muro de cemento. La puerta de aquella enorme industria estaba abierta y entraron sin problemas. Eran como dos pequeñas ratas curioseando, ratas de campo, de alcantarilla.

Y sus sentidos ya no agudizaban como antes pero conservaban el olfato.

Era domingo y dentro no había nadie. Los despachos estaban llenos de cuadernos y de papeles en desorden. Los pasillos eran muy oscuros y largos. Las salas grandes estaban llenas de máquinas grandes, botes de tinta y enormes rollos de papel continuo. Las mesas grises se alineaban en una especie de orden geométrico. Los ordenadores y sus pequeñas lucecitas verdes y rojas se reflejaban en los cristales de los despachos. La atmósfera respondía a un tipo de microcosmos diario y parecía contenida en una mezcla de pegamento y polvo de papel. Sus ojos rojos de rata brillaban y se movían de un lado a otro con rapidez.

Y se les acababa el tiempo.


- Vámonos de aquí, pueden llegar en cualquier momento. - dijo uno de ellos.

- Claro que sí, ahora mismo, espera un poco… - respondió su amigo.


Dicho esto desapareció. Se había esfumado y él ni siquiera se había dado cuenta. Muy asustado aceleró el paso y subió unas empinadas escaleras de aluminio. Su amigo seguía sin aparecer. La posibilidad de que alguien le hubiera pillado no dejaba de atormentarle. Atravesó un oscuro pasillo y su corazón empezó a latir con fuerza. A lo lejos se escuchaban sonidos de pasos y a través de la oscuridad se le aparecieron imágenes horribles. Imaginaba golpes en la cabeza y problemas para respirar. Su pequeño cuerpo no aguantaría las pisadas y se moriría allí mismo. Sus pies se clavaron en el suelo y su cabeza empezó a dar vueltas.

De repente vio a su amigo.


- No vas a creer lo que acabo de descubrir. –dijo gritando.


Estaba emocionado y caminaba muy deprisa. Entraron en un enorme despacho y detrás de una mesa descubrieron un montón de regalos de navidad. A su lado había una caja llena de botellas de licor de avellana y algo de turrón. Abrieron una botella y echaron un trago.

- Buagggg, ¡Que malo!

- Pues a mí me gusta, ¡salud! – dijo su amigo.


Y se largaron de allí como ratas con sombrero de papa Noel. Se llevaron los regalos del jefe y un par de botellas. Eran sus regalos. Ellos los habían encontrado.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Postal de Navidad 2010

Hace poco una amiga que quiero mucho me dijo que si había empezado a preparar la postal navideña. Le dije que no pensaba hacerlo. Me dijo que debía hacerlo. Le he hecho caso.

Quien la quiera recibir en su casa esta Navidad que me mande un mail con su dirección a (blonderedhoward@gmail.com) con el código postal y yo se la mando.


Un abrazo para todos.



Blonde Red

martes, 23 de noviembre de 2010

Alejandra

Romerías



Las romerías tienen un significado religioso importante. Su razón se renueva cada vez que un individuo decide participar. La perspectiva religiosa abarca la conciencia de algunos. Otros, sin embargo, simplemente[i] lo transfieren a un sentido más cotidiano. El impulso y acción que requiere y el espacio de tiempo que supone esta actividad se convierte en algo irreductible a un solo término. El proceso encomendado se dirige hacia todos y cada uno de los participantes. La realidad de uno mismo en armonía con la concebida por otros se une con la realidad observada desde la propia naturaleza.

El camino es recomendable para aquellos que deseen llegar todos a la vez. La ermita es la excusa, el motivo y el templo. Las posibilidades son todas y cada una de ellas requiere sensibilidad y respeto hacia uno mismo y hacia los demás. En este contexto uno se convierte en el protagonista absoluto de un estado de las cosas ociosas. Su alegría se comparte con todos y su tristeza forma parte de la esencia de la romería.

Romería nº1


Girando a la izquierda y subiendo una pequeña pendiente se encontraba el camino hacia la borda de F. Conocía el atajo desde que era pequeño. No era la primera vez que subía por allí. Ese camino lo había recorrido un montón de veces con su padre y sus hermanos y se sentía capaz de hacerlo de nuevo y con distracción. La hierba del suelo del atajo estaba llena de piedras afiladas y de troncos muertos.

