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lunes, 31 de enero de 2011

Con la sombra de un ciprés en el rostro



Cuando se arroja una mirada en conjunto a las cosas del mundo se producen sombras. Éstas de alguna forma se instalan en la conciencia. Son los restos que se arrastran y pasan a formar parte de la vida. Todos los objetos que ocupan un espacio real dentro del mundo proyectan sombras y son estas sombras, su concepto análogo, la metáfora que utilizaré a lo largo de todo el texto.

Son el volumen de la conciencia, el espacio y el tiempo subordinados a este fenómeno. La maravillosa fantasía de la que también forman parte y la alegría que producen. Los espacios insondables que atraviesan pero que se desconocen. Todo lo aterrador que conlleva adivinarse rodeado de sombras y perder la conciencia del tiempo, que al ser negro, desaparece.

El organismo de este concepto es el encargado de rodear de sentido las acciones. Antes de poder dar por supuesto algo es importante buscar el foco de luz y su dirección. Cuando ya se sabe de dónde proviene y cuál es su radio entonces aparecen sin remedio.

Sin embargo no existen para velar sino todo lo contrario. Lo que proporcionan es una fuente de información maravillosa y que nunca desborda. Las sombras aparecen e iluminan un espacio propio, un albergue de la conciencia que proporciona descanso.

La forma del ciprés, sus perfiles y sus límites coinciden con la verticalidad de un rostro alargado. Su cuerpo delgado y su espeso ramaje consiguen proyectar una sombra inalterable. Al ser tan puro su tono consigue ser la figura idónea para proyectar sombra. Su relación indirecta con los cementerios y parques es puramente estética. Sus hojas perennes y pequeñas, sus flores amarillentas terminales y su madera rojiza y olorosa desparecen para convertirse en una silueta que revela.


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Se despertó cansado. Abrazó a la almohada y estiró las piernas. Su mirada se dirigía hacia sí mismo. Las figuras sobre fondo negro empezaban tener contexto. Sus ideas y sus sueños se mezclaban en degradado y el tiempo avanzaba a golpes.

Se levantó de la cama y encendió la luz. Se miró en el espejo y entre su pelo adivinó miles de sombras que daban volumen a sus ideas. No había en su pelo ni en su mirada nada que revelara excepto media silueta, una parte de sombra que cubría la mitad de su rostro. Calcado y reflejado en simetría, aquel extraño perfil formaba la sombra de un ciprés. No le daba importancia. Todos los días se despertaba y lo primero que veía era aquella silueta. Había aprendido a vivir con ella.

Se duchó y se peinó. Cuando preparaba el café una extraña sensación se acercaba y le cubría cada vez más el rostro.

La luz del sol se colaba a través de las nubes y traspasaban sus rayos las ventanas de la cocina. Su rutina se había alterado debido a una especie de revelación. Recogió la mesa y volvió a su cuarto. Se puso el abrigo y salió a la calle. Afuera el invierno atacaba implacable y casi no había gente. Eran las dos del mediodía y todo el mundo estaba en sus casas. El frío se había colado en sus huesos y andaba por la calle en forma de ce. Esperaba a que los semáforos se pusieran en verde a pesar de que a esas horas no circulaba ningún coche.
Encontraba un lago en su mente. Había que cruzarlo y hacía todo lo posible por conseguirlo. Había oído hablar de la sombra de la conciencia. Le habían dicho: “Siempre se arrastra la sombra de la conciencia”, pero él no había hecho ni caso. Probablemente se tratara de eso.

Empezaba a darle vueltas sin control a todo.

Cuando llevaba más de media hora andando se detuvo. Algo se había estado gestando a lo largo de todos aquellos años. No era tan importante pero sin embargo allí estaba. Todo el peso de sus acciones había llegado en un momento y de golpe. Intentaba soportarlo pero no dejaban de atormentarle. ¿Qué era aquello con lo que cargaban las personas de su misma condición? ¿Eran acaso el reflejo de los objetos y sus sombras lo que arrastraban todas sus acciones?

jueves, 27 de enero de 2011

El palco de madera




Siempre se entretenían en el atrio de la iglesia. Apuraban hasta el último minuto para charlar y planear lo que harían después de misa. Cuando ya no quedaba nadie por entrar lo hacían ellos con mucho sigilo. Subían unas estrechas escaleras de cemento pulido y se sentaban en los bancos de madera del coro. La razón por la cual subían hasta allí era para esconderse de sus padres y de sus tías.

En frente de ellos estaba el alcalde y a su lado un montón de hombres. Al fondo se encontraba B., un delgado anciano de ojos grises y pelo negro teñido. Aquel hombre se encargaba de tirar de la cuerda que golpeaba una de las campanas de la iglesia en el momento de la eucaristía. Su traje azul oscuro le quedaba grande y se fundía con el palco.

Lo verdaderamente revelador era la oscuridad de aquel lugar. Ésta contrastaba perfectamente con la intensa luz del sol que entraba por las pequeñas ventanas de la pared. El ambiente era tan claro que se podía ver hasta la más mínima mota de polvo.

