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martes, 18 de mayo de 2010

La torre



Después de muchos años observándola desde lejos, aquella tarde decidí que por fin subiría hasta allí.

El cielo estaba nublado pero el sol, aunque tamizado debajo de las nubes, proyectaba toda su fuerza y su calor sobre mi cuerpo. El camino hacia la torre me resultaba encantador y producía en mí una sensación de agradable nostalgia. A un lado de la carretera un campo de trigo se balanceaba en ondas que acompañaban perfectamente al viento. Las espigas doradas se mezclaban con otras más blancas que, iluminadas por el sol y por su belleza, me dejaban casi ciego.

Más adelante la carretera se dividía en dos caminos. El de la izquierda, más trillado, se dirigía hacia la torre y el de la derecha, caminaba por la ribera del río. Casi sin pensarlo andaba por el camino de la derecha, mucho menos transitado y plagado de cardos y de ramas. Cuanto más avanzaba, más pinchitos se alojaban dentro de mis zapatillas sin calcetines. El camino terminaba en un pequeño deposito de agua con unas escaleras que bajaban al río. Me senté en aquellas escaleras de cemento y me quité las zapatillas para poder despojarme de todos los pinchos. Mientras lo hacía cruzaba con la mirada el río y observaba una bandada de estorninos que se posaban, de un lugar a otro, todos muy juntos y con mucho orden. ¿tendrían acaso un líder aquellos pajarracos?

El resplandor del sol era muy fuerte, tanto, que proyectaba a mi izquierda, desde el propio río, una luz maravillosa hacia unos chopos agitados por el viento.

Me levanté de allí y proseguí mi camino que inevitablemente me llevaba hacia la torre.

El camino era un pedregal horrible. El calor acuciaba con fuerza y la pendiente era extrema. A la izquierda revoloteaban mariposas, haciendo alarde de su hermosura y persiguiéndose unas a otras en silencio. Eran todas de los mismos colores y resultaban aburridas y estúpidas.

Cuando llegué hasta arriba, por el otro lado de las montañas el paisaje cambiaba completamente. Los colores y las texturas eran de otra clase y sus formas atractivas. A la derecha, se encontraba aquella torre a punto de derrumbarse. Estaba hecha de piedra, ladrillo y cemento y por lo visto debía haber sido ocupada por algunos hombres durante la guerra civil española.

Exhausto y enfadado me senté en aquel lugar. El viento me soplaba de cara y producía una sensación muy agradable. Pensaba que había merecido la pena el esfuerzo. Pensaba que siempre merecería la pena el esfuerzo. A los cinco minutos me levanté, cogí tres piedras y las lancé contra el muro de la torre. Mi intención era el derribo de aquella horrible estructura.

Bajando, resbalaba de vez en cuando y pude observar en medio del camino una hormiga muerta retorciéndose entre el calor del sol y el polvo. Pensé que probablemente había sido yo quien había pisado aquella hormiga sin quererlo en mi ascenso, porque, ¿sino quien hubiera podido ser? ¿qué fue lo que me impulsó aquella tarde a subir hasta esa maldita torre?

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