Cuando llegaron hasta la borda se detuvieron un momento para beber agua. El sol calentaba con fuerza sin llegar a ser desagradable. El viento soplaba fresco y transportaba fragancias de tierra y roble.

Llegaron al bosque y se sentaron en un tronco de árbol que formaba una barrera en medio del camino. Desde allí observaron cómo iba llegando la gente del pueblo. Casi todos cargaban con sus mochilas llenas de comida y garrafas llenas de agua y de vino. Todos los grupos contaban con su propio líder que dirigía y marcaba el ritmo. Los niños llevaban palos que utilizaban como bastón y corrían de arriba abajo como chuchos.

Abandonaron el bosque y llegaron por fin hasta la ermita de B. Todo estaba listo. Mientras unos escuchaban al cura otros preparaban la comida.

La misa transcurría con toda normalidad. Los cantos a coro recordaban una especie de ritual pagano. La naturaleza rodeaba la ermita de piedra y madera y la humedad del bosque penetraba por cada rendija. Las velas iluminaban de forma muy tenue y proyectaban extrañas sombras en las paredes. Todos rezaban de pie y de manera solemne.

Afuera se escuchaba un murmullo de celebración y alegría general.

Allí cada cual encendía su propia hoguera. El olor a cerdo asado y a caldero de patatas y pimientos flotaba en el aire. Los niños se entretenían jugando con palos y piedras. Los mayores disfrutaban de su tiempo de ocio. Todos estaban muy contentos y se juntaban con aquellos elementos a través de los cuales su felicidad aumentaba a cada instante. Cuando terminaban de comer los mayores se divertían jugando a las cartas y bebiendo licor mientras los niños se lanzaban al bosque a investigar.

Después de amontonar un montón de piedras y de cubrirlo entero con hojas secas descendieron hasta un riachuelo. Allí levantaron más piedras y encalaron un tronco seco de un lado a otro. Un perro desconocido les acompañaba y les seguía a todas partes. El olor a humo se acercaba hacia ellos y acababa por desaparecer en el agua. A lo lejos se escuchaba el sonido de motos y tractores. El valle entero estaba de celebración.

Y todo aquello acababa por fastidiarle. Sus amigos seguían amontonando piedras y lanzando palos al agua. La luz en el exterior dejaba de ofrecerle los reflejos necesarios y desaparecidos los matices, se transpuso directamente dentro de la ermita.

Allí dentro todo se componía de elementos reflectantes. Casi no había luz y los únicos bloques que destacaban entre las sombras eran un extraño retablo de madera, una pila de granito y una vela. El suelo estaba muy oscuro y de un tono rojizo casi negro. Las paredes de piedra parecían moverse paralelamente hacia él. Le entraron ganas de correr de un lado a otro. La luz del sol de mediodía traspasaba las rendijas de la puerta de madera y del techo. Dentro de la ermita todo era de una intensidad mucho más soportable. Poco a poco se iba acostumbrando a la oscuridad y procesaba más información. De repente descubrió un montón de repuestos de velas en una esquina del suelo. Estaban sin estrenar y sin pensarlo un instante cogió un par y se las metió en el bolsillo.

Tampoco soportaba el sol de mediodía.


Romería nº2

El viaje en coche le mareaba. Aparcaron encima de la hierba y empezaron a subir. A mitad de camino estaba la fuente. Una especie de abrevadero de cemento lleno de musgo. Descansaron un rato y llenaron sus cantimploras. Nada más llegar al bosque uno de los más torpes tropezó con una piedra y cayó de bruces contra el suelo. Era imposible detectar cualquier cosa peligrosa debajo de las hojas. Lo pies se hundían y las rodillas se cargaban con el peso de su cuerpo. Suspendida en el aire la temperatura en el bosque se hacía asfixiante. Cuando por fin llegaron a B. descansaron cinco minutos, bebieron agua y entraron en la ermita.

Todo estaba lleno de esculturas y de flores. La luz del sol se colaba a través de una pequeña ventana cuadrada y en las paredes se formaban enormes telas de araña. Para cuando quiso darse cuenta ya se habían ido todos de allí.

