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martes, 12 de junio de 2012

From lost to the river


Todos los veranos le mandaban a los campamentos de verano en inglés que organizaba su colegio. Eran muy aburridos y estrictos y casi no dejaban espacio a la improvisación.

Cualquier movimiento en falso era censurado y penalizado sin remedio. 

A pesar de que le prohibieran hablar en castellano, él lo hacía siempre a escondidas. No consideraba una falta tan grave expresarse en su lengua materna cuando le obligaban a utilizar el inglés de forma sistemática. Contara lo que contara siempre debía hacerlo en la lengua de Max Beerbohm, Gregory Benford o cualquiera de otros tantos ingleses que desconocía y detestaba. Eran sus padres, inducidos por sus profesores, los que le habían mandado obligado y en pleno verano a sufrir aquellas interminables jornadas de clases de inglés.

Eran los profesores los que habían decidido por todos y cada uno de los niños que pululaban por aquel campamento.

La verdad era que a veces lo pasaba bien y que tampoco le costaba gran esfuerzo hablar en inglés. Poco a poco lo había ido interiorizando y casi sin pensarlo lo expresaba maravillosamente. El problema era cuando contaba chistes. Eran imposibles de traducir aquellos juegos de palabras.

Trasladados al inglés no tenían ningún sentido.

Una fresca y soleada mañana de Agosto, después de desayunar, cuando estaban todos ordenando y haciendo las camas, él y sus amigos se pusieron a contar chistes verdes a escondidas y en castellano. Las risas locas de todos ellos llamaron la atención de los monitores. Entonces fue cuando uno de aquellos esbirros mecánicos pegó la oreja en la puerta de su habitación. Estuvo el monitor un rato escuchando como se jactaban sus alumnos y como lo hacían en el idioma prohibido. De repente abrió el monitor la puerta de golpe.  

Enmudecieron todos de repente. Y era lógico. Recibirían su castigo personalizado los cuatro miembros de aquella habitación.


Después de una larga reunión entre monitores, decidieron que dos de ellos limpiarían los retretes pero el resto, que eran él y uno de sus mejores amigos, serían expulsados. Ya no soportaban los monitores su presencia nociva en aquel campamento. No era la primera vez que les pillaban in fraganti. Eran unos inadaptados y los organizadores estaban hasta el gorro de los dos. Decidieron que limpiar retretes no era castigo suficiente y les comunicaron que estaban expulsados irremediablemente de su campamento.

-          Preparad vuestras mochilas. Os vais hoy mismo. Iréis andando hasta el pueblo más cercano y desde allí cogeréis un autobús que os llevará hasta vuestras casas. No os queremos tener aquí. ¿Entendido?

-          Muy bien. – Contestaron los dos con cara de cordero degollado.


Muy tristes y preocupados prepararon sus mochilas sin hablar entre ellos. Estaban dispuestos para largarse y los monitores les abrieron las puertas del albergue para que se marcharan de una vez por todas.

-          Ya sabéis dónde está la puerta.

Ni siquiera se despidieron. Mientras avanzaban él y su amigo, los demás chicos del campamento les observaban. Algunos lo hacían con cara de pena y otros lo hacían entre risitas. Se habían convertido de repente en los apestados, los rechazados. Nadie quería tener nada que ver con aquellas dos ovejas negras. Todo resultaría mucho mejor en el momento exacto de su desaparición. Su presencia empezaba a resultar incómoda para todos los miembros de aquel club.

Lo curioso de todo es que poco a poco ellos iban aceptando su castigo. Iban aceptando su expulsión y de alguna forma se sentían especiales. Cuando perdieron de vista a todos, compañeros y monitores, respiraron con tranquilidad.

-          ¿Cuántos kilómetros nos separan del pueblo más cercano?- Le preguntó su amigo.

-          No estoy seguro. – contestó él. – Pero creo que unos quince.

