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miércoles, 30 de marzo de 2011

El cuadro naranja



Pasaba uno de esos veranos ociosos en los cuales hacer algo significaba ayudar a los demás. También se hacía cargo de sí mismo pero solamente cuando no había nada mejor que hacer. Llevaba casi todo el día durmiendo. Su rostro estaba pálido y su piel muy fina y transparente. Sus ojos grandes y venosos se rodeaban de una noche tan oscura que parecía que nunca hubieran visto la luz del sol. Realmente nunca había sido aceptado al aire libre. Allí se sentía atrapado, indefenso y mucho menor. Se sentía mucho mejor encerrado en su cuarto y pasando las horas muertas deambulando por la casa. Le gustaba pasear al atardecer y fumarse mil pitillos. Consideraba su forma de vida inútil. Empezaba a pensar que debía dejar de preocuparse tanto por sus problemas de pacotilla.

Su hermana le había encomendado cuidar de su sobrina un par de horas. No tenía nada mejor que hacer y aceptó. Afuera estaban también sus amigos y amigas jugando. Cerró la puerta de golpe y se acercó hacia ella.

- No te vayas muy lejos. Tu madre me ha dicho que cuide de ti y no quiero problemas.

- ¡Vale! ¡Está bien cabeza de chorlito! –contestó su sobrina mientras se colocaba unos patines de plástico.

Media hora después su sobrina se acercó con su mejor amiga. Los ojos de aquella niña parecían alucinados y en su rostro destacaban unos dientes muy torcidos y blancos.

- ¿Podemos entrar en casa para beber agua y quitarnos los patines? – dijo su sobrina mientras guiñaba un ojo y torcía el gesto en una especie de tic.

- Venga vamos – respondió él.





Ya sólo quedaban unos veinte minutos para que su hermana llegara. Su sobrina se entretenía en el suelo dibujando mientras su amiga patinaba por el suelo del salón.

- ¿Me ayudas a quitarme los patines? – le dijo la amiga de su sobrina mientras le agarraba la mano con fuerza.

- Está bien – contestó él.


El caso es que aquella niña no dejaba de mirarle con cara de loca. Parecía como si él le resultara raro. Una línea de separación extraña entre ellos había conseguido llamar su atención. Su sonrisa era cada vez más intensa y soltaba pequeñas risitas cada vez que éste, el tío de su mejor amiga, estiraba de aquella horrible bota llena de ruedas.

- ¡Te huelen un poco los pies! – dijo él.

La niña se puso colorada y empezó a reír. Cuando por fin se hubo liberado de sus patines le dijo:

- El otro día vimos un dibujo que habías hecho. Un dibujo naranja con un marco de madera.

- No sé a qué te refieres. – contestó el chico.

- ¡Que si! ¡Un dibujo naranja con un marco!

- No sé de qué me hablas – contestaba él mientras miraba el reloj.


De repente la niña subió corriendo las escaleras de madera hasta el primer piso y entró en la habitación del chico. Una vez arriba empezó a gritar.

- ¡Mira, aquí está! ¡Aquí está el cuadro!

El chico subió hasta el primer piso y observó a la niña en frente de una serigrafía que él mismo había enmarcado hacía tiempo.

- Ah! Te refieres a éste dibujo... No se trata de un dibujo, es una serigrafía.

- Es el dibujo que vimos el otro día.

- Vale, muy bien. Ahora tienes que bajar e irte a tu casa.


La niña le observaba con una sonrisa de oreja a oreja mostrando todos sus dientes torcidos como chicles. De repente le agarró las muñecas y apretó con fuerza. El chico en vez de liberarse simuló una especie de paso de baile y le dio una vuelta entera para liberarse. Sin embargo ella no se soltaba y seguía riendo sin parar. Se estaba aprovechando de aquel momento de intimidad para jugar con él a solas. Le consideraba un amigo. Seguramente había reconocido hacia ella la misma relación extraña que aquel chico siempre había mantenido con los demás.

