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lunes, 3 de mayo de 2010

La construcción




Aún quedaba un poco de niebla en la calle cuando llegaron y aparcaron su coche justo en frente de la entrada. La temperatura en el exterior era buena, sin embargo, una vez dentro de la casa, se podía sentir el frío atrapado y pegado a todos los muebles. Rápidamente el padre levantó las persianas y abrió todas las ventanas para que entrara la luz del sol. Iluminada, la casa no parecía ser la misma que hace dos meses. La luz del otoño cambiaba completamente la atmósfera del salón y su reflejo revelaba una extraña nostalgia del verano, un abandono que suponía cuán lejanos quedaban todos aquellos días.

Sus padres le ordenaron subir su mochila y la de su hermano a su habitación, bajar y poner la mesa. Subió arriba, lanzó su mochila y la de su hermano sobre la cama de su cuarto, bajo corriendo y empezó a colocar platos, vasos y cubiertos.


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Dejaron sus bicis escondidas entre unos matorrales y cruzaron la carretera. Mientras uno escalaba la valla, otro la sujetaba y vigilaba la posibilidad de que alguno de aquellos fastidiosos adultos cotillas pudiera andar por allí. Una vez dentro, se sacudieron el polvo de la ropa y se alejaron corriendo de la valla. Dos enormes hileras de casas con sus respectivos garajes, se levantaban majestuosas en medio de un enorme solar lleno de escombros. En torno a ellas, había objetos de todo tipo; tablas, sacos de cemento, rollos de fleje, cables y embalajes de ladrillos.

El sol lo iluminaba todo con la fuerza que puede iluminar un sol de finales de otoño en un día cualquiera del mes de Noviembre a las cuatro de la tarde.

Observaron a su alrededor. De todas las casas que había, ninguna tenía ventanas y todas la puertas estaban valladas. El acceso por la planta baja era relativamente fácil. Subieron hasta el primer piso y se asomaron por la ventana. Justo debajo había un enorme montón de arena y aquel chico, sin pensarlo, se lanzó al vacío para caer justamente encima y hundirse hasta los tobillos. Su amigo le observaba desde arriba pero no le hacía caso. Lo único que buscaba era algo de material; clavos, cuerdas, martillos, cosas que pudieran servir para algo.

El piso de arriba ofrecía muchos menos estímulos. Dentro no había nada, excepto una caja de cartón y dos ladrillos. Mientras su amigo miraba el paisaje desde la ventana, el chico, aburrido ya de deambular de un lado a otro sin encontrar nada nuevo, descendió poco a poco las escaleras hasta el sótano.

Un rayo de luz muy definido se proyectaba oblicuo sobre el agua del suelo y a través de una pequeña ventana cuadrada del techo. Iluminada, el agua parecía cristalina y permitía ver en el fondo algunas tablas y muchos clavos doblados y oxidados. Entre sus líneas, aquel rayo, concentraba una enorme cantidad de luz y en su interior, pequeños fragmentos de polvo que, suspendidos en el aire, reflejaban un blanco tan puro que parecía cargado de electricidad. Cuanto más fijamente lo observaba, menos se definía su línea, esparciendo un suave baño de luz a su alrededor. Puede que aquel rayo significara algo especial para él, no lo sabía. Se quedó un rato más observándolo e intentando obtener algo revelador cuando, de repente, escuchó la voz de su amigo. Sabía que ese rayo era algo efímero y que quizás jamás lo volvería a ver, sin embargo, acto seguido, cogió un palo y lo lanzó justo al espacio que bañaba la luz. Su forma se destruyó en los bordes y desapareció con el impacto del palo sobre el agua. Nada de eso le interesaba lo más mínimo, es más, le aburría todo aquello. Si se daba prisa podría ayudar a su amigo a encontrar más clavos y lo que es más importante, salir de allí sin ser visto.


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