Se quedaba sólo siempre que podía. Era de una total estupidez sentirse diferente al resto. Seguramente su memoria le jugaba malas pasadas y lo que de verdad conseguía con todo ello eran experiencias nimias. Algo que jamás le serviría para nada recordar.

Los ramos de violetas destacaban sobre el dorado de la madera pintada y las esculturas parecían desplazarse por el aire. Las figuras sobre fondo negro giraban como en un sueño. No había en ello reflejos que le recordaran a nada ni a nadie. Atravesaba una especie de finca nocturna rodeada de muros de hielo y en medio de ese laberinto privado se formaba la niebla.

De pronto un hombre alto y delgado se acercó hacia él.

- ¿Qué haces aquí? – le preguntó.

- Tan sólo miraba. – respondió el chico.

El hombre alto y delgado era el encargado de abrir y cerrar la ermita. Su rostro era alargado como media barra de pan.

- Aquí solo se entra para rezar. ¡Fuera de aquí! –gritó.

No contestó. Ni siquiera le pudo mirar a los ojos cuando se fue. Sus amigos y hermanos le esperaban en el bosque recogiendo leña. El sol de mediodía calentaba su cabello pero sin embargo sus manos y pies estaban fríos. Cuando sus amigos le preguntaron qué demonios había estado haciendo contestó:

- Estaba rezando.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Fernandito P.M.



Algunos rituales cargan de sentido la presencia de los seres humanos sobre la tierra. Su significado y necesidad han impulsado que hasta el presente se sigan celebrando fiestas por todo el mundo. La posibilidad de otorgar un sentido a la existencia ha sido ineludible y por lo tanto el ser humano siempre ha reservado una región de su tiempo para ello.



El día de todos los santos y difuntos era un día especial. En L. algunos lo celebraban de una manera muy peculiar y a la vez muy solemne. Por la mañana se celebraba una misa en la iglesia. Justamente después de que el cura pronunciase su esperado podéis ir en paz, los niños se lanzaban corriendo a la calle ondeando sus enormes bolsas de plástico. Cuando por fin llegaban a la primera casa del pueblo agitaban de nuevo sus bolsas y gritaban:

- ¡Arrebuche, arrebuche!

La cosa consistía en recoger todos los caramelos, frutos secos y monedas posibles que cada vecino lanzaba con fuerza desde su balcón. Los niños conocían bien cada casa y lo que podían esperar de cada una de ellas. La mayoría de las casas lanzaban caramelos, pero algunas lanzaban incluso monedas. Otras, como la casa de M., eran famosas porque en alguna ocasión habían lanzado manzanas podridas en vez de caramelos.

Cuando los niños llegaban hasta el final del pueblo, sus bolsas de plástico rebosaban caramelos y frutos secos que durante el día devoraban hasta la enfermedad.

Todos los años, un grupo de niños visitaba el cementerio del pueblo. Habían oído a los mayores decir que era posible hablar con los muertos. La idea les fascinaba y nunca olvidaban su visita. Ésta consistía en colocar unos pocos caramelos cerca de en una pequeña cruz de madera.

Aquella cruz era algo especial para ellos. El niño que estaba enterrado allí había muerto sin llegar a cumplir un año.

Se llamaba Fernandito P.M.

En una chapa metálica blanca bastante oxidada estaba escrito su epitafio y debajo había impresa una pequeña ilustración del rostro de un querubín. Ninguno de ellos se olvidaba de colocar su caramelito cerca de la cruz e incluso alguno reservaba el mejor caramelo para la ocasión, enterrándolo cuidadosamente entre la hierba.

Siempre que llegaban lo primero que comprobaban era si aún seguían allí los caramelos del año anterior. Al encontrar los envoltorios vacíos se imaginaban que aquel niño se los habría comido. Esto les hacía sentirse especiales e imprescindibles para él.




Le gustaba entretenerse y asustar a sus sobrinos con historias de terror. Algunas eran ciertas y otras se las inventaba. Consideraba un importante ejercicio para la imaginación de sus sobrinos el que conocieran aquellas historias. Mientras paseaban escuchaban fascinados con la sensibilidad a flor de piel y exigían a su tío nuevos e increíbles relatos. Después de que él les contara la historia de aquel niño decidieron ir a visitar su tumba. Hacía años que no había vuelto por allí y consideraba necesario demostrar a sus sobrinos que hablaba en serio.

