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miércoles, 5 de mayo de 2010

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A veces las personas se aferran a los objetos materiales de una forma tan exacerbada que, casi sin quererlo, les otorgan una nueva peculiaridad. Su significado no es desdeñable y su transformación se produce justo en el momento en el cual cada individuo los carga de sentido. A veces éstos objetos ya poseen un sentido propio y lo que ocurre es que se les dota de un sentido nuevo, con todas las connotaciones que éste puede que conlleve. Lo que aquí se propone es una lectura exhaustiva acerca del poder del objeto como portador de significado y su capacidad de transformación. Lo que se trata de demostrar es cómo los materiales y las cosas, son a veces el vehículo y reflejo de nuestras ideas y porqué su banalización excesiva, puede acabar por destruir el sentido de todas nuestras acciones, por muy nobles que éstas sean.


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Cuando sólo contaba con siete años de vida, en el verano de 1987, en su cabeza empezaron a gestarse los problemas típicos de un niño de siete años. Sus amigos, sus padres y sus hermanos formaban todo el mundo que le rodeaba y de ellos dependía su felicidad. Pero por otro lado, comenzaba a plantearse, sin saberlo, dudas acerca de la muerte. Sólo el hecho de pensar en desaparecer por completo le aterraba. Incapaz de albergar tales pensamientos se daba por vencido y trataba de parar tales reflexiones. Esto le ocurría a menudo. Esta capacidad de reflexión nunca le ayudó en los momentos clave de su formación y supuso un déficit de atención en casi todo lo establecido para su educación.

El caso es que, no se sabe porqué, un día apareció una cucharilla de café en su bolsillo y tomó la firme decisión de llevarla siempre consigo a todas partes. Pensaba que si cambiaba de ropa, ésta debía seguir en su bolsillo. Siempre le recordarían, en vida y después de muerto como “el chico de la cuchara”.

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No quería saber nada del agua ni de tener que dejar de respirar. Demasiado tenía ya con los baños que regularmente le obligaban a darse en casa y de los cuales salía blando y arrugado. El agua no le atraía lo más mínimo y ahora resultaba que lo que debía hacer era aprender a nadar. Después de lo mal que lo había pasado el primer día de clase, no quería tener nada que ver con aquel horrible lugar que apestaba a cloro. Todos los viernes antes de clase, el chico lloraba de miedo pensando que nada más llegar allí, le obligarían a lanzarse a la piscina. Temía por su vida y nadie parecía entenderlo. Su madre se compadecía enormemente de él e intentaba consolarlo. Un día ella, al verle tan desesperado, quiso ayudarle. Se dirigió a su cuarto y volvió con una virgen de aluminio en la mano. Era muy pequeña y no pesaba apenas unos gramos. La madre aseguró a su hijo que si éste encomendaba su alma a la virgen y le rogaba que intercediese por él, ella le protegería. El chico se aferró a aquella preciosa figurilla como si su vida dependiera de ello y a partir de entonces, no hubo un día de clases de natación que dejara de encomendarse a ella. Más que su propia fe, era la la fe de su madre la que cargaba aquella figura de promesas de amparo y de protección. Con mucho cuidado la envolvió en su toalla y aparte, añadió a su bolso las chancletas, el gorro y las gafas de bucear.

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Una enorme señora con pantalones vaqueros, pelo grasiento negro oscuro y el rostro muy blanco, les dio la bienvenida a él y a su madre. Subieron unas frías escaleras de piedra de color gris pulido y atravesaron una puerta de madera barnizada. Dentro había un montón de niños y niñas de su misma edad. Su madre le observaba mientras hablaba con una de las hermanas, la más bajita. El rostro de aquella mujer parecía mucho más inocente que el rostro de la mayoría de los demás adultos. Sus facciones, profundamente grabadas en su rostro, expresaban una dulzura que jamás hasta ese momento había sentido. Ésta mujer le cogió de la mano y le separó de su madre.

Atravesaron un enorme pasillo hasta llegar a una habitación llena de pupitres y de dibujos colgados de las paredes. El niño ocupó uno de los pupitres vacíos y acto seguido le colocaron en frente un extraño rectángulo de pelusas. Allí dentro todo era muy raro. Aquel rectángulo, estaba compuesto de pelusas de diferentes colores y restos de algodón y el niño era incapaz de desvelar que demonios debía hacer con él. De repente, la hermana más alta, le puso una cartulina blanca encima y un punzón sobre el pupitre. Cogió el punzón de nuevo y empezó a advertirle de sus peligros mientras él, fascinado, observaba la herramienta. Su mecanismo era muy simple. La cosa estaba compuesta de un pequeño palo de madera pulida en forma de tubo con una punta de metal muy puntiaguda clavada en el extremo. Cuando le dijeron que lo único que tenía que hacer era agujerear el papel creando líneas imaginarias y formar figuras, el chico, sin dudarlo siquiera, se puso manos a la obra.

Una hora después todos apartaron sus pupitres y se colocaron apoyados en la pared del fondo. Acto seguido, las hermanas trasladaron un enorme mueble pintado de colores al centro de la clase. Dentro de aquel mueble vivían dos pequeñas marionetas. El chico no se lo podía creer. Aquellos personajes discutían entre sí y nada parecía poderles hacer callar. A veces incluso, increpaban a su público, haciéndoles preguntas estúpidas que ellos contestaban gritando. No era posible que aquellas cabezas de madera, terriblemente inexpresivas, pudieran hablar. De repente empezó a sentir un horrible pánico y se puso a llorar. Una de las hermanas lo sacó de allí y se lo llevó a otra habitación llena de colchones en el suelo. Allí lo llamaban el país de los sueños. Las paredes estaban adornadas con dibujos y letras de colores. Aquel edificio estaba increíblemente lleno de estímulos. Se durmió pensando en ello.

Cuando le despertaron había a su alrededor un montón de niños más. Era la hora del almuerzo y el chico corrió hasta su pequeño perchero para recoger su bolsa. Dentro estaba su bocadillo cuidadosamente envuelto en papel albal. Mientras todos se deshacían de los envoltorios, entonaban una pegadiza canción que decía así:

“los papeles a la papelera, los papeles a la papelera, ¡iaiao!, ¡iaiao!”

Echaba de menos a su familia. No le gustaba aquel lugar. Le hubiese gustado haberse quedado en casa con su madre construyendo casas con cajas de galletas. Sólo necesitaba un cuchillo de sierra para hacerle las ventanas y las puertas que se abren y se cierran doblándolas. Podría jugar con sus hermanos más pequeños y tumbarse en su cama. Pero no. Estaba allí sólo, rodeado de gente desconocida.

Cuando ya no quedaba nadie en la sala, el chico hizo una bola con el papel albal de su bocadillo y se la guardó en el bolsillo. Aquella bola significaba muchas cosas. Ese bocadillo lo había preparado su madre y hasta que no llegara el momento de volver a verla, no podría separarse de ella. Echaba de menos a su familia, y aquello significaba que por lo menos, conservando aquella insignificante bola de papel albal, conseguiría estar más cerca de ellos. Tuvieron que pasar muchos días hasta que por fin un día, fue capaz de tirarla a la papelera.

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