-          Cuando se haga de noche y empiece a hacer frío,  ¿Que vamos a hacer?

-          No lo sé. Quizás debamos construir una cabaña en el bosque con troncos y ramas de árbol. Algo improvisado.

-          ¡Claro! También tendremos que preparar un fuego para calentarnos y cocinar algo entre las brasas. Podíamos pescar un par de peces en el río y luego asarlos en la hoguera. ¿Qué dices?

-          Me parece una buena idea.

-          ¡Estupendo! - Expresó emocionado su amigo. - ¡Tengo ganas de que se haga de noche!


Entonces empezaron ambos a reír a carcajadas. Y con la mirada de frente observaron el horizonte.

Las ramas secas de los árboles esparcidas por la hierba rodaban y se chocaban entre sí.  Al fondo, unos chopos agitaban sus copas movidas por el viento. Viajaban aquellas ráfagas desde los picos más lejanos y helados hasta el centro del valle. Las nubes rozaban las montañas y aparecían por primera vez rosas, violetas y azules. El aire puro acariciaba sus rostros y les embargaba una emoción inusitada. Andaban por la carretera con sus mochilas llenas de ropa y no tenían nada que temer.

Se hacían ambos compañía inseparable.

Avanzaban con paso firme y con la cabeza bien alta. De repente les unía algo especial y maravilloso. Allí estaban ellos dos solos y sin que nadie les dijera lo que tenían que hacer. No había actividades organizadas ni tampoco deportes obligatorios. Se habían acabado las clases y los rezos de par de mañana.

Eran libres y por arte de magia su castigo se había convertido en una bendición.

De repente, a sus espaldas, escucharon el rugido suave y continuo de un motor. Un coche circulaba a su altura mientras ellos seguían andando. Acto seguido se bajó una de las ventanillas y se asomó de pronto uno de sus monitores.

-          Chicos, que lo hemos pensado mejor y hemos decidido no expulsaros. Limpiareis los retretes como el resto de vuestros compañeros.

Estaba claro que todo había sido una especie de broma. Sin embargo ellos ya se habían hecho a la idea de seguir con aquello. No aceptaban limpiar retretes y tampoco aceptaban que de golpe y porrazo les arrebataran la posibilidad de vivir una aventura juntos y lejos de todos ellos.

-          No hace falta. Aceptamos nuestro castigo. Creo que nos lo merecemos. Somos un mal ejemplo para el resto de nuestros compañeros. Aceptamos nuestra expulsión.

Con el gesto torcido y un poco confuso su monitor contestó.

-          Bueno, que lo hemos discutido y creemos que puede que nos hayamos pasado con el castigo. Pensamos que ha sido excesivo. Os perdonamos si vosotros nos prometéis que no volveréis a desobedecer las reglas del campamento.

-          ¡No! ¡Aceptamos el primer castigo impuesto! ¡Nos largamos! –Respondieron ambos acelerando el paso.

No estaban dispuestos a que sus monitores les cortaran las alas. Sin embargo aquellos cuatro engendros motorizados eran los responsables de todos los miembros del campamento y no podían abandonarles en ningún momento. Todo había sido un montaje cutre, una especie de lección.

-          ¡Entrad al coche ahora mismo si no queréis que llamemos a vuestros padres!

Estaba clarísimo. Menuda lección habían recibido. Nada que ver con la lección que sus monitores pensaban haberles dado. Por un momento habían soñado que eran libres, que disponían de su tiempo y de su propio espacio privilegiado. Por un momento, ellos dos, habían recibido una lección de solidaridad y de compañerismo impuesta por ellos mismos. Habían sentido que ambos se protegerían y que pasara lo que pasara y acechara el peligro que acechara, estaban juntos en todo.

Volver al campamento les suponía la muerte de todo aquello. De nuevo las clases y los deportes,  las reglas y las competiciones.

Eso sí que lo consideraban un castigo.


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