Cuando llegaron al cementerio el viento ondeaba muy suavemente la hierba amarilla que inundaba el suelo. El silencio era tan intenso y terrorífico que decidió romperlo para tranquilizar a sus sobrinos.

- ¿a qué mola este lugar?

- ¡Siiiii!, - contestaron a coro sus dos sobrinos.


La hierba cubría las tumbas y apenas se podía distinguir una de otra. El chico buscó el lugar donde hacía años se encontraba la cruz del niño pero en su lugar no había nada. No podía creer que alguien la hubiese robado. Aturdido miró a sus sobrinos y les dijo:

- Os juro que estaba allí, alguien se la ha debido llevar.
- ¿Dónde? – Preguntaron ellos.

Acto seguido se agachó y señaló el lugar donde recordaba clavada la pequeña cruz de madera. Sin poder aceptar que la cruz había desaparecido excavó un poco entre la mala hierba y entre la humedad y descubrió en el fondo un listón de madera roída. Allí estaba la cruz. Sus sobrinos no daban crédito a lo que estaban viendo. Uno de ellos, con los ojos muy abiertos se alegraba mucho de haberla encontrado. Ello significaba que era verdad lo que contaba su tío. Hacía tan sólo una hora les había contado aquella increíble historia y ahora comprobaban asombrados que era cierta.

Todo se rodeaba de una magia indescriptible que él y sus sobrinos degustaban hasta el mínimo detalle.

Con mucho cuidado clavaron de nuevo la cruz y se sentaron a su lado. Cerca del suelo se podían respirar fragancias de hierba y tierra. El sol se ocultaba entre las montañas mientras de fondo se escuchaba el sonido de los coches. No quedaba tiempo para más historias. Se levantaron y observaron por última vez a su alrededor. Todo empezaba por adquirir un efecto nocturno que asustaba. En el interior, la tierra de sus antepasados cobraba vida. El sol totalmente oculto anunciaba la llegada de una especie de fúnebre evento privado. La pequeña cruz de madera se elevaba de nuevo majestuosa en el centro del cementerio.


A lo lejos un diminuto aguilucho cruzaba el cielo impasible y ajeno a todas estas historias.


Metros de gallardetes



Éstos infestaban la calle principal y la plaza del pueblo. La mayoría se enganchaban en el tendido eléctrico de las casas y en las farolas. Por la mañana todos los chavales jóvenes madrugaban para ayudar a colocarlos. Las calles estaban llenas de colores de plástico que significaban diversión futura. Todo estaba preparado para disfrutar de tres días inolvidables. El caso es que cuando acababan las fiestas nadie se ocupaba de retirarlos. Ya habían desaparecido las ganas de expansión.

Lo más divertido era cuando llegaban ciclistas y forasteros al pueblo. Casi todos preguntaban siempre lo mismo:

- ¿Son fiestas?

A lo que los chavales contestaban entre risas:

- No, lo que pasa es que no han quitado los gallardetes.


Lo que ocurrió entonces fue que acabaron degradándose por el frio del invierno y el viento. El plástico acabó por pudrirse y fundirse con la nieve. Seguramente los nidos de los pájaros y el suelo y las alcantarillas contuvieron pequeños fragmentos de plástico de colores durante años. Ya no se volvieron a colocar ni se compraron gallardetes nuevos. Las fiestas dejaron de ser lo que eran el año que desaparecieron.



Hace menos de un año, uno de los niños de aquel entonces decidió que ya era hora de volver a decorar las calles del pueblo con gallardetes. Sin pensarlo un instante, cogió el coche hasta llegar a P., aparcó y se dirigió hasta un antiguo bazar que conocía desde hacía años. Llevaba dinero y pensaba gastárselo todo en gallardetes. Dentro del bazar había un perro pequeño ladrando y detrás del mostrador su dueño fumaba un cigarrillo.

- Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
- Buenos días, ¿No tendría por casualidad banderines de colores?
- ¿Banderines? Claro que si, ahora mismo se los saco.