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Casi todos los hombres se dedicaban a pasar la media hora larga que duraba la misa sin pensar en nada, o al menos eso es lo que creía. Sin embargo a él se le pasaban los minutos eternos y no podía parar de pensar en todo tipo de cosas. Escuchaba la voz de su madre mezclarse con la del resto del coro y adivinaba palabras sin forma entre los hombres. Las imágenes de las montañas se dibujaban alrededor de la iglesia y los rayos de luz que se colaban por las ventanas eran los mismos que iluminaban el rio y los tejados de las casa del pueblo.

El crujido de la madera del palco se proyectaba hacia todos los sentidos y cada uno de ellos hacia el exterior.

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Cuando todos se ponían de pie, alguno de sus amigos se quedaba sentado. Otros como él se apoyaban en la barandilla del palco y miraban hacia el cura desde gran altura. Las mujeres del pueblo ocupaban su espacio y observaban devotas las imágenes que aparecían y desaparecían delante de sus ojos. La mayoría reflexionaban acerca de los misterios encerrados en aquellas palabras que el sacerdote repetía una y otra vez cada domingo.

Cuando llegaba el momento de la eucaristía, su proceso más solemne requería de un silencio absoluto. Las velas empezaban a parpadear y parecían emitir un leve sonido a través del aire. El mantel de la mesa del altar reflejaba en su blanco amarillento un blanco tan puro que cegaba y que iluminaba las paredes de piedra.

Una vez más se había conseguido que todos, niños y mayores se dejasen transportar por aquellos símbolos que si no significaban todo, dejaban de tener sentido.

Después de la comunión se producía de nuevo el silencio. Un silencio pulcro que impacientaba a los más pequeños y separaba elevando a los más devotos. Se acercaba el final de la misa de los domingos y él y sus amigos esperaban en las escaleras, cerca de la puerta, para salir corriendo.

Lo que no sospechaban es que afuera les esperaba la luz, aquella realidad que lo invadía todo y que les devolvía al espectro más crudo, más incesante que jamás conocerían.


miércoles, 19 de enero de 2011

El árbol desnudo



Verdad era que cada vez que empezaban a construir una cabaña se les antojaban imprescindibles toda clase de herramientas. Las tardes de verano eran demasiado largas para pasarlas sentados sin hacer nada.

Acabaron de enganchar unos plásticos de color negro sobre unas ramas y se marcharon hacia el pueblo.

Sus amigos le habían encargado coger un hacha de casa. Se comió la merienda e introdujo sigilosamente la herramienta dentro de una toalla. Cuando llegó hasta el lugar acordado todavía no había nadie. Desenvolvió el hacha y se sentó debajo de la copa de un frondoso árbol de hojas verdes y frescas. La sombra que proyectaba en el suelo le protegía del calor. Mientras esperaba clavaba el hacha en la hierba y el hierro oxidado se hundía certero en el barro mojado. De pronto uno de sus amigos apareció. Se sentó junto a él y observó detenidamente el hacha.

- ¿Esta afilada? – Preguntó.

- No mucho pero todavía corta. – Contestó él.


Se levantó y propinó un pesado e incisivo corte sobre el tronco del árbol.

- ¿Lo ves?

El golpe había separado la corteza del tronco y por debajo del corte empezaron a brotar pequeñas gotas de resina. Su amigo se levantó y propinó un nuevo golpe, ésta vez mucho más fuerte. El corte hizo saltar trozos de corteza en su cara.

Y se empezaba a sentir el olor a madera.

Un tercer golpe hizo que miraran a su alrededor. No había nadie y solo se escuchaba de fondo el sonido lejano de un cortacésped. Recogió el hacha y lo introdujo de nuevo en la toalla. Mientras, su amigo se tumbaba de nuevo en la hierba.

Sin pensarlo demasiado, el chico introdujo los dedos dentro de un corte y estiró hacia abajo arrancando un enorme pedazo de corteza. Luego otro más y así durante un rato. Su amigo le observaba desde abajo asombrado.

En menos de cinco minutos lo despellejaron vivo.

Y ya nunca volvió ser el mismo.

Ni siquiera proyectaba sombra. Sus ramas estaban secas y su tronco era mucho más delgado. El suelo de los alrededores estaba lleno de hojas marchitas y casi no había hierba. Las pocas hojas que se conservaban en la copa del árbol estaban amarillentas y con manchas rojas.

Y ya nadie se tumbaba allí debajo para resguardarse del calor, ni siquiera ellos mismos.

lunes, 10 de enero de 2011

Fuegos artificiales



Viajaba hacia B. con el deseo de abrazar y conocer mejor su amor. Los cristales del autobús tintaban el atardecer de un amarillo muy cálido. Nadie hablaba y casi todos dormían. Algunos leían el periódico deportivo y otras revistas del corazón. Sus mentes ocupadas flotaban en el aire. No se podían oír pero estaban allí, impidiendo observar el paisaje a ambos lados. Su mente también estaba ocupada pero luchaba por obtener un momento de concentración y mirar por la ventana. Las montañas se iban oscureciendo y el cielo cada vez más luminoso parecía contener las nubes como pegatinas.

