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martes, 15 de junio de 2010

El entierro de la comida (Guiño a Leopoldo Alas "Clarín")



No se si alguna vez habéis probado comida recalentada en una fiambrera de dos pisos. La verdad es que no os lo aconsejo. Sobre todo si ha sido recalentada junto a otras setenta fiambreras, también de dos pisos y de olores y sabores extraños. La mezcla que se crea es algo homogénea e insoportable. Automáticamente se te quitan las ganas de comer y cualquier cosa te parece mucho más apetitosa, incluso una ensalada de lechuga con tomate. Recuerdo una historia relacionada y repugnante que me ocurrió más o menos cuando estudiaba sexto de primaria.

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Antes de nada lo que debía hacer era reconocer su fiambrera entre todas las demás. Ésta, sólo se diferenciaba de las demás por una pequeña marca inscrita en la parte superior. Dentro estaba su comida y toda clase de sabores y olores mezclados. Esta sensación normalmente le hacía perder el apetito y acto seguido se levantaba de la mesa, volvía a introducir su fiambrera en una bolsa de plástico grasienta y birlaba unos trozos de pan del comedor. Se hinchaba a pan. Por lo menos éste estaba tierno y le mataba el hambre.

Ese mismo día iba especialmente cargado de mochilas y cuando salió de clase abandonó su bolso de deporte en la sala de ordenadores e introdujo dentro la fiambrera. Pensaba recogerlo todo al día siguiente.

Pasaron un montón de semanas hasta que volvió a ver su bolso.

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Sabía perfectamente donde estaba, sin embargo, cada día le costaba mayor esfuerzo ir a por él. Cuando ya por fin lo daba por perdido, uno de los alumnos encargado y ayudante del portero se lo devolvió. Llevaba su nombre escrito en un bolsillo. Todo llevaba su maldito nombre escrito y en seguida le reconocieron. No se lo podía creer. Era su bolso. Era el mismo bolso que llevaba más de un mes abandonado en aquella sala y del que no quería saber nada.

Cuando lo abrió recibió un golpe de olor a humedad que le hizo echarse hacia atrás. Dentro olía a champiñón pero eso no era lo peor. Junto a su ropa de deporte estaba aquella grasienta bolsa amarilla. Dentro estaba la fiambrera y en su interior comida podrida. Se pudo imaginar su estado y descomposición. Ni siquiera necesitaba abrirla. Acto seguido se dirigió hacia las pistas deportivas. Al fondo estaba el salto de longitud y casi nunca había gente por allí. Rápidamente cavó un enorme agujero en la arena, arrojó su fiambrera dentro y se olvidó del problema. No era posible que nadie le descubriese. Además su madre hacía meses que había comprado una fiambrera nueva. La cosa estaba resuelta.

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