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miércoles, 17 de junio de 2015

¡No me sirves para nada!



Regresé de pronto de mis sueños más ácidos. Los primeros rayos de sol se colaban por la ventana de mi habitación y se reflejaban en el suelo de madera. De fondo se escuchaban ruidos de coches y de personas que iban a trabajar. De repente una sombra, un brazo muy fino se apoyó en mi cuerpo semidesnudo.

- ¿Sabes qué? ¡He tenido un sueño terrible!

- ¿En serio? Cuéntamelo.

Al principio no le daba importancia. Cuando visitaba las casas de mis amigos todos la tenían. Incluso yo tenía una en mi habitación. Era una especie de pecera sin cristal donde habitaban unos seres muy pequeñitos y aparentemente inofensivos. Eran de colores morados, verdes y amarillos. Algunos te miraban con sus ojos de gelatina y otros dormían sin cesar. A veces también jugaban y se revolvían entre unas algas secas de colores salmón. Interactuaban entre ellos y saltaban de vez en cuando. Mi pecera era como las del resto. La tenía colocada justo en frente de mi librería e iluminada por un flexo muy potente. Me dedicaba horas enteras a observar su actividad diurna que se multiplicaba por cinco durante la noche. Entonces saltaban y se abrazaban los bichitos destruyendo las algas de su alrededor. Emitían un gemido parecido al de un murciélago y algunos también pronunciaban palabras ininteligibles que no entendía. Una noche, después de observarlos durante un buen rato me quedé dormida. De repente, un ruido muy fuerte, como el de un plato estrellándose contra el suelo me despertó. La pecera estaba hecha añicos y casi no quedaban seres vivos en su interior. La luz del flexo parpadeaba anunciando una especie de tragedia. Me levanté para ir a la cocina y entonces lo vi al fondo del pasillo. Uno de aquellos seres de color morado y ojos viscosos se movía sin control, derribando todo lo que encontraba a su paso. Había aumentado considerablemente su fuerza y tamaño y me amenazaba con sus enormes tentáculos. No me lo podía creer. Volví corriendo a mi habitación y comprobé aterrorizada que los demás bichejos estaban debajo de mi cama dando saltos. Levantaban el somier de madera por encima de mi cabeza y algunos se lanzaban por la ventana que daba al patio interior. Salí corriendo a la calle en pijama. Mi barrio parecía fuera de control. Las ventanas de los edificios estaban todas iluminadas y se escuchaba a los lejos gritos desesperados mezclados con el ruido de mil cristales rotos. Aquellos seres habían invadido toda la ciudad con sus tentáculos y ojos de gelatina. El aire estaba invadido por millones de fragmentos de alga seca y no se podía respirar. Y el cielo estaba nublado y de un tono amarillento. Corrí hacia la casa de mi vecina para comprobar que todo era real, que no me había vuelto loca. Llamé a su puerta pero nadie contestó. Bajé de nuevo a la calle. No había nadie humano a mi alrededor, estaba sola e indefensa rodeada de cientos de seres extraños sembrando el caos. De pronto me di cuenta de una cosa. Mi pijama era de color salmón y mis manos empezaban a cambiar de color. Cada vez que daba un paso, mi ropa se hacía añicos de la misma forma que se hace añicos una hoja muerta. Empezaba a sentir náuseas y la cabeza me daba vueltas sin control. No podía escapar, no podía correr. Tenía paralizadas las piernas y me picaban los ojos. Para cuando quise darme cuenta ya los tenía a todos encima. Me abrazaban con sus tentáculos de color amarillo y lo hacían con fuerza. No podía moverme y entonces vi a lo lejos a mi vecina sentada en un banco. No hacía nada, parecía tranquila y ajena a todo lo que estaba pasando. Yo no podía gritar y no podía pedir ayuda. De repente me miró y empezó a reír.

- Aquí acaba mi pesadilla. ¿Qué te parece?

- Pues me parece lo que es, una pesadilla.

- ¿Pero no le encuentras ningún sentido? Parecía muy real…

- Puede que lo tenga o puede que no. La verdad es que no lo sé.

- Pues vaya… ¡No me sirves de gran ayuda!

- Lo siento, no sé qué decir. Yo no estaba allí para ayudarte pero ahora sí que lo estoy. Eso es lo importante ¿No crees?

- Sí, supongo…

Los rayos de sol se proyectaban sobre la puerta de mi habitación. Algunos también se posaban sobre ella. Estaba tumbada mirando al techo y con los brazos como muertos. Yo luchaba por intentar desvelar el sentido de las cosas nimias que ocurrían a nuestro alrededor y no encontraba respuestas claras. Nada tenía sentido y todo estaba contenido en aquellos rayos de luz que dominaban la estancia. Todo parecía revelarse dentro de aquellas diminutas partículas que flotaban en el aire. El sentido de las cosas estaba en el oxígeno que ambos respirábamos. Sin embargo, la luz que bañaba entonces su cuerpo y se reflejaba en sus ojos de color naranja se me revelaba exenta de significado. De repente una sombra, un brazo muy fino se apoyó en mi cuerpo semidesnudo.

- ¿Sabes qué? ¡No me sirves para nada!

- ¿En serio? Pues lo siento mucho.

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