Y a cada instante los colores cambiaban, sin previo aviso y con una gradación finísima.

El olor del autobús era desagradable pero ya estaba acostumbrado. Podía soportarlo, siempre lo hacía. El calor que desprendían la ropa y el cuerpo de los pasajeros se mezclaba con el olor de los asientos perfumados. La temperatura no podía ser más indefinible, sin embargo, sentía frío en las extremidades.

Los pueblos, los restaurantes y los hoteles de carretera se iluminaban a lo lejos y empezaban a desaparecer sus alrededores. Las palmeras, los molinos de viento y los carteles desparecían algunos, otros sin embargo aparecían de nuevo y destacaban entre las sombras.

Los márgenes de la carretera se transformaron en cunetas oscuras e intransitables y se fundieron con las montañas más cercanas. El verde cada vez más oscuro de los árboles más altos, los plantados en la cima de la montaña, se convirtieron en siluetas que tocaban el luminoso azul del cielo.

La estrella polar iluminaba la copa de un árbol de un tono blanco azulado muy frío. Y lo separaba de todos ellos.

La oscuridad lo separaba todo magistralmente.

Se imaginaba cruzando un valle a través del bosque hasta llegar a un pueblo, observando desde cerca maravillosos fuegos artificiales. Imaginaba a sus habitantes bailando y sonriendo. Desde su asiento su mirada brillaba y sus ojos reflejaban aquellas luces.

Y la distancia hacia la luz se compuso esta vez de experiencias mucho más cercanas a su propia vida.




Perfumes



No lo hacía para impresionar a nadie. Simplemente su conciencia acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal pasaba una mala racha. Estaba conociendo el mundo, llevaba conociendo el mundo más de quince años y aprendería a conocerlo mejor en el futuro. La perspectiva de sí mismo no le bastaba por entonces ni tampoco lo haría después. Necesitaba la experiencia.

La creatividad siempre estuvo al servicio de la opulencia, del aburrimiento, del ocio y de la necesidad y él por entonces no estaba ni aburrido ni tampoco necesitaba el dinero. Su carácter gregario le empujaba a cometer esa clase de fechorías sin pensar ni siquiera en las consecuencias de sus actos. Su conciencia no era un obstáculo para llevar a cabo sus caprichos. Lo más problemático era sentirse realizado y conseguir salir inmune de todo aquello.



Se habían puesto de acuerdo para llevar a cabo un pequeño negocio. La cosa consistía en robar perfumes caros para luego venderlos. Mientras dos de ellos despistaban a la dependienta, un tercero deambulaba por la tienda intentando meterse en el bolsillo el preciado elixir. Su técnica de despiste era algo ingenua y simple.

Buscaban un regalo de cumpleaños para su abuela y necesitaban que la dependienta les ayudara en su elección.

Al final de la tarde y después de haberlo intentado en un montón de tiendas sus muñecas olían a toda clase de perfumes horribles.

Y sus amigos se llevaron a casa un par de botellas.

No se le daba bien robar. Su intención era buena sin embargo, le faltaba técnica.


Muñeco de nieve



Cada vez que entraba en aquella sala de borracheras y llena de gente se le olvidaban el espacio y el tiempo. La bebida no le sentaba muy bien pero la amistad le acompañaba a él y a su mejor amigo en el caso de que algo fallara. Habían entrado como flechas por la puerta y llevaban más de dos horas bailando como negros. La marea humana los empujaba de un lado a otro y ellos sólo sentían placer y conversaciones torcidas. Cuando encendieron las luces del garito se miraron a la cara y sin decir nada salieron de allí como ratas. Afuera estaba nevando sin parar y todo estaba blanco. No esperaban que nadie se molestara si se les ocurría lanzar bolas de nieve borrachas a la gente de alrededor. Su amigo le cogió del brazo y le advirtió del peligro que suponía tanto delirio a la hora de compartir sus juegos nocturnos con otros borrachos.

No les quedaba nada que hacer allí y decidieron ir a otro bar.


El viento soplaba con fuerza y arrastraba enormes copos de nieve. El camino resultaba extremo y avanzar abriendo huella por entre los coches constituía una hazaña para la cual ni él ni su mejor amigo estaban preparados. Cuando ya llevaban más de media hora andando el viento empezó a soplar aún con más fuerza. No estaban en condiciones de seguir y no parecía que la cosa fuese a mejorar. Decidieron darse la vuelta y entonces su amigo le dijo:

- ¿Tienes mechero? Quiero encenderme un cigarrillo.


No podía creer que lo intentara. Su amigo se quitó los guantes y se puso al resguardo del monumento de alguna ilustre figura de piedra. Intentaba sin éxito prender el extremo de su cigarrillo húmedo y doblado. Mientras se agachaba para crear una especie de refugio y chupar el filtro del pitillo, doblaba la espalda y flexionaba las piernas. Moriría allí congelado intentando encender su cigarrillo. Su cabeza y su gabardina estaban totalmente cubiertas de hielo.

Se había convertido en un muñeco de nieve borracho.


bolsito de tela serigrafiado en verde oscuro

Expo del Palacete de Burlada sin gente.