Acto seguido el vendedor se introdujo en su pequeño almacén y volvió con un rollo enorme de banderas de plástico. Había banderas de Alemania, de España, de Inglaterra, de Francia…

- No, no, perdón, no me refería a esas banderas, lo que quiero son banderines triangulares de colores, no sé si me entiende…
- ¡Claro que sí! Pero eso no se llaman banderines, se llaman gallardetes.
- ¡Ah, sí, sí, claro! Pues si es tan amable quisiera cincuenta euros de gallardetes.
- Ahora mismo. ¿Quiere que le haga una factura?
- No es necesario gracias, me vale con el ticket de compra.



Por la tarde el chico entregó todos los gallardetes al alcalde. El hombre se sorprendió al ver tantas bolsas pero le dio las gracias y quiso devolverle el dinero. El chico dijo que no era necesario pero el alcalde insistió. Subió a su casa y le abonó la cantidad correspondiente al dinero que se había gastado.



Al día siguiente, el chico se levantó bastante tarde y cuando salió a la plaza no podía creer lo que veían sus ojos. No era consciente de la cantidad de metros de gallardetes que había comprado. El pueblo entero estaba otra vez lleno de colores. Colores vivos, flamantes, el pueblo entero olía a plástico nuevo. El alcalde y otro chico del pueblo habían madrugado y habían colocado hasta el último gallardete. No se habían dejado ni uno. Todo el pueblo parecía estar de acuerdo del hecho que significaban aquellos plásticos de colores. Su forma triangular, portadora de significado, anunciaba una celebración colectiva en donde cada cual participaba formando una masa homogénea y divertida. Sus cabezas daban vueltas en el interior de un circo de vivos colores, daban vueltas hasta marearse y perder el control de una estabilidad perecedera. Algunos lugareños aplaudieron su hazaña y otros ni siquiera se dieron cuenta pero sin embargo había algo festivo en su interior, una especie de felicidad acompañada de una tierna complacencia…

viernes, 5 de noviembre de 2010

Simón “cinta de casette”



Todavía hoy es objeto de mofa el perro de sus antiguos vecinos.

Los de B. eran una familia muy corriente. Ocupaban el primer piso de un viejo edificio de nueve plantas. Todos los días, la hija menor de éstos sacaba a pasear a su mascota. Era un perro pequeño y de pelo negro rizado. Lo tronchante de toda esta historia era el hilo de voz sine nobilitate que su dueña entonaba a la hora de dirigirse al chucho. También era digno de burla el nombre que había elegido para él. No porque se tratara de un nombre ridículo. De hecho, era un nombre bíblico muy de moda en aquella época, sin embargo, no lo era tanto para un perro como aquel. Cada vez que ésta se dirigía al chucho, él y sus hermanos lloraban de la risa.

- Simooooooon, ven aquí Simoooon. Deja en paz a esos niños y ven aquiiiii.


El caso es que todos los días pasaba lo mismo y era el perro el que se acercaba a ellos meneando el rabo y era su vecina la que empezaba a gritar.


- Simoooooon, si no vienes ahora mismooo te quedas sin comeer. ¡Te he dicho mil veces que no molestes a tus vecinoos!


Por las noches, cuando su madre ya había bajado las persianas y apagado la luz, él y sus hermanos se seguían burlando de su vecina y de su ridículo perro.





Una triste y luminosa tarde de otoño, paseando por la carretera, encontraron cerca de un contenedor una cinta de casette abandonada. Era una cinta grabada y en la etiqueta estaba escrito un nombre desconocido a bolígrafo azul. Uno de ellos rompió su mecanismo separando en dos extremos la cinta grabada y empezó a estirar. Mientras arrastraba aquel plástico por uno de los extremos gritaba:

- Simoooooon, ven aquí Simoooooon. Nunca me haces caso Simoooooooooon.



Desarrollar esta parodia les entretuvo toda la tarde. Se turnaban entre ellos para sacar a pasear a Simón. Gritaban y daban vueltas con la cinta en la mano hasta que el casette se elevaba y empezaba a dar vueltas en el aire y a su alrededor.


- ¡Simooooooooooooooooooooooooooon!


A partir de entonces a cualquier objeto enganchado con una cuerda, ya fuese una piedra o un palo le llamaron… ¿A que no lo imaginan?


