Una
mañana cualquiera del mes de Junio salió de su estudio muy temprano. Necesitaba
tomar un poco el sol y hacer unos recados. Encargó unos pinceles y algo de de
pintura y luego se compró media barra de pan y un poco de queso. Introdujo la
comida en su bolso y se puso a caminar por las calles de Warwick.
Y caminaba
como un fantasma. La luz del mediodía le dejaba casi ciego y le obligaba a
fruncir el ceño continuamente. Se cruzaba con gente que ni siquiera observaba.
Sin embargo, le daba la sensación que los demás sí que le observaban. El peso
de aquellos rostros severos se amontonaba sobre su frente.
Y no
necesitaba nada más que rodearse de árboles y de cielo.
Atravesó
entonces el puente que cruzaba el río Avon y accedió por una pendiente que le arrastraba
irremediablemente hasta la cima del castillo.
Resultaba
tan agradable recorrer aquellos senderos que por un momento se pudo olvidar de
todo lo que le preocupaba. Los pájaros se agitaban entre las ramas de los
eucaliptos. Las ardillas recorrían inaccesibles las copas de los árboles.
Y
producían en su espíritu aquellos animalitos una maravillosa sensación de
bienestar.
A su
izquierda, la fachada norte del castillo lindaba con un sendero tan oscuro como
su corazón. Imaginaba poder descender por la escarpada y húmeda pendiente de la
montaña y descansar junto a los insectos y las babosas. Los ratones y las
arañas rodearían su cuerpo y le protegerían de los intrusos. Saciaría su sed
con efluvios de barro y de musgo y alimentaría su cuerpo de oscuridad. Podía
ser que incluso alguien saliera de las mazmorras y le diera cobijo. No estaba
seguro pero no albergaba dudas de que alguien se compadecería de él.
Buscaba
incansablemente algo de caridad y pensaba que quizás en el fondo de aquel foso
la encontraría.
Eso
dictaba su mente mientras le arrastraba el camino. A cada paso encontraba
mejores y mayores estímulos. De repente, casi sin darse cuenta, llegó hasta la
cima.
Y no
sentía nada especial. A lo lejos divisaba los límites de la civilización.
Divisaba los límites que también le arrastraban de forma irremediable.
Producían aquellos lugares concretos en su espíritu una sensación
indescriptible que algunos poetas se obcecaban en definir con palabras. Entonces
siguió su camino y eliminó aquellos mapas de su mente. El descenso le obligaba
a transitar concentrado por caminos abruptos. Caminos que rodeaban las formas
de las montañas y que abrazaban el castillo. Un montón de gravilla blanca se mezclaba
con algunas hojas secas. Pisaba con fuerza la gravilla y pisaba con fuerza
también aquellas hojas.
Arrollaba
con todo y se sentía un intruso patoso.
De
pronto invadió la fachada oeste del castillo. Y una puerta se cerró de golpe en
sus narices. Empujó la puerta con el hombro pero no había nada que hacer.
Golpeó con los nudillos la madera agrietada esperando a que alguien escuchara
su llamada inoportuna, pero nadie contestaba.
Decidió
que lo más prudente sería dejar de molestar y encaminó sus pasos hacia el río.
Por aquella
zona seguro que había gente. La gente degustaba los lugares donde había gente.
Se sentó en un muro cerca de la orilla y observó la estampa. Dos señores
charlaban muy animados mientras su perro hacía sus necesidades por el césped.
Un joven sentado junto a una mujer arreglaba su caña de pescar. A dos metros de distancia estaban un hombre
adulto y un niño pescando. Parecían muy contentos y en parte envidiaba su
felicidad.
No
podía disfrutar él de sus actividades ni lo más mínimo. Forzaba su soledad de
una forma terrible y era incapaz de disfrutar en compañía como lo hacían los
demás. Pensó que quizás por ello todos le consideraban un bicho raro.
Lo
pensaba y por lo menos se tranquilizaba haciendo ese tipo de conclusiones.
Se
levantó y caminó por la margen izquierda del río mientras observaba la fachada
del castillo. Las ventanas de colores contrastaban perfectamente con las
rejillas de color blanco. Se consideraba un observador
excepcional y en algunos aspectos aquello le hacía sentirse superior. Sin
embargo, empezaban a pesarle las ojeras y pensó en sentarse y descansar.
Necesitaba
de pronto comer algo y volver de nuevo a su estudio.
Cuando
ya se disponía a retirar la vista de la fachada, descubrió alejada y asomada en
la ventana del castillo la silueta melancólica de una dama. En realidad, era su
postura la que parecía melancólica. Pensó que le gustaría transitar el foso de
la fachada norte del castillo con aquella silueta. Demostrarle que su realidad
cotidiana podía ser maravillosa y que a pesar de que a veces la rutina perdiera
su sentido, siempre existía un lugar deliciosamente oculto dentro de uno mismo.
La
vida podía ser interesante a pesar de todo. Y aquella fachada iluminada lo
mostraba todo de manera muy superficial. Algo más interesante eran aquellos
fosos plagados de murciélagos y de alimañas. Contrastaba el exceso de
información de aquella fachada con la maravillosa y velada introspección de la fachada
norte del castillo.
Fachada norte que nunca llegaría a pintar.
Se
introdujo de repente la silueta en el castillo. Entonces siguió su camino y se
sentó en un banco a la sombra. Con la mirada perdida se zampó su bocadillo de
queso. Se lo zampó mientras pensaba que para nada le ayudaban todas aquellas
reflexiones.
Eran todas
alucinadas y superficiales. No formaban parte de sus objetivos. Lo que tenía
que hacer estaba claro. Volver inmediatamente a su estudio de la calle Silver y
olvidarse de todo lo demás. Encerrado y aislado del resto del mundo podría terminar
sus encargos y abandonar cuanto antes la ciudad de Londres.
…
Texto realizado en Mayo de 2012 a partir del
cuadro “Fachada sur del castillo de Warwick” de Giovanni Canaletto.
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