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martes, 20 de enero de 2015

¡Tú no mandas en mí!

Os voy a contar la historia de cómo conocí a F.

Yo vivía solo en un agujero. Lo llamaba de esa forma porque eso es lo que era, un agujero. Pagaba un alquiler ridículo y apenas consumía electricidad. En el piso de arriba vivían una madre y su hija. Se pegaban todo el día discutiendo. Cuando estaba aburrido me dedicaba a escuchar sus gritos y reproches. Las paredes eran muy finas y podía entender todo lo que se decían.

-          ¡Recoge tu habitación! ¿Piensas que soy tu esclava? ¡Vives como una reina! – Gritaba la madre.

-          ¡Ahora voy! Qué pesada... ¿Es que solamente sabes decir las cosas chillando? – Contestaba su hija en forma de reproche.

-          No es eso pero… ¡Es que llevo dos días diciéndotelo y no haces ni puñetero caso! ¡Harta me tienes!

Y de repente se callaban. Eso solía ser por las mañanas. Cuando llegaba la hora de comer empezaban de nuevo los gritos.

-          ¡No comes de fundamento! Me pego toda la mañana cocinando para ti... ¿Y es así como me lo agradeces? ¡Eres una desconsiderada! – Gritaba de nuevo la madre.

-          ¡No me gustan las verduras y lo sabes! ¿Qué pasa, que tengo que recordártelo todos los días?

-          ¡Cállate y vete a tu habitación! No quiero verte más...

Y de nuevo reinaba el silencio en aquella casa. Yo solía ver la televisión después de comer y un rato por la noche. También lo hacía los días de fiesta y casi siempre veía clásicos de Hollywood. No sabía por qué, pero cuando miraba aquellas películas, de repente me aislaba aún más y no me afectaban ni el tiempo ni el espacio. Me gustaba sentirme hipnotizado por las actrices y celebridades que deambulaban a sus anchas por mi salón. Me atrapan sus historias de amor y celos. Celebraba cada instante de aquellas historias con final feliz. Soñaba con poder vivir algún día un romance al más puro estilo de Broadway. Y no necesitaba nada más. Yo era feliz en mi agujero... y eso era algo que nadie podía arrebatarme. Nadie excepto mis vecinas chillando.

-          ¡No vas a salir hasta que arregles tu habitación! – Gritaba la madre.

-          ¡No pienso hacerlo! ¡Es mi habitación y la ordeno cuando me da la gana! – Contestaba insolente la hija.

-           ¡No me lo puedo creer! ¡Llevas todo el día sin hacer nada y ni siquiera te has dignado a ordenar un poco! ¡Eres un caso perdido! ¿Lo sabes?

-          ¡Sí! ¡Lo sé y me da igual!

-          ¡Estoy harta! ¿Por qué gritas así a tu madre? ¡Recoge tu habitación!

-          ¡No quiero! ¡Déjame en paz! ¡Tú no mandas en mí!

De repente se escuchó como un forcejeo y el estruendo de algo muy delicado estampándose contra el suelo, supuse que una especie de vasija o de jarrón. Después de unos cuantos alaridos y de golpes en las paredes escuché un portazo y el sonido de alguien bajando por las escaleras a toda velocidad. Cuando aquel terremoto cruzó mi puerta, de súbito y sin que yo lo esperara, llamaron al timbre.

-          ¿Quién es? – Dije yo a través de la puerta cerrada.

-          Soy la vecina de arriba. ¿Me puede abrir un momento?

No me lo podía creer. ¿Qué demonios quería? Esperé unos instantes y de nuevo llamó al timbre pero esta vez de forma continuada. Me levanté del sofá y abrí la puerta. De repente la vi. Allí estaba plantada la madre de la criatura. Su cara inspiraba una profunda lástima y trataba de disculparse mientras invadía mi espacio. Antes de que pudiera darme cuenta ya estaba en medio de mi salón.

-          Lo siento mucho pero es que no aguanto a mi madre. ¿Puedo quedarme un rato en su casa?

No entendía nada. ¿Mi madre? ¿Pero es que acaso aquella pedazo de mujer era la criatura que no quería ordenar su habitación? Mis ojos no daban crédito.

-          Perdona chica pero es que estaba viendo una película y me has cortado justamente al final. No sé si lo entiendes...

-          ¡Claro! ¿Puedo ver ese final contigo? Perdóname es que necesito hacer tiempo hasta que mi madre se tranquilice.

La cosa no podía ser más extraña. Sin embargo, no sé por qué ridícula razón acepté. Bueno sí... era muy guapa pero... ¡Qué demonios! Era mi agujero y no podía consentir que nadie lo invadiera. El caso es que no pude hacer nada en aquel instante para evitarlo. Nos tumbamos ambos en el sofá y con el mando activé de nuevo la película. Me sabía de memoria el final así que le dije sin contemplaciones.

-          ¿No crees que eres un poco mayorcita para discutir con tu madre como si tuvieras quince años?

-          Tengo dieciocho y sí, tienes razón, pero es que mi madre me sigue tratando como si tuviera doce... ¿Tú te crees que hay derecho?

-          No lo sé la verdad. Tú sabrás...

Y terminamos de ver la película. A partir de entonces la tuve llamando a mi puerta casi a diario hasta que por fin nos hicimos novios. Lo de nuestra ruptura… eso es otra historia.


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