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martes, 28 de junio de 2011

Ropa de invierno



Se terminaba el verano y empezaba de nuevo el otoño. Cerraban las piscinas públicas y se acababan las fiestas de los pueblos. Todos regresaban a sus casas cansados y un poco más viejos. Los días empezaban a ser más cortos y más fríos. Había sido uno de los veranos más aburridos de su vida. Paladeaba cada segundo de aquellas interminables jornadas y reflexionaba acerca de lo mucho que significaban para él. Ahora lo que tenía que hacer estaba claro.

Volver a empezar.

Intentar vivir cada día como si no existiera el mañana y poder brindar por el amor. Andar por la calle observando el trasiego inmutable de todos y cada uno de los seres que tanto amaba. Y sentir el odio inevitable del que también formaba parte sin excepción.

Estaba nervioso y su corazón latía con fuerza.

Acababan de abandonarle unos amigos en coche. Le habían dejado en un paso de peatones cerca de su casa. Los tilos plantados en la acera empezaban a perder sus hojas caducas. El viento agitaba sus ramas y vibraban sus hojas de color amarillo. Y algunas se posaban aisladas en medio de la carretera expuestas a ser arrolladas por los coches.

Coches que circulaban a toda velocidad.

Sacó las llaves y empujó con el hombro la puerta. Cogió el ascensor y se miró en el espejo. Levantaba las cejas y hacía muecas. Llegó al segundo piso y abrió la puerta de casa.

La casa estaba totalmente a oscuras.

Se tumbó en la cama mirando al techo. Estaba cansado y no podía dejar de pensar en lo mismo. Una imagen que no le dejaba dormir. Perversa, maravillosa imagen que le arrastraba hacía un abismo de cuentos infantiles.

Sentimientos puros que necesitaba compartir con alguien.

Se levantó y abrió su armario. En el fondo estaba toda la ropa de invierno que había guardado hecha una bola. Pensó que lo más prudente sería sacarla de nuevo. El olor que desprendían las prendas se mezclaba con el aire. En el interior de un jersey de lana descubrió un nido de polillas. De repente todas ellas revolotearon a su alrededor creando una nube de muerte.

Una nube inmensa que le dejaba ciego y le recordaba de pronto al verano.


viernes, 24 de junio de 2011

Unas piernas delgadas como palillos



Era verano por la tarde. Y se largaba porque ya no soportaba los cuchicheos de sus amigos.

Descendió a trompicones por un camino de piedras bastante grandes. Rodeó la iglesia y giró a la derecha hasta llegar al final del pueblo. Justo antes de la carretera general había un campo enorme lleno de malas hierbas y de tierra. Recordaba haber jugado al fútbol o corrido a lo largo y ancho de aquella extensión llena de cardos. No había nada que describiera mejor el aburrimiento que experimentaba en aquel preciso instante como ver brillar la hierba que crecía iluminada de forma oblicua entre la tierra y el barro.

Y el sonido de unos ladridos de perro a través del aire no ayudaba en absoluto.

De repente a lo lejos, en el azul celeste, observó un punto alargado atado a un hilo. Era una cometa surcando el cielo muy despacio, casi inmóvil. Se acercó corriendo y siguiendo el hilo que la sujetaba. Escondido entre la hierba y apoyado en un muro de hormigón estaba P.

- Hola P. ¡Vaya cometa más chula!

- Ya ves. Me la regaló mi tío.

- ¿Me dejas volarla un rato?

- No.

Por lo visto no había nada que hacer. Tampoco le importaba. Se sentó junto a él y se quedó mirando embobado la cometa.

Una cometa preciosa con forma y dibujo de un águila. Ascendería hasta llegar al espacio rodeada de estrellas. Entonces atrapada por el influjo de los astros tardaría en volver varios meses. Una capa protectora especial rodearía sus bordes de plástico transparente y la impulsaría hacia el abismo. Y entonces él, sujetado a un extremo del hilo se alejaría de todas y cada una de sus obligaciones de niño pequeño. La tierra no era nada más que una esfera llena de tierra. Empezaban los problemas físicos de la misma forma que empezaban las ganas de bajar de nuevo. Las manos se resentían por el peso del cuerpo de la cometa. Observaba el paisaje por última vez.

