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miércoles, 8 de abril de 2015

Tres líneas muy finas y una lágrima



Quería empezar de nuevo, partir de cero, por eso mismo pinté mi casa de blanco. Pensaba que con el tiempo cambiaría de opinión pero no fue así. La casa se mantuvo intacta a pesar de todo. La cocina era blanca, mi habitación la pinté de blanco y el salón lo cubrí con tres capas blancas. Los muebles eran de madera y el edredón de mi cama era de color azul. A veces el sol se colaba muy tímido por la ventana del salón y reflejaba en las paredes inmaculadas todo el espectro visible. Entonces la casa se tornaba aún más blanca. Recuerdo que a veces me sentía solo, me tumbaba en el sofá y encendía la televisión. Las luces rojas, verdes y azules emitían un zumbido que se colaba en mi cerebro y no me dejaba pensar con claridad. Mis amigos me visitaban de vez en cuando pero se largaban de allí en seguida. Supongo que no soportaban el silencio de aquella casa. Yo tampoco lo soportaba pero para eso estaba la televisión. Su parpadeo constante iluminaba mi rostro y me recordaba que no era el único. Me recordaba que no era especial y que tampoco estaba solo.

Millones de personas iluminadas por los mismos colores. Rojos, verdes y azules grabados en las retinas de millones de rostros.

Entonces cocinaba unas palomitas. Tres minutos al microondas y listas. Recuerdo cómo volcaba la bolsa en un cuenco de cerámica blanca. Luego añadía queso en polvo y me tumbaba de nuevo en el sofá. Las paredes blancas habían desaparecido y las luces de colores del televisor flotaban en el aire como pompas de jabón. Estaba todo en su sitio y mientras lo pensaba, me quedé dormido. En mis sueños no cambiaba de posición. Allí estaba, rodeado de paredes blancas y de muebles de color madera. La televisión seguía encendida pero el cuenco de palomitas estaba medio vacío. No me podía mover, tampoco podía comer y casi no era capaz ni de respirar. 

Buscaba colores pero las luces ya no estaban. Quería despertarme pero era imposible

Se habían esfumado todos, mis amigos y las luces de colores. Solamente me quedaba mirar un techo blanco e insoportable. Entonces mis ojos atravesaron el techo y flotaron entre las nubes. Lo veía todo desde arriba. Mi salón era un cubo blanco rodeado de laberintos. En el centro se dibujaba un punto negro que rebotaba entre las cuatro paredes. Y la sensación era de alivio. Me sentía afortunado por haber podido escapar de mi propia trampa. Era libre por fin y podía decirlo bien alto.

- ¡Eres libre! ¡No te tumbes de nuevo! ¡Haz lo posible!

Pero aquello duraba muy poco tiempo. En seguida empezaba a descender y acababa de nuevo rodeado y atrapado en mi propio salón. Entonces me despertaba.

Las paredes y el techo. El cuenco de palomitas intacto y la televisión encendida. De nuevo sentí que todo estaba en su sitio. Se había hecho de noche y ni siquiera me había dado cuenta. Pensaba que había malgastado mi tiempo viendo la televisión. Todas mis decisiones eran erróneas y necesitaba contárselo a alguien. Mis amigos me llamaban al móvil pero no contestaba y si lo hacía, les daba largas. Necesitaba enfrentarme a mi propio espacio, a mi propia soledad.

Entonces fue cuando dibujé aquel rostro. Lo dibujé en el interruptor de mi dormitorio. Sería lo primero y lo último que vería cada jornada de mi existencia. Tres líneas muy finas y una lágrima. Me preguntaba qué podíamos hacer él y yo para combatir aquella tristeza. Nos consolábamos mutuamente y esto nos hacía sentirnos mejor. Creo que nadie llegó a entender lo mucho que supuso para mí aquel rostro. Ni siquiera yo llegué a entenderlo. El caso es que se mantuvo intacto hasta que me largué de aquella casa. Ahora siento haberlo abandonado. Lo recuerdo muy triste y dibujado muy fino en el interruptor. Lo recuerdo y casi me pongo a llorar cuando pienso en él. Ahora ya no está porque las paredes están pintadas de color burdeos. Ha desaparecido y con él todos mis recuerdos de aquella etapa tan oscura y blanca.

… 

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