El caso es que la niña se divertía pellizcando sus muñecas como si se tratara de un juego. Cuando por fin logro liberarse y bajar al salón apareció su hermana.

- ¿Qué tal se han portado? – dijo.

- Muy bien. – contestó él

- Muchas gracias por hacerte cargo. La verdad, no sé que hubiese hecho sin ti. – dijo su hermana mientras recogía todas las pinturas del suelo.

- Tranqui, no tengo nada mejor que hacer.


Y se marcharon a sus casas. Se había quedado de nuevo sólo mirando las paredes de su cuarto aburrido y fumando.

Miró entre las rendijas de la persiana y decidió salir a dar un paseo. Por fin había concluido aquel largo y aburrido día de verano.


martes, 15 de marzo de 2011

El carro de V.



Como siempre ha ocurrido y nunca será de otra manera, los cambios vienen a derrocar lo que algunos consideran nostalgia inmune. A lo que se refiere este tipo de nostalgia es a aquellos lugares que permanecen igual o muy parecidos a como uno los recuerda y parece que nunca cambiarán. Son inmunes al supuesto progreso y al cambio repentino e incesante. Estos lugares no son insustituibles. Cuando desaparecen pasan a formar parte de otra nostalgia mucho más creativa y que tiene que ver más con aquello que se recuerda o que ya no existe. Son algunos nostálgicos, aburridos y deterministas los que pretenden hacer creer que todos aquellos lugares existieron y que jamás volverán a existir. La sensación de creer insustituibles sus lugares de ensueño consigue que los lugares de ensueño visitados por otras generaciones dejen de ser relevantes. En favor de la creatividad, este tipo de nostalgia nociva debería desaparecer. No importa que lo que las nuevas generaciones recuerden sea un maravilloso campo de trigo bañado por la luz del atardecer o que sea un simple pedazo de cemento en el suelo de un polígono industrial. Tampoco pasa nada si en lugar de tratarse de un frondoso árbol se trate de un horrible poste telefónico. El tiempo será el que active y gestione los posibles accesos a regiones desconocidas. Nada resultaría más revelador que considerar a todas las cosas del mundo relevantes y con posibilidades de formar parte esencial de la nostalgia. Conseguir aprehender esta nostalgia antes de que de ella se apodere el determinismo, permite sentir de alguna forma aquello que hace años supuso tanto y que nunca dejará de significar para tantas generaciones.

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Dicho esto prosigo.

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Cruzando los columpios de hierro, justo antes de bajar la cuesta del río estaba aquel maravilloso lugar. Sobre el camino reposaba siempre un enorme carro plano de madera pintada de rojo y enmarcado de hierro. A la derecha había algunos árboles y matorrales y detrás de ellos un montón de perros. Siempre ladraban, sobre todo cuando su dueño les llevaba la comida. Cada perro tenía construida su pequeña caseta de cemento y siempre estaban atados a ellas. Se pasaban las noches y los días aullando como lobos desesperados, sobre todo las noches de luna llena.

El pueblo entero se había acostumbrado a sus gemidos y sus ladridos ya formaban parte del paisaje sonoro.

De vez en cuando los niños se subían en el carro y observaban entre los arboles a los perros moverse de un lado a otro arrastrando sus cadenas. No sentían ni la más mínima compasión por ellos. Tumbados encima del carro se pasaban horas enteras mirando al cielo y pensando en sus cosas. El tacto de la madera del carro les resultaba agradable y cómodo. Miraban hacia el cielo que inalterablemente azul cambiaba de color sin que se dieran cuenta. A lo lejos, un montón de pájaros cazaban insectos del aire.

Cuando se aburrían saltaban encima del carro haciendo mucho ruido. Entonces los perros se ponían a ladrar. Muchas veces salía el dueño de los chuchos, que también era el dueño del carro y les echaba de allí. Ellos contestaban insolentemente mientras se bajaban del carro con las manos en los bolsillos.

Entonces se sentaban en el suelo de tierra seca, cerca de la cuesta. Pequeñas nubes de polvo se levantaban a su alrededor. Todo su cuerpo se impregnaba de una fina capa de polvo gris. Esperaban a que ocurriera algo mientras se entretenían excavando en la tierra y sacando piedras.

Y no ocurría nada. No esperaban gran cosa. Sus conversaciones giraban en torno al hecho de su presente más inmediato. En sus mentes se gestaba lo que más tarde supondrían sus recuerdos más indefinidos y puros.


El colibrí



El patio y el jardín de su casa estaban en su mejor momento e iluminaban desde su interior una luz maravillosa. Las flores estaban radiantes y sus colores eran tan puros que llamaban la atención. Las rosas eran mucho más rosas y las violetas mucho más violetas. Su sobrino deambulaba de un lado a otro esperando la hora de cenar mientras él hacía lo propio sentado en una silla de plástico y fumando.

El sol se había ocultado detrás de las montañas y empezaban a desaparecer las sombras. Cada vez había menos luz, sin embargo, los objetos conservaban perfectamente todos sus reflejos e intensidad. Las plantas se habían convertido en el centro de atención de todos y el silencio de aquella materia les proporcionaba una información extraordinaria y llena de matices. De repente apareció un pequeño insecto volador que rodeaba las flores y degustaba de cada una de ellas su néctar.

¿Qué es eso? - Preguntó su sobrino.

Es un insecto. - Contestó él.

¿Y qué está haciendo?

Está recolectando polen.

Es muy bonito, parece un colibrí. – Dijo su sobrino mientras lo observaba desde cerca y lo asediaba con un palo.

Déjalo tranquilo, vamos a cenar.


Cuando su sobrino se marchó, él se quedó observando el insecto.

Ya había anochecido y empezaba a hacer frío. Sin pensarlo un minuto más se introdujo en la casa y se sentó en la mesa del salón para cenar.

El menú no podía ser más sencillo. Ensalada de lechuga con cebolla y tortilla de patata. Consideraba aquella cena una bendición y estaba casi seguro de comulgar con todos y cada uno de los comensales de aquella mesa. Cuando empezaron a comer, de repente, entró aquel maravilloso insecto. Revoloteaba por el aire muy nervioso y se chocaba violentamente contra las paredes blancas del salón. También se estrellaba contra el foco que los iluminaba y su impacto producía un sonido seco parecido al sonido que produce el golpe de un nudillo contra una bombilla. Contagiaba su claustrofobia y nerviosismo y decidieron echarle una mano. Su sobrino lo observaba con los ojos muy abiertos y se asustaba cada vez que éste impactaba contra alguna superficie. En su revoloteo parecía advertirles de algo. No era una amenaza, se trataba de un mensaje positivo. Su presencia significaba algo especial. No había flores de por medio ni tampoco violencia. Parecía haber sacrificado su espacio natural y libre por otro mucho más estrecho e íntimo. Lo que quedaba claro es que debían ayudarle a salir de allí sin el menor rasguño.

Apagaron las luces del salón y abrieron la puerta de entrada a la casa. Esperaron pacientemente a que el insecto se marchara. Aquellos instantes transcurrieron extraños. La cena estaba sobre la mesa y todos en silencio esperaban la salida al exterior de su amigo. Cuando pasaron unos minutos observaron una pequeña silueta saliendo por la puerta y dirigiéndose hacia el cielo.

Cerraron la puerta de golpe y encendieron de nuevo la luz. Enseguida acabaron con la comida y pasaron a los postres. Cuando acabaron se fueron todos a la cama excepto su madre que se quedó viendo la televisión. Decidió acompañarla mirando embobado la pantalla y recordando a su pequeño amigo el colibrí.

Seguramente se encontraría dando vueltas alrededor de la luna con su ojo ciego y atravesando el aire sin control. O quizás moriría en uno de aquellos segundos tan largos que transcurren en la vida de un insecto. No lo sabía, tampoco le importaba lo más mínimo. Lo que había conseguido despertar en él no le aportaba nada excepto un poco más de misterio al significado de su existencia.

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