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lunes, 5 de abril de 2010

Viaje de vuelta infernal




Mientras esperaba mi turno para subir al autobús, una chica sacaba de su bolso un libro y una revista. Dentro de su best seller, de lomo bastante grueso, estaba su billete doblado. Mientras desdoblaba aquel billete miraba a su alrededor y hablaba por el móvil. El conductor la miraba con un leve ademán de superioridad y le exigía el billete con la mano extendida, como si tuviera prisa.

Cuando dejamos la estación e hicimos las maniobras necesarias para salir, pude ver desde la ventana a otro conductor de autobuses sentado en un banco de piedra y comiendo macarrones de un taperware. Me esperaba un viaje largo, así que decidí dormir un poco al principio para luego estar más lúcido y poder leer algo. En mi maleta de mano llevaba conmigo un ejemplar de Madame Bobary.

Cuando abrí los ojos, el paisaje había cambiado completamente. Lo que antes eran bloques de viviendas recién construidas, ahora eran casas semiderruídas llenas de polvo. Las zonas verdes de hierba se habían convertido extensiones de arena gris. Las montañas, presentaban unos surcos con formas extrañas. Me parecía haber despertado en un desierto.

Paramos en un área de servicio en medio de la nada. Allí compré un bocadillo y una coca cola. Sentada en una mesa, delante de mí, estaba la chica que antes hablaba por el móvil. Me fijé que sacaba de una bolsa de plástico dos sandwiches cuidadosamente envueltos en papel albal. Salí del restaurante, caminé un poco para estirar las piernas y subí de nuevo al autobús.

La última media hora de viaje se me hizo insoportable, pero por fin llegamos a esa enorme ciudad. La llamé por teléfono y estuvimos paseando un buen rato por la calle. Fumábamos muchísimo y hablábamos sin parar. Mirando al frente y sin dejar de hablar en ningún momento nos observábamos, siempre por turnos, para poder comprobar que aquella imagen que se encontraba a nuestro lado era real.

A partir de entonces volamos en círculo cogidos de la mano y cruzamos el cielo a través de enormes edificios. La linea que desprendían los cigarros formaban nubes grises que cubrían el cielo azul invernal. Entonces ella, en el aire, me enseño una pitillera de plata y nos despedimos.

El viaje de vuelta fue infernal. El aire acondicionado estaba estropeado y goteaba agua helada. A mi lado, un chico se mareaba y me tocaba el hombro cada vez que quería ir al baño a vomitar. Detrás de mí, una chica enorme apoyaba todo su peso en mi respaldo y cuando se dormía, sus largas piernas se deslizaban propinándome un fuerte golpe en el brazo. Desesperado intentaba escribir pequeños fragmentos en prosa:

La bóveda celeste es roja, parda, rosa y gris después de que hayan pasado muchas cosas.


El aire acondicionado seguía goteando y la gente gritaba indignada, mientras tanto, también el silencio de la noche se cernía sobre nosotros:

La música, maldita línea que me separa de ti.


De nuevo una patada de mi compañera:

Elogio de la risa, desconocimiento y miedo a la muerte.


Tan sólo quedaban unas pocas horas y podría descansar.

No te canses de mí.
Por favor, ten en cuenta que te quiero y que no me atrevo a decirte que no te canses de mí.



Cuando finalmente llegamos, recogí la maleta y me dirigí hacia mi casa. Allí no había nadie y todo olía a rancio. Abrí las ventanas de par en par y acto seguido llamé por teléfono mientras miraba el edificio de enfrente. Lucía un espléndido sol de invierno y por mi calle entraba una luz horrible.


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