Arañas rojas



Siempre se arrastra la sombra de la conciencia. Su proyección puede iluminar hasta el cemento más oscuro. Todas las casas que reciban luz serán las elegidas para marcar el camino hacia otras casas de cemento oscuro que esperan ser iluminadas algún día. Por el camino se podrán encontrar fuentes, también de cemento, pedestales vacíos y muros donde la vida transcurra ajena a esa luz.




El olor de los manzanos que rodeaban su jardín le recordaba al otoño. Los días empezaban a ser más cortos y más fríos. Recogió un montón de ramas del suelo y las lanzó una por una hacia los manzanos. Media hora después salió por la puerta del patio en busca de sus amigos.

Habían quedado enfrente de la casa de I. El fin de semana anterior encontraron un montón de tiza en un contenedor de obra y habían decidido pintar en la carretera cerca de la entrada del pueblo, justamente en frente de la casa de I.

Una casa grande de cemento gris oscuro y blanco.

Cuando llegó hasta allí aun no había nadie. Se sentó en el muro que separaba la finca de la carretera, cruzó las piernas y se puso a observar.

El muro también era de cemento pero de un tono gris muy claro. No era totalmente liso. La superficie era un poco rugosa debido a una trama de pequeños agujeros simétricos. El cemento estaba un poco pulido y sucio y algunos de los agujeros habían desaparecido por el roce y por el paso del tiempo. De repente entre aquellos agujeritos vio algo que llamó especialmente su atención. Unos puntos rojos diminutos recorrían la superficie en línea recta cruzando la superficie del muro. Aquellas formas vivían en el cemento, ese era su lugar. Se acercó un poco más y adivinó unas pequeñas patas alrededor de los puntos. Se trataba de un nido de arañas que por alguna extraña razón vivía en aquel muro. Parecía como si hubieran surgido del propio cemento, como si aquel material innoble les hubiese dado la vida.

Sin embargo esta vez iba a ser la curiosidad y estupidez de aquel niño la que interrumpiera la existencia de algunos de aquellos diminutos seres.

Era algo muy fácil y divertido. Con un solo dedo, el chico podía segar la vida de cada puntito, aplastándolo y arrastrándolo, creando una pequeña línea roja en el cemento. Así se entretuvo durante casi media hora hasta que aparecieron sus amigos.

Sin decir nada cogieron las tizas y se pusieron a dibujar y a escribir chorradas en la carretera.

Una insignificante tira de plástico



Dejó atrás su pueblo, cruzó la carretera y recorrió el camino que le llevaba hasta el depósito de agua. La temperatura era agradable a pesar de que a mediodía habían llegado a los cuarenta grados. Le gustaba pasear cuando el sol iluminaba de una forma oblicua. No soportaba el calor excesivo del verano durante el día pero le encantaban las noches. Recorrió una pista de gravilla negra y llegó por fin hasta el depósito. No era la primera vez que iba. Todos los jóvenes del pueblo lo conocían y solían ir allí por las noches con sus coches a fumar porros, escuchar música y charlar. En ese preciso instante no había nadie y él lo sabía.

Hacía tiempo que ni siquiera los jóvenes del pueblo iban por allí.

Superó un pequeño montículo de tierra y escaló una pequeña plataforma de cemento para subir hasta el tejado del depósito. Se sentó en el borde más alto y se puso a contemplar el paisaje. Las nubes parecían quererle decir algo. No se estaba volviendo loco ni tampoco sufriendo una especie de revelación. Simplemente le hablaban de algo que ya conocía. Su movimiento era muy lento, casi imperceptible y poco a poco iban cambiando de color. Se encendió un cigarro y contempló de nuevo el paisaje. Las casas del pueblo se veían muy pequeñas desde allí. Las piscinas se dibujaban mucho más azules que de costumbre. Las montañas se iban oscureciendo adquiriendo un tono verde azulado. De repente el aburrimiento se le hizo insoportable y bajó hacia el pueblo. Había pensado compartir éstas experiencias con ella. Pensaba que el silencio de la materia no existía para nadie pero estaba equivocado. Miraba hacia el suelo y daba patadas a los guijarros de forma violenta. Entre la gravilla encontró algo que le llamó especialmente la atención.

Era una tira de plástico amarilla.

