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lunes, 1 de agosto de 2011

Un fantasma en el armario



A veces es necesario un voto de confianza y una receptividad total a la hora de tener que escuchar las historias, por muy disparatadas que sean, de alguien que con el semblante atónito nos describe con pelos y señales. La necesidad de creer y participar activamente en su historia consigue elevar a unos pocos a la altura de los niños receptivos, tan escasos hoy en día.

Niños receptivos que respetan los descabezados enigmas de la mente humana. Creativos y en alerta constante que se refugian en la fantasía y en la ficción.

La historia que viene a continuación está repleta de componentes metafísicos imposibles de describir con palabras. Por eso mismo la redacción se limitará al hecho en sí mismo sin entrar en pequeños detalles.

Los elementos que aparecen se relacionan perfectamente con la realidad cotidiana de un niño de doce años y con el mundo que le rodea.




Llevaban todo el día dando tumbos por el pueblo. Acababan de merendar y se reunían todos en la plaza.

Todos excepto J.

No sospechaban las razones por la cuales su amigo no salía de casa. El caso es que siempre lo hacía pero a partir de las ocho de la tarde. Extraño horario de verano para un niño de doce años pero perfectamente asequible para un chico como J. Le conocían lo suficiente como para creer que había pasado el día entero jugando a la videoconsola y pintando figuritas de plomo.

Cuando acabaron de merendar, o casi, apareció J. con un pequeño bocadillo de lomo. Era su cena. Siempre la cena a las ocho y media. Una hora después se largaban sus amigos a cenar y J. se quedaba solo esperando y sentado en un banco.

Bocadillo de tortilla francesa. Bocadillo de tortilla de tomate. Bocadillo de jamón. Bocadillo de salchichas. Todos aparecían poco a poco con su bocadillo y se sentaban en el banco que había elegido J. para esperarles. Aquel día algo extraño pasaba por la mente de su amigo. No decía nada y su mirada parecía la de un zombi. De repente alguien le dijo:

- Oye J. Deberías tomar un poco el sol. Estas blanco como la tiza.

J. le miraba sin decir nada y esbozaba una forzada sonrisa.

- ¿Qué te pasa?

Le asediaba su amigo.

- Nada, es que esta noche no he pegado ojo.

Su comentario dejó estupefactos a todos. No era propio que ninguno de ellos sufriera insomnio. Se pasaban la mañana entera subiendo y bajando del monte y por la tarde se bañaban en el río. Luego por la noche charlaban hasta las doce y caían como troncos en la cama.

- ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no puedes dormir?

- Aparece un fantasma en mi habitación.

Se produjo un silencio atronador. Lo curioso es que ninguno de ellos hizo ningún comentario de burla al respecto.

La historia era que por la noche, cuando J. se iba a dormir aparecía un fantasma de doce años dentro de su armario. Su rostro era azul y se ocultaba entre las sombras de aquel agujero. J. tenía montada una habitación en el ático de la casa. Por la noche la única luz que iluminaba la estancia era una mísera bombilla y cuando se apagaba, un pequeño resplandor se colaba por la ventana del tejado. El armario era un pequeño agujero cortado en una pared falsa de madera. La casa era nueva y prefabricada y los materiales eran ligeros como una pluma.

Rodeado de oscuridad y de posibles elementos reflectantes aparecía el fantasma.

- ¿Y cómo es? ¿Habla contigo?

- No dice nada. Se limita a observar con los ojos muy abiertos. Luego desaparece.

Mientras hablaba su tono de piel se tornaba mucho más blanco. Sus ojos brillaban y su voz temblaba con vibrato extraño.

- En serio. No me deja pegar ojo. Cuando desaparece del armario, entonces, aparece en mis pesadillas.

- ¿Y quién crees que puede ser?

- No tengo ni idea, yo sólo quiero que me deje en paz.

Esa noche todos ellos se fueron pensando en la historia de su amigo J. Estuvieron pendientes de él hasta que un día les dijo que había desaparecido para siempre. Que ya no le molestaba.


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