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viernes, 17 de junio de 2011

Shadow of the beast



Sus amigos no entendían que demonios le ocurría. No quería salir a la calle ni tampoco estar con nadie. Deambulaba por su casa como un fantasma. Cuando por fin se fueron sus hermanos subió las escaleras a toda velocidad y conectó la videoconsola. A su izquierda había una torre de videojuegos casi tan alta como el techo. Le costaba decidirse por uno en concreto. Finalmente se decantó por el más complejo y raro. Le emocionaba la música de aquel videojuego. La banda sonora se impregnaba en su cerebro y le proporcionaba una maravillosa sensación de bienestar.

Y entonces podía marcar el ritmo y el transcurso de la partida sin que nadie le molestara.

El videojuego destacaba por ser uno de los primeros que incorporaba el scroll; la sensación de velocidad relativa que distingue los planos de fondo y los primeros planos. Las posibilidades eran todas y muy limitadas. Caminaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Mataba murciélagos y esquivaba piedras. Cuando la cosa empezaba a complicarse y los enemigos se multiplicaban acababa perdiendo la vida.

Y empezaba de nuevo.

Aquella música oscura, preciosa y llena de sensibilidad le recordaba a su jardín en invierno. Se producía entonces la alquimia de los inspirados japoneses recorriendo su cuerpo. Las partidas no duraban más de cinco minutos y se quedaba atascado todo el rato en el mismo sitio. No sabía qué hacer y no tenía a nadie que le ayudara.

Echaba de menos a sus hermanos y amigos.

Su precioso plan no había salido como esperaba. Su intención era pasar la tarde encerrado y jugando a la videoconsola. El problema era que simplemente llevaba media hora y ya se había aburrido.

Empezó de nuevo correr, esta vez dando saltos hacia delante. Había conseguido superar los obstáculos y podía continuar. Que maravillosa sensación le empujaba a recorrer aquellos desiertos. Eran la música y el personaje. Eran los colores de la pantalla, las montañas de formas extrañas y el suelo de hierba.

Y los ojos venosos que aparecían y desaparecían aleatoriamente.

La persiana se reflejaba en la pantalla de aquel precioso mueble llamado televisión. La luz de la bombilla se proyectaba sobre las paredes blancas de yeso. La increíble música, mística, alucinante y llena de matices del videojuego flotaba en el aire. La media luna y las nubes del fondo de la pantalla se desplazaban a gran velocidad. Las piedras y vallas de madera le remitían a valles solitarios en medio de la nada.

Rodeado de tierra plana y repetitiva.

La monotonía reinaba sobre todo y empezaba a sentirse triste y cansado. Recordaría los gráficos y los colores de aquel videojuego toda la vida. Morado en el centro y solitario personaje. Extraterrestres y melodías llenas de magia sobre oscuras catacumbas. Dragones con los brazos en alto y afiladas bocas llenas de dientes con alas. Hitos de piedra que albergan elixires y un descontextualizado zepelín surcando el cielo.

Los videojuegos le transportaban en un bucle hacia un mundo de meriendas y chucherías.

Se había dado cuenta de la experiencia más increíble de toda su vida. Había recorrido mundos que ni siquiera el más inspirado recorrería jamás.

Y sin embargo echaba de menos a sus hermanos y amigos.


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