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jueves, 28 de julio de 2011

Piojos



Todos se merecen un escarmiento. Seguro es que no sirva para nada. Sin embargo, la venganza es propia del ser humano. El enfrentamiento surge y a partir de entonces se produce algo inevitable que forma parte de la vida.

El movimiento necesario y acción que demandan los seres vivos del mundo se traduce en armonía y evolución.

Armonía que a continuación se precisa necesaria enumerar en los actos de unos adolescentes anónimos. Extraño movimiento que determina a los seres humanos y los muestra receptivos a su propia realidad.

Y como parásitos autónomos e inconscientes del mundo que sustentan se consideran los protagonistas de la historia que viene a continuación.




Llevaba despreciando su forma de ser todo el curso. Le miraba con desdén y por encima del hombro. No entendía cuáles eran sus razones pero por alguna de ellas no paraba de fastidiarle. Capitán y mediocre formaba parte de la masa homogénea del mundo.

Y se sentaba en clase delante de la mediocridad personificada.

Delante de una cabecita grasienta y de uniforme ajado. Similar a ella era la de él. No obstante albergaba su capitán una parte mecánica de defensa horrible. No tenía nada que ver con el resto y parecía estar en contra del mundo y a favor de la autoridad.

Giraba el cuello y le observaba ocultando sus preciosos apuntes. Al chico de pelo grasiento le daba lo mismo. Tampoco quería estudiar y lo que dijeran el profesor y su compañero le resbalaba. El colegio y las asignaturas le daban lo mismo. Estaba allí por alguna razón y sentido que desconocía. Se dedicaba a recuperar las asignaturas en verano con ayuda de sus padres y hermanas.

Y al final siempre acababa superando el curso.

El caso es que su compañero y capitán no dejaba de importunarle. Le aseguraba que por su culpa y por no haber hecho los deberes su equipo había perdido cinco barras.

Las barras eran puntos que se sumaban a cada equipo cada vez que el profesor consideraba por méritos oportuno entregar. Eran la baza necesaria para que si el profesor no ejercía suficiente presión sobre los alumnos, fuesen los propios alumnos los que la ejercieran contra ellos mismos.

Al chico de pelo grasiento las barras le traían sin cuidado. Y no se consideraba un pasota. La cosa era que no encajaba con un sistema tan obsoleto como aquel. Tampoco tenía conciencia de equipo. Un sórdido individualismo caracterizaba su forma de ser. Trasladaba su fantasía el resto de material fuera de su cerebro. Un impulso de supervivencia necesario era lo que le hacía comportarse así.

Y su compañero parecía tenerle envidia. No soportaba su parsimonia y belleza de movimientos. Hacía todo lo posible por fastidiarle y cuando se juntaba con su equipo le dejaba al margen. Acción que el chico de pelo grasiento paladeaba y aprovechaba para juntarse con algún que otro despistado de clase.

Y aquello reventaba a su pobre capitán.

Era su compañero una víctima inocente de aquel sistema de valoración. Lo eran todos incluido él, sin embargo, había algunos que se adaptaban tan preciosamente que daban asco.

Pensaba en todo aquello el chico de pelo grasiento mientras observaba la nuca de su compañero en clase. Llevaba un corte de pelo preciso y su cabello era muy fino y rubio. Su cabeza era redonda como una canica y parecía contener mucho peso.

Por una extraña razón que desconocía empezaba a deplorar a su compañero. Ya no sentía la menor lástima por él. Era otra cosa.

Puede que envidia.

Se rascaba la cabeza con fuerza. La grasa de su pelo lubricaba un montón de piojos que su madre había intentado erradicar sin éxito. De repente uno de ellos se precipitó pataleando sobre su libro de texto. Sin pensarlo un instante lo agarró y depositó en la cabeza de su compañero y capitán.

No conocía exactamente las razones de su conducta nociva. Un impulso irremediable había conseguido ser sustituido por una venganza injustificada. Acababa de comulgar con su compañero sin que éste fuera consciente.

Y le había contagiado piojos, o al menos eso le preocupaba.


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