Sus ojos, brillaban sus pupilas como dos estrellas. ^^

- ¡No te la pienso dejar por mucho que esperes!

Estaba claro que su presencia ya empezaba a incomodar a P.

Se levantó y se marchó.

A su derecha los coches cruzaban a toda velocidad la carretera general. Le habían prohibido terminantemente salir del pueblo y arriesgarse a ser arrollado por una de aquellas moles de hierro. Acabarían con su corta vida de muchacho estúpido e imprudente.

Sus piernas temblaban con el giro que sobre sí mismo su cuerpo realizaba para darse la vuelta y largarse a cenar a casa un bocadillo.

Miraba sus piernas delgadas como palillos.

Sus piernas llenas de vida y de mugre.

viernes, 17 de junio de 2011

Shadow of the beast



Sus amigos no entendían que demonios le ocurría. No quería salir a la calle ni tampoco estar con nadie. Deambulaba por su casa como un fantasma. Cuando por fin se fueron sus hermanos subió las escaleras a toda velocidad y conectó la videoconsola. A su izquierda había una torre de videojuegos casi tan alta como el techo. Le costaba decidirse por uno en concreto. Finalmente se decantó por el más complejo y raro. Le emocionaba la música de aquel videojuego. La banda sonora se impregnaba en su cerebro y le proporcionaba una maravillosa sensación de bienestar.

Y entonces podía marcar el ritmo y el transcurso de la partida sin que nadie le molestara.

El videojuego destacaba por ser uno de los primeros que incorporaba el scroll; la sensación de velocidad relativa que distingue los planos de fondo y los primeros planos. Las posibilidades eran todas y muy limitadas. Caminaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Mataba murciélagos y esquivaba piedras. Cuando la cosa empezaba a complicarse y los enemigos se multiplicaban acababa perdiendo la vida.

Y empezaba de nuevo.

Aquella música oscura, preciosa y llena de sensibilidad le recordaba a su jardín en invierno. Se producía entonces la alquimia de los inspirados japoneses recorriendo su cuerpo. Las partidas no duraban más de cinco minutos y se quedaba atascado todo el rato en el mismo sitio. No sabía qué hacer y no tenía a nadie que le ayudara.

Echaba de menos a sus hermanos y amigos.

Su precioso plan no había salido como esperaba. Su intención era pasar la tarde encerrado y jugando a la videoconsola. El problema era que simplemente llevaba media hora y ya se había aburrido.

Empezó de nuevo correr, esta vez dando saltos hacia delante. Había conseguido superar los obstáculos y podía continuar. Que maravillosa sensación le empujaba a recorrer aquellos desiertos. Eran la música y el personaje. Eran los colores de la pantalla, las montañas de formas extrañas y el suelo de hierba.

Y los ojos venosos que aparecían y desaparecían aleatoriamente.

La persiana se reflejaba en la pantalla de aquel precioso mueble llamado televisión. La luz de la bombilla se proyectaba sobre las paredes blancas de yeso. La increíble música, mística, alucinante y llena de matices del videojuego flotaba en el aire. La media luna y las nubes del fondo de la pantalla se desplazaban a gran velocidad. Las piedras y vallas de madera le remitían a valles solitarios en medio de la nada.

Rodeado de tierra plana y repetitiva.

La monotonía reinaba sobre todo y empezaba a sentirse triste y cansado. Recordaría los gráficos y los colores de aquel videojuego toda la vida. Morado en el centro y solitario personaje. Extraterrestres y melodías llenas de magia sobre oscuras catacumbas. Dragones con los brazos en alto y afiladas bocas llenas de dientes con alas. Hitos de piedra que albergan elixires y un descontextualizado zepelín surcando el cielo.

Los videojuegos le transportaban en un bucle hacia un mundo de meriendas y chucherías.

Se había dado cuenta de la experiencia más increíble de toda su vida. Había recorrido mundos que ni siquiera el más inspirado recorrería jamás.

