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jueves, 3 de junio de 2010

Farolas que se apagan con la luz de la luna




“Las luces, a veces excesivas, que alumbran las noches nos deslumbran porque no nos interesa lo que no se ve. Quizás también nos asusta la austeridad de la noche.”

Daniel Martí.



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Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. A veces pienso que nunca ocurrieron y que son fruto de mi imaginación. El caso es que antes de que lo iluminaran todo, mi pueblo sólo contaba con nueve enormes farolas aisladas muy altas y de una luz muy tenue. Cuando digo aisladas me refiero a que la luz que proyectaba cada farola no llegaba a mezclarse con la luz de las otras farolas. El espacio que bañaba su foco estaba delimitado y a su alrededor no había nada, simplemente oscuridad. Su luz era de un tono anaranjado muy cálido y cuando hacía mucho calor los insectos se pegaban en su foco y en el suelo. Recuerdo que después de cenar nos sentábamos en la carretera justo debajo de una de ellas y charlábamos hasta las doce de la noche. El asfalto conservaba el calor del sol y tumbarse allí era agradable. Un poco más de luz nos hubiera dejado ciegos. Nuestras pupilas se adaptaban perfectamente a esa oscuridad y veíamos perfectamente.

Las noches de luna llena eran el día para nosotros.

Muchas veces escuchamos a los búhos. Una noche de luna entera vimos cruzar a uno de ellos volando lentamente entre los chopos negros y desaparecer en la oscuridad. Su plumaje era de color blanco y su reflejo destacaba sobre las estrellas. En medio de la espesura las piedras blancas del camino brillaban como piedras preciosas. La luz de la luna iluminaba todo lo pálido de una manera sorprendente y nuestro cuerpo resplandecía con un tono blanco alucinante.

Las noches de tormenta eran mucho más oscuras.

Recuerdo que cuando de repente caía un rayo y saltaba el repetidor de la luz el pueblo entero se quedaba a oscuras y entonces nosotros aullábamos como lobos. Era una sensación maravillosa que nos hacía sentir una extraña sensación de libertad.

A veces también nos daba miedo la oscuridad. Nos gustaba poblarla de toda clase de seres horribles; gatos de mirada penetrante capaces de hablar, murciélagos que entraban por las ventanas y sapos verrugosos que salían de las cunetas llenos de veneno. Todos aquellos animales nocturnos eran reales, sin embargo, había algo de terrorífico en todos ellos. También había erizos pero éstos eran más inofensivos. Además se protegían con su espalda llena de pinchos y cuando los tocabas se hacían una bola perfecta.

Éramos capaces de ver a través de la oscuridad e incluso de crear formas nuevas que nunca existieron. Aquellas nueve farolas eran toda la luz que necesitábamos.

Un mediodía de agosto, cuando el sol incidía perpendicularmente sobre los coches y el calor era insoportable encontramos un murciélago replegado sobre sus alas dentro de un agujero en la pared. Allí dentro se conservaban la humedad y la oscuridad necesarias para protegerlo de aquel horrible sol. Sus sentidos nocturnos no le permitían salir de allí. Tanta luz lo destruiría así que lo dejamos en paz.

Cuando volvimos de nuevo al atardecer ya se había marchado y ésto nos hizo sentirnos bien.

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