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viernes, 30 de diciembre de 2011

La cabaña de la vaca



Se había zampado su merienda y se había largado de casa sin decir nada a nadie. Paseaba tranquilo por el camino de río. A veces necesitaba quedarse solo. Le gustaba pasear y sentirse desgraciado cuando abundaban el afecto y el cariño a su alrededor.

Disfrutaba de cada instante que le proporcionaba su forzada soledad.

Las arañas se colgaban de sus patas traseras. Caminaban los zapateros por encima del agua. Los gusanos de las piedras se retorcían y retozaban en el fango. Las ramas de los árboles rozaban el agua del río. Se movían y brillaban sus huecos de rayos de sol.

Y brillaban sus pupilas de niño pequeño.

Atravesó el puente. En su mano conservaba una piedra sudada que había olvidado lanzar al río. Se la metió en el bolsillo. Pesaba poco y era fácil de transportar.

Le seducía la idea de poder conservarla.

Siguió su camino mirando el suelo lleno de baches. Pateaba los guijarros con las manos en los bolsillos. De repente levantó la cabeza y vio algo a lo lejos. Se asustó un poco pero en seguida lo reconoció. Escondido entre unos matorrales estaba F. Un chico del pueblo muy alto y delgado. Su voz era ronca y muy profunda. Su pelo liso cubría unas orejas de papel muy finas. Su nariz era muy grande y divertida.

Y su sonrisa muy larga y silenciosa.

Se movía de un lado a otro transportando cuerdas y ramas. Estaba construyendo su cabaña. Era mayor que él. Por lo menos tenía unos diez años. Entonces le contó una historia de terror. Buscaban él y sus amigos un lugar para construir su cabaña. Era de noche y no había luna. Justamente en aquel sendero habían visto una vaca enorme. Describía como brillaban los ojos de aquel animal. No brillaba la luna pero iluminaban sus dos ojos como linternas. La vaca se movía entre las ramas y lo hacía de forma extraña. La historia le puso los pelos de punta. F. le observaba con su larga sonrisa. No le tomaba el pelo. Hablaba muy en serio.

- Vamos. No pongas esa cara. – Le dijo su amigo.


El suelo estaba lleno de palos y cuerdas. Se fijó el chico en una cuerda negra deshilachada y salpicada de barro.


- ¿Te gusta? Si la quieres te la regalo. –Dijo.

- Gracias. – Contestó el chico.


Y se marchó de allí muy feliz y con su cuerda en el bolsillo. Le gustaba la historia que le había contado F. Se imaginaba los ojos rojos de la vaca iluminados entre los matorrales. Se imaginaba el cielo plagado de murciélagos sobre oscuros senderos.

Profundos y desconocidos senderos plagados de alimañas.




Por la noche observó su cuerda durante minutos enteros. Disfrutaba con cada detalle y alucinaba con su forma y reflejo. Se daba cuenta de que las cosas podían ser horribles o maravillosas. Y ninguna frase llena de adjetivos y de metáforas podía describir aquella sensación. Toda la poesía del mundo era incapaz de igualar ni siquiera un fragmento de millones de fragmentos de aquella sensación. Enganchó la cuerda en el radiador. Dormiría junto a su fetiche atado para siempre y con su piedra pequeña en el bolsillo.

Apagó la luz y se tumbó mirando al techo. Se imaginaba el sendero que llevaba directamente hacia la cabaña de la vaca. Le acompañaban los poderes sobrenaturales de sus fetiches. La cuerda de plástico atada en el radiador y su piedra pequeña en el bolsillo. El silencio de la materia se manifestaba en forma de radiaciones luminosas. Desde su cuarto escuchaba los aullidos de todos los perros del valle.

Y el tiempo detenido en el recuerdo de un instante maravilloso.


1 comentario:

  1. me gustan las vacas con rayos en los ojos.
    acabo de decidirlo; yo tambièn quiero escribir sobre eso.
    me gustan los colages, me gusta lo que escribìs.
    quièn sos?

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