Y sin embargo echaba de menos a sus hermanos y amigos.


domingo, 12 de junio de 2011

En el baño



Hay una forma de entender y de poder dar sentido a las formas de ser concretas de cada uno. Una entretenida retórica de nuestros recuerdos y primeros pasos. El descubrimiento del ombligo y el maravilloso hallazgo de una pestaña en el lavabo. Todos los materiales que rodean y forman parte de la vida. Las habitaciones de corcho y el suelo de goma. Las puertas de madera pintada y el suelo de baldosa helada.

Los recuerdos impregnados de sentido y que forman parte de la personalidad.




Salió de su cuarto y se encerró en el baño. Llevaba toda la vida observando la crema de afeitar de su padre. Destapaba el bote y se llenaba las manos de espuma. La suavidad y frescura que se impregnaba en las palmas y en el dorso de cada mano acababa desapareciendo. Amor al placer lo llamaban algunos. Concupiscencia lo llamaban otros. Que importaba si lo que realmente le proporcionaba era vicio y lo que le supondría en el futuro fueran unos pocos y perversos azotes en su conciencia.

Se había enganchado a la sensación por la cual se hacía cada vez más humano.

Otra cosa que sus sentidos más primarios demandaban era el fuego. Maravilloso y posiblemente uno de los elementos menos controlable que conocía. Simbólicamente en el futuro aparecería en contra de sus decisiones más racionales. También impulsaría sus acciones más estúpidas y concretas.

El destino se jactaba entonces de la genialidad de sus efectos en aquel chico.

El fuego, comparable a la acción de su trasiego por el mundo, supondría un efecto devastador y creativo, necesario para ambos. La cosa es que le alucinaba volcar el contenido de un bote de colonia a través de un pequeño dosificador y dibujar delgadas líneas en el suelo. Acto seguido acercaba una llama. Escribía su nombre y rodeaba sus coches de juguete. A veces también impregnaba sus ruedas y estampaba rectas y equidistantes líneas de fuego al más puro estilo Delorean que vuela y que viaja en el tiempo.

Sus ojos brillaban como dos estrellas.

También brillaban como dos estrellas los ojos de su hermano mayor cuando le mostraba la lata de mejillones que acababa de robar. Entonces se encerraban en el baño con un palillo y se iban comiendo uno por uno todos los mejillones.

Miraban en silencio su palillo hasta que ya no quedaba ni uno.

Y finalmente la bañera. Le bañaban una vez por semana hasta que sus manos se arrugaban como una pasa. Mientras su madre hacía la cena, su hermana mayor se encargaba de secar con una enorme y rasposa toalla blanca todo su cuerpo. Poco después sentados en el borde de la bañera ella le peinaba. Su pelo de niño era fino y de color marrón oscuro. Su cuero cabelludo muy blanco y sensible. Le peinaban con mucho cuidado la raya a un lado. Su cabeza inflada como un balón se resentía y empezaba a sentir calor. Calor que se mezclaba con el vapor del agua del baño. Entonces su hermana le preguntaba si le quería más a ella o a su madre. No sabía que contestar.

Era feliz con las dos y también lo era dentro del baño.


sábado, 4 de junio de 2011

Parapente



A finales de noviembre, en un día soleado, a eso de las once de la mañana se montaron en el coche para dirigirse directamente hasta el fuerte de S.C. Su amigo no paraba de contarle chistes malos mientras se remangaba las mangas de su camisa, le apuntaba con su nariz de pájaro e iluminaba con su cara roja. Siempre muy atento a su reacción, le miraba a los ojos buscando algún signo de complicidad. Entonces ambos se reían sin parar.

También se producían momentos de maravilloso silencio. Mientras uno de ellos conducía y el otro miraba el paisaje a través de la ventanilla.

Aparcaron el coche sobre una enorme explanada de tierra, salieron y estiraron las piernas. El viento soplaba muy fuerte y sus pelucas se doblaban descubriendo el cuero cabelludo. Su amigo andaba encorvado como un gremlin y seguía contando chistes.

