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viernes, 15 de junio de 2012

Se zampó su bocadillo de queso


Una mañana cualquiera del mes de Junio salió de su estudio muy temprano. Necesitaba tomar un poco el sol y hacer unos recados. Encargó unos pinceles y algo de de pintura y luego se compró media barra de pan y un poco de queso. Introdujo la comida en su bolso y se puso a caminar por las calles de Warwick.

Y caminaba como un fantasma. La luz del mediodía le dejaba casi ciego y le obligaba a fruncir el ceño continuamente. Se cruzaba con gente que ni siquiera observaba. Sin embargo, le daba la sensación que los demás sí que le observaban. El peso de aquellos rostros severos se amontonaba sobre su frente.

Y no necesitaba nada más que rodearse de árboles y de cielo.

Atravesó entonces el puente que cruzaba el río Avon y accedió por una pendiente que le arrastraba irremediablemente hasta la cima del castillo.

Resultaba tan agradable recorrer aquellos senderos que por un momento se pudo olvidar de todo lo que le preocupaba. Los pájaros se agitaban entre las ramas de los eucaliptos. Las ardillas recorrían inaccesibles las copas de los árboles.

Y producían en su espíritu aquellos animalitos una maravillosa sensación de bienestar.

A su izquierda, la fachada norte del castillo lindaba con un sendero tan oscuro como su corazón. Imaginaba poder descender por la escarpada y húmeda pendiente de la montaña y descansar junto a los insectos y las babosas. Los ratones y las arañas rodearían su cuerpo y le protegerían de los intrusos. Saciaría su sed con efluvios de barro y de musgo y alimentaría su cuerpo de oscuridad. Podía ser que incluso alguien saliera de las mazmorras y le diera cobijo. No estaba seguro pero no albergaba dudas de que alguien se compadecería de él.

Buscaba incansablemente algo de caridad y pensaba que quizás en el fondo de aquel foso la encontraría.

Eso dictaba su mente mientras le arrastraba el camino. A cada paso encontraba mejores y mayores estímulos. De repente, casi sin darse cuenta, llegó hasta la cima.

Y no sentía nada especial. A lo lejos divisaba los límites de la civilización. Divisaba los límites que también le arrastraban de forma irremediable. Producían aquellos lugares concretos en su espíritu una sensación indescriptible que algunos poetas se obcecaban en definir con palabras. Entonces siguió su camino y eliminó aquellos mapas de su mente. El descenso le obligaba a transitar concentrado por caminos abruptos. Caminos que rodeaban las formas de las montañas y que abrazaban el castillo. Un montón de gravilla blanca se mezclaba con algunas hojas secas. Pisaba con fuerza la gravilla y pisaba con fuerza también aquellas hojas.

Arrollaba con todo y se sentía un intruso patoso.

De pronto invadió la fachada oeste del castillo. Y una puerta se cerró de golpe en sus narices. Empujó la puerta con el hombro pero no había nada que hacer. Golpeó con los nudillos la madera agrietada esperando a que alguien escuchara su llamada inoportuna, pero nadie contestaba.

Decidió que lo más prudente sería dejar de molestar y encaminó sus pasos hacia el río.

Por aquella zona seguro que había gente. La gente degustaba los lugares donde había gente. Se sentó en un muro cerca de la orilla y observó la estampa. Dos señores charlaban muy animados mientras su perro hacía sus necesidades por el césped. Un joven sentado junto a una mujer arreglaba su caña de pescar.  A dos metros de distancia estaban un hombre adulto y un niño pescando. Parecían muy contentos y en parte envidiaba su felicidad.

No podía disfrutar él de sus actividades ni lo más mínimo. Forzaba su soledad de una forma terrible y era incapaz de disfrutar en compañía como lo hacían los demás. Pensó que quizás por ello todos le consideraban un bicho raro.

Lo pensaba y por lo menos se tranquilizaba haciendo ese tipo de conclusiones.

Se levantó y caminó por la margen izquierda del río mientras observaba la fachada del castillo. Las ventanas de colores contrastaban perfectamente con las rejillas de color blanco. Se consideraba un observador excepcional y en algunos aspectos aquello le hacía sentirse superior. Sin embargo, empezaban a pesarle las ojeras y pensó en sentarse y descansar.

Necesitaba de pronto comer algo y volver de nuevo a su estudio.

Cuando ya se disponía a retirar la vista de la fachada, descubrió alejada y asomada en la ventana del castillo la silueta melancólica de una dama. En realidad, era su postura la que parecía melancólica. Pensó que le gustaría transitar el foso de la fachada norte del castillo con aquella silueta. Demostrarle que su realidad cotidiana podía ser maravillosa y que a pesar de que a veces la rutina perdiera su sentido, siempre existía un lugar deliciosamente oculto dentro de uno mismo.

La vida podía ser interesante a pesar de todo. Y aquella fachada iluminada lo mostraba todo de manera muy superficial. Algo más interesante eran aquellos fosos plagados de murciélagos y de alimañas. Contrastaba el exceso de información de aquella fachada con la maravillosa y velada introspección de la fachada norte del castillo.

 Fachada norte que nunca llegaría a pintar.

Se introdujo de repente la silueta en el castillo. Entonces siguió su camino y se sentó en un banco a la sombra. Con la mirada perdida se zampó su bocadillo de queso. Se lo zampó mientras pensaba que para nada le ayudaban todas aquellas reflexiones.

Eran todas alucinadas y superficiales. No formaban parte de sus objetivos. Lo que tenía que hacer estaba claro. Volver inmediatamente a su estudio de la calle Silver y olvidarse de todo lo demás. Encerrado y aislado del resto del mundo podría terminar sus encargos y abandonar cuanto antes la ciudad de Londres.






 Texto realizado en Mayo de 2012 a partir del cuadro “Fachada sur del castillo de Warwick” de Giovanni Canaletto.

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