No podía adivinar su razón de ser y sin embargo se la guardó. Pensaba dársela a ella, quizás así podría compartir aquella experiencia con alguien. Los objetos reflejaban a través de él hacia ella y de nuevo hacia exterior. Sus reflexiones eran muy simples, casi tanto como aquella insignificante tira de plástico.

Justo en el lugar donde había encontrado su precioso regalo, a la izquierda, había un camino de tierra. El sol reflejaba en los cardos que lindaban un camino lleno de luz. Muchas veces había tenido la tentación de tomar aquella dirección, sin embargo nunca lo había hecho. Lo haría por ella. En su delirio creía que algún día podría recorrer aquellos senderos con ella, juntos de la mano y casi sin hablar. La realidad era que su sensibilidad le trastornaba y le alejaba cada vez más de la vida. No podía seguir así. El aire soplaba muy suave y tibio y cada vez que lo hacía le recordaba de nuevo a ella. No era posible que en tan poco tiempo su imagen y su presencia hubieran ocupado tanto espacio en su mente. Casi no la conocía pero consideraba que todo el mundo era predecible y que seguramente ella también. Esto hacía las cosas mucho más fáciles.

El caso es que se aburría pensando en todo esto. Miró hacia el cielo y respiró una de aquellas agradables y cálidas ráfagas de aire. El camino subía de nuevo hacia el monte así que decidió volver.

Cuando llegó a casa ya se había mudado de todas sus reflexiones pasadas. Éstas ya no formaban parte de su realidad cotidiana. Su madre preparaba la cena y su padre estaba regando la huerta. La vida en el pueblo no estaba mal pero le aburría. No podía evitarlo. Le aburría casi todo. De repente recibió un mensaje. Metió su mano en el bolsillo derecho buscando el teléfono y sacó una extraña tira de plástico amarilla. La observó con detenimiento y pensó que quizás no significaba nada conservar aquel estúpido fetiche.

Resultaba algo demasiado serio y ganaba un merecido primer premio al aburrimiento.

Pompas de humo



Estaba triste y sufría una especie de carga que le hacía sentirse mucho más pequeño de lo habitual. Sus preocupaciones no le incumbían a nadie, ni siquiera a él mismo.

Entró en el salón y se tumbó en el suelo, encima de la alfombra. En la televisión aparecía una especie de mago vestido de negro que hacía pompas de jabón. El mago había aspirado humo y las pompas eran blancas. No podía creer lo que estaba viendo, las pompas flotaban en el aire sobre un fondo de color negro infinito. Todo se desarrollaba en absoluto silencio. La coreografía de aquel hombre armonizaba con el movimiento de las pompas de jabón y cuando explotaban su estirado cuerpo temblaba. Era una especie de mago payaso y bailarín.

La televisión reflejaba ondas azules sobre la alfombra llena de polvo. También reflejaban ondas azules la mesa de mármol negra y las paredes blancas de gotelé.

De pronto tuvo la misma sensación que había tenido hacía días cuando jugaba solo. Se levantó y miró por la ventana mientras se apoyaba en el sofá. Afuera estaba totalmente de noche y todas las farolas de la calle estaban encendidas. No eran más de las siete de la tarde y ya no quedaba ni rastro de luz natural. Sus hermanos miraban la televisión en silencio. Pensaba en el colegio. No le gustaba hacer los deberes y sus profesores seguramente le castigarían si no los hacía. Corrió la cortina y se tumbó de nuevo en la alfombra. El mago de la tele seguía haciendo pompas de jabón y de fondo sonaba una música muy rara. De vez en cuando se escuchaban los sonidos del público que aplaudía y gritaba. Lo que verdaderamente le fascinaba era ver cómo fumaba su cigarrillo y acto seguido soplaba por uno de aquellos extraños tubos. Los movimientos del mago eran como los de un chicle. Llegaba incluso a mantener en el aire cinco pompas a la vez.

Él y sus hermanos miraban el espectáculo embobados. Ninguno de ellos decía nada y sólo se limitaban a reír de vez en cuando. De repente apareció su madre y apagó la tele. La habitación se quedó completamente a oscuras y al fondo observaron la luz del pasillo.

CONCIERTO DE MORLANS EN EL KATOS