- ¿A que no sabes por qué los peces no van a la escuela?

- No lo sé. Dímelo tú.

- Porque se les mojan los cuadernos.

- ¡Qué rabia! Hace años se podía entrar. Ahora está cerrado y sólo se puede pasear por los alrededores.

- No pasa nada, vamos a dar un paseo – dijo su amigo.


Subieron hasta un pequeño y elevado montículo, tocaron una extraña y herrumbrosa cruz de hierro y se dieron la vuelta.

Mientras andaban su pelo fino se fundía con el aire que soplaba.

Observaron el coche a lo lejos. Plantado en medio de aquella llanura el coche parecía mucho más pequeño de lo que era. Realmente no conocían su verdadero tamaño ni tampoco las reglas por las cuales se medía el mundo.

Se consideraban hormigas en un mundo de gigantes.

De repente a lo lejos divisaron cuatro personitas. Uno de ellos, separado del resto, iba enganchado a un parapente. La tela era de color rojo, naranja, amarillo y verde. A pesar de su empeño y temeridad no parecía conseguir despegar del suelo y su parapente se inflaba y desinflaba continuamente.

Se marcharon y se quedaron sin poder comprobar si lo que había conseguido por fin era volar.

miércoles, 1 de junio de 2011

Los columpios de hierro



Maravilloso espacio de hierba que soportaba columpios de hierro. Barras huecas pintadas de colores brillantes. Sus manos llenas de mugre se deslizaban por aquellos columpios. El óxido mezclado con el sudor de las manos apestaba y se cargaban las rodillas. Seis modelos distintos pintados de colores distintos.

Los botes. Balancines de hierro pintados de rojo. Asidero circular y pulido. Su base cilíndrica se clavaba en el barro mojado cada vez que éstos chocaban contra el suelo. Se producía un agujero cada vez más profundo. Servía para aplastar piedras, pétalos y lagartijas.

El caballito. Extraño chasis de hierro pintado de verde. Su balanceo constante surcaba el aire del verano. Peligroso e individualista, el caballito se llevaba consigo malos humos y los expulsaba hacia el exterior. Compañero de los balancines y enemigo del tobogán.

Balancines sin nombre. Los más solicitados del complejo. Gruesas cadenas que atrapaban trozos de palma e impregnaban olores. El suelo de tierra seca en verano a través del aire y en las suelas de sus cangrejeras azules. Briznas de hierba manchadas de polvo de color verde. Sin dejar de ser gemelos se diferenciaban en un pequeño detalle en forma de un par de aros de hierro muy pulido.

La barca. Jaula de hierro pintada de rojo. Comedor del colegio del campamento de ninguno de aquellos lugares. Espacio de libertad y deriva infantil. No se acordaban de casi nada. Allí se gestaban la conciencia y capacidad adulta para reflexionar.

El tobogán. Curvilíneo de hierro pintado de amarillo. Extraño plátano que servía de rampa y contrario a las leyes de la gravedad. Debajo de sus peldaños se contaban secretos. A diferencia del chasis, el tobogán, madre de todos ellos, no hacía distinciones. Amaba al caballito. Bajo su falda albergaba los secretos de todos ellos y ponía en funcionamiento artimañas de reconciliación. Protectora implacable.

Y finalmente el tren. Vehículo de hierro pintado de granate, verde y azul. Máquina del tiempo y tren de vapor gratuito. Se podían largar cuando quisieran. El maravilloso tren les llevaría a donde fuera. Sus campanadas se escuchaban a través de todo el valle. Niños de todo el mundo adornaban sus barreras con flores de colores pastel.

No se sentían atrapados rodeados aquellas formas tan nobles. Se quedaban allí toda la tarde hasta que se hacía de noche. A veces incluso volvían después de cenar y se sentaban sobre la hierba.

Entonces observaban las estrellas y la luna y los columpios.

Su forma de ser de hierro se comunicaba entonces. Eran muy conscientes de que acabarían convertidos en chatarra. Le dijeron esta redacción, las palabras justas que debía incluir.

Se despidieron con un beso frío, de hierro pero maravilloso.