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viernes, 17 de abril de 2015

Tres edificios de quince plantas



Era muy pequeño cuando me sentí por primera vez fuera de mi cuerpo. Había quedado con mi amigo P. en el barrio de S.J. para jugar un partido de fútbol pero cuando llegué, ya habían empezado y nadie me hacía caso. Entonces se acercó mi amigo.

- Ya hemos hecho los equipos, espera un rato y entras en la segunda parte.

- De acuerdo. –contesté.

Y me senté a esperar en un banco de piedra cercano a las pistas. La cosa estaba animada. Mis amigos se movían con agresividad y daba la sensación que se jugaban la vida en aquel partido. La verdad es que a mí todo eso me daba igual. Aparté la vista del campo de juego y me puse a observar a la gente. En un banco contiguo idéntico al mío estaban dos chicas hablando con el capitán del equipo, un chico bastante fuerte y de la pandilla de mi amigo P. El chico no paraba de presumir delante de ellas. Tocaba su balón con el pie y con las rodillas. De vez en cuando también lo elevaba hasta su cabeza y lo mantenía erguido apoyado en su frente durante cinco segundos más o menos. Una de las chicas, la más bajita, le observaba alucinada. La otra chica, un poco más alta, miraba hacia otro lado como ausente, esperando a que se largara y dejara de fastidiar. La chica más alta era muy guapa y pasaba de aquel chico con mucho estilo. Cuando llevaba un rato observando me di cuenta de que me miraba a hurtadillas. De repente ocurrió. Algo nuevo y revelador se produjo en mi interior. Sus ojos ejercían sobre los míos una fuerza extraña y desconocida y no sabía cómo reaccionar. Me temblaban las manos y las piernas. Lo había olvidado todo. A lo lejos, encorvado y sentado en un banco mirando fijamente a