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jueves, 27 de septiembre de 2012

Un segundo viaje al almacén


Aquel trabajo no le sentaba bien. A veces se le ponía cara de loco y su rostro no expresaba para nada su verdadero estado de ánimo. No significaba que por ello odiara a todo el mundo. Aquello también le incluía a él mismo.

De hecho, aquello mismo le redimía.

Llevaba toda la tarde agachando el lomo, siendo amable incluso con la gente que no se merecía su amabilidad. Y era su amabilidad algo especial. No tenía que ver con nada pactado ni tampoco con ningún estúpido protocolo. Era sus ojos cuando buscaban una complicidad que nunca era correspondida. Era sus gestos y movimientos. Pensaba entonces que no había nada que hacer. Lo había intentado todo pero nada. Algunas veces se topaba con algunos clientes que deseaba conocer pero estaba claro que aquel no era ni el momento ni el lugar de charlar. En cuanto lo intentaba, cruzaba una extraña e invisible línea y se encontraba de nuevo solo. Hablaba consigo mismo y se daba cuenta de lo que pensaba. El problema era que nadie más se daba cuenta.

Ni siquiera su rostro acompañaba tan dulces pensamientos. En su fuero interno quería salvarlos a todos, incluso a sí mismo. Pero la verdad y el trabajo físico le devolvían de nuevo a la realidad y le recordaban que no era posible, que no había nada que hacer.

Cuando la jornada tocó su fin se largaron todos a sus casas. Todos menos él y dos de sus compañeras de trabajo. Todavía les quedaba limpiar el bar y hacer un par de viajes al almacén para reponer lo gastado. Salió del bar y se puso a observar la fachada de la catedral. Brillaba intensamente iluminada con los últimos rayos del sol. Entonces se puso a pensar en cosas muy dulces pero de repente se le colaron intrusas tareas pendientes entre toda la poesía del mundo. Ese día le tocaba a él ir al almacén. Bueno, realmente se había ofrecido. Se ofrecía constantemente sin pedir nada a cambio y no intentaba demostrar nada. Aquello le hacía especial o ni siquiera eso. Como todos, sabía que sus buenas acciones tarde o temprano le serían devueltas. Eso era egoísmo del bueno. Era tan humano y precioso a la vez que pensaba que no había nada de malo en desear cosas buenas para uno mismo.

No consideraba malo ser humano y eso era un alivio para él y para el resto.

Hizo dos viajes al almacén. En el segundo viaje se quedó un rato largo intentando recordar si olvidaba algo. De repente escuchó unos pasos. Eran los pasos de un transeúnte que caminaba lento por la acera de enfrente. Miraba para todos los lados y parecía perdido. Se acercó el hombre hasta una verja que lindaba con el patio interior de la catedral. Levantaba los brazos y gritaba como un loco a través de los barrotes. Parecía desesperado. Acto seguido, el chico vio como se acercaba una silueta a lo lejos desde el interior de la catedral. Parecía la silueta encorvada de un cura. El transeúnte le preguntó algo, no sabía el qué, pero parecía que demandara información. Era de noche y tampoco se adivinaban con claridad sus gestos.

La silueta negra de la catedral recortaba perfectamente el gris oscuro del cielo nublado y nocturno. La estampa era maravillosa con las farolas iluminando las aceras.

De repente sonó un disparo.

Tardó en reaccionar pero tardó muy poco en darse cuenta de que delante de sus narices se acaba de cometer un asesinato. Se quedó embobado mirando la espalda del agresor. Llevaba una preciosa gabardina beige. Pensó que le gustaría ver su rostro. Comprobar sus facciones y poder demostrar que los locos no tienen cara de locos. Que los asesinos no tienen cara de locos y que tampoco los locos tienen cara de locos. Demostrar que ni siquiera las personas tienen cara de locos. Mientras imaginaba todo aquello la silueta se giró lentamente. Pensó que lo más prudente sería esconderse por si las moscas. Ni siquiera lo pensó, lo hizo. Rápidamente se ocultó dentro del almacén muerto de miedo. Entonces sí que pensó en llamar a la policía. El caso es que no llevaba el móvil encima. Acurrucado como una cucaracha esperó a que aquel tipo se largara. Sin embargo no se iba. Los pasos de aquel hombre sonaban cada vez más cercanos. Entonces la sombra del asesino se deslizó por debajo del marco de la desvencijada puerta de madera del almacén y se detuvo. Temblaba el chico como gelatina de menta mientras su asesino se lo pensaba. Entonces para olvidarse de todo cerró los ojos con fuerza.

Millones de luces de colores se formaron sobre un fondo granate oscuro. La imagen del cura y de su agresor se mezclaron ambas con sus pensamientos más profundos No podía determinar con exactitud qué pasaba pero el caso es que ya no sentía su cuerpo.

Ya no sentía nada.

Abrió los ojos. La sombra de la entrada había desparecido. Salió a la calle pero no vio nada. Ni siquiera el cuerpo inerte del cura. Se lo había inventado todo por aburrimiento. Se lo había imaginado todo. Se suponía que imaginaba historias que no tenían nada que ver con la realidad cotidiana. En el fondo tampoco podía imaginar de qué trataba su vida cotidiana ni la de nadie y por eso inventaba historias descabelladas. Pensaba que la vida era un misterio demasiado simple.  

Y su cabeza no dejaba de dar vueltas. No dejaba de pensar y de intentar acordarse para qué demonios había hecho ese segundo viaje al almacén.


viernes, 7 de septiembre de 2012

Salir del barrio

Sus tres amigos estaban esperando en una furgoneta roja cuando salió de casa. Los tres llevaban los mismos plumíferos pero de colores distintos. A él no le llegaba para uno pero no le importaba. Le parecían un poco ridículas todas aquellas prendas de montaña con sus marcas bordadas siempre visibles en el pecho. Prefería forrarse de muchas capas de lana y parecer una cebolla humana. Se preocupaba por lo menos de no parecer un pavo en medio de la nieve.




Y eso sus amigos lo entendían a medias.



Cuando llevaban casi tres horas de trayecto por carretera, llegaron por fin a la estación. Estaba plagada de señores y señoras y de niños y niñas con sus esquíes a cuestas. El sol brillaba en el cielo y se reflejaba en la nieve de forma intensa. Una vez más se preguntó el chico qué demonios hacía él en medio de la naturaleza. Se sentía mucho mejor en casa o dando un paseo por su barrio. En la montaña se cansaba con solamente mirar al suelo y dar tres pasos. Y la verdad era que ya no tenía escapatoria. Estaba con sus amigos allí mismo y no le quedaba otra que alquilar unos malditos esquíes y pasarse el día entero deslizándose por aquellas pistas con ellos.



Aparcaron la furgoneta y salieron los cuatro a la carretera. Soplaba un viento helador y el frío se le colaba entre las costillas. Sus amigos enfundados en sus plumíferos se reían de él. No le importaba. Parecían profesionales pero en fondo no lo eran en absoluto. Solamente esquiaban por afición. Y realmente tampoco lo hacían tan bien. El caso es que estaban contentos y bromeaban todo el rato a su costa. Lo que en el fondo les fastidiaba era tener que perder el tiempo y tener que acompañarle a él para que alquilara sus propios esquíes. Cuando salieron de la tienda de alquiler con las tablas en los pies parecían todos ellos patos mareados. Con aquellos horribles esquíes no había persona humana que anduviera con normalidad.



Se pensaban sus amigos que así, con esas pintas, eran lo más. Y realmente solo eran unos pringaos.



Ahora lo que tenían que hacer era ponerse a la cola. Una cola de patosos mudos esperando su turno. Cuando éste llegaba, enganchaban su entrepierna en un arrastre frío como el hielo y se dejaban llevar como carros.



¿Qué diantres empujaba a todos ellos a divertirse de una forma tan incómoda? ¿Qué fuerza les empujaba a seguir allí con todo su cuerpo en tensión y helándose la nariz? Y otra cosa. ¿Por qué la gente fumaba y hacía ejercicio a la vez? Menuda estupidez. Era como curarse una herida reciente con yodo y acto seguido rociarla con raticida. Él fumaba como un carretero sí, pero no hacía ejercicio, o al menos lo evitaba a toda costa.



La verdad, no entendía casi nada.



Cuando llegaron hasta la cima de la montaña, sus amigos se colocaron en posición de descenso. A él todo aquello le importaba un pimiento. Prefería quedarse mirando el paisaje y ver como la niebla iba cubriendo las cimas de las montañas. Los esquiadores eran puntitos y soñaba con descubrir entre todos aquellos seres humanos algo extraordinario. Se imaginaba una especie de yeti entre los pinos que de repente se colaba entre todos aquellos domingueros y los hacía pedazos. Entonces sí que hubiera merecido la pena el viaje. Poder presenciar como aquel horrible ser mutilaba todo a su paso. Entonces la nieve se teñiría de rojo y toda la estación se convertiría en granizado de fresa. Se imaginaba todo aquello con deleite cuando de repente, uno de sus amigos le dijo:



- ¿Qué te pasa? ¿No te atreves a lanzarte? En el fondo no es tan difícil.



Y claro que lo sabía. Sabía que no era complicado esquiar. Solo hacía falta una buena constitución y una pizca de cerebro. El problema era que naturalmente él no contaba con ninguna de aquellas dos insignificancias.



- Lanzaos vosotros primero. – Dijo el chico. – Luego os alcanzo.



- Tu mismo - contestó su amigo.



Y se largaron de allí como flechas. Lo mejor de todo es que no los volvió a ver en todo el día.



Después de bajar aquella pendiente dándose mil trompazos, se detuvo sentado en el porche de un refugio para descansar. Le dolían los pies y con aquellas botas de plástico se sentía un estúpido robot. A la media hora volvió a la tienda de alquiler y recuperó su calzado. Entonces se pasó deambulando por los alrededores de la estación unas cuatro horas más o menos. Se hizo amigo de un perro lleno de nudos y luego se comió un bocata bastante rico y se tomó un café. El resto del tiempo se lo pasó mirando postales en una tienda de souvenirs.



A las cinco horas llegaron sus amigos. Estaban muy cansados y negativos. Se pasaron el viaje de vuelta sin decir casi nada. Sin embargo él, por alguna extraña razón, estaba muy animado.



En el fondo le gustaba salir de su barrio para darse cuenta de que su lugar no estaba muy lejos de su barrio.







martes, 4 de septiembre de 2012

Los zapatos rojos

Estaban demasiado cansados como para querer hacer nada mejor. Se lo pasaban en grande tumbados en el suelo de su habitación observando el techo. De repente apareció su madre y les dijo:

-          ¡Mirad como tenéis vuestra habitación! ¡Parece una leonera!

Su madre les amenazaba.

-          Ya podéis limpiarlo todo en seguida. Si en cinco minutos vuelvo y todo sigue desordenado, ninguno de los dos cena hoy. ¡He dicho!

Y se largó de un portazo. Acto seguido se miraron ambos a los ojos y se pusieron manos a la obra. Empezaron a ordenar sus juguetes y toda la ropa que habían ido acumulando desde hacía una semana. Entre todas aquellas prendas había un par de zapatos rojos que despertaron la curiosidad de su gato. Entonces éste le preguntó.

-          ¿De dónde han salido este par de zapatos rojos? Son muy bonitos. ¿De dónde los has sacado?

Su dueño y compañero se hacía el despistado pero finalmente le contó la historia.

-          Estos zapatos eran de una chica que vivía muy cerca de mi casa. Los veranos solíamos pasar mucho tiempo los dos juntos jugando en su jardín. Pasábamos horas enteras jugando en el porche de su casa hasta que se hacía de noche. De todos los juegos que compartíamos, nuestro preferido era el de la hora del té. Acompañábamos nuestros brebajes caseros fabricados con agua del grifo con briznas de hierba y montones de tierra que simulaban ser comida. Ella colocaba perfectamente su vajilla de juguete sobre una pequeña mesa de camping y luego me ofrecía con afecto probar de cada plato. Lo hacía con una voz muy suave mientras me miraba a los ojos. Recuerdo que yo simulaba comer y beber de aquella comida como si se tratase de comida real. Aquello me hacía tan feliz que no soportaba cuando de repente, llegaba la hora de volver a casa. Un día que yo salía de su jardín y me disponía a volver a mi casa, me crucé con un par de chicos del barrio. Éstos se dedicaban a deambular por la calle sin nada mejor que hacer. Por lo visto habían estado fisgando a través de la valla y habían observado con regocijo cómo jugaba con ella. Aquello les hacía mucha gracia y entonces empezaron a burlarse de mí. La verdad es que no soportaba que se burlasen de la gente. Me daba mucha rabia cuando lo hacían y sobre todo no soportaba que lo hiciesen a mi costa. Me entraron ganas de ponerme a llorar pero me contuve. Ellos me acusaban de estar locamente enamorado y se pitorreaban de mí. Para demostrar que no era cierto me retaron a dejar llorando a mi vecina. Decían ellos que así demostraría que no estaba enamorado. Al día siguiente fui a su casa. Ella me esperaba con la mesa bien dispuesta como todos los días. Sin decir una palabra me acerqué hasta mi amiga y de un manotazo derribé  todos los vasos y los platos que había sobre la mesa. Acto seguido ella se puso a llorar. Entonces sentí el dolor más intenso que había experimentado jamás y me largué de allí corriendo. Mis vecinos lo habían visto todo desde fuera y seguían mofándose de mí. No había servido para nada mi demostración. Pasé de ellos y me aislé durante cuatro días encerrado en mi habitación. A la semana siguiente mi madre me dijo que mi vecina y toda su familia se habían mudado de barrio. Jamás la volví a ver y nunca pude disculparme ni tampoco decirle lo mucho que la quería. Solamente conservo estos zapatos rojos que un día ella me regaló.

-          Vaya. – Dijo su gato y mascota. Que historia tan triste. ¿Sabes que tiene solución no?

-          No, contestó el niño. ¿Cuál?

-          Tenemos la máquina del tiempo. ¿O es que ya no te acuerdas?

-          ¡Es verdad! ¡Vamos! ¡No perdamos un segundo!


Entonces viajaron ambos al pasado. Entraron en el jardín de la chica y escalaron un árbol hasta llegar a la altura de su ventana. Desde allí observaron a la chica llorando y sentada en su cama. De repente su madre entró y le dijo que preparara sus maletas. Se mudaban aquel mismo día. Ella intentaba disuadir a su madre con la intención de poder despedirse de su vecino y amigo, pero estaba claro que no le hacía ni caso. Cuando la madre se fue, entraron el chico y el gato por la ventana. La niña se asustó y se puso a gritar. No les reconocía después de tantos años. Salieron rápidamente de su cuarto y pensaron en un plan B. De repente el gato se acordó que tenía guardada en el bolsillo su manta mágica del tiempo. Cubrió al chico con ella y de repente lo convirtió en el niño que había sido antes. Entonces sí que al entrar la niña le reconoció y acto seguido ambos se abrazaron. Mientras se abrazaban el chico se disculpó. Le dijo con lágrimas en los ojos que sentía haberse portado tan mal con ella y que la iba a echar un montón de menos. Ella sonrió y rápidamente abrió su armario y sacó una maleta llena de trastos de cocina de juguete.

-          Toma.-  Le dijo la niña. - Un obsequio. Te lo regalo para que nunca te olvides de mí y para que siempre me recuerdes. Yo tampoco me olvidaré nunca de ti porque te quiero.

Y se despidieron con un beso mágico.

Cuando regresaron él y su gato a casa no cabían en su cuarto de lo contentos que estaban. De repente entró su madre y observó que todo seguía patas arriba y que además había un objeto añadido al desorden de aquella habitación. Una maleta llena de trastos.

-          Pero, - dijo su madre -¿Cómo es posible que en todo este tiempo no hayáis sido capaces de recoger nada sino que además hayáis añadido más trastos a todo este desorden? Hoy muchachitos os habéis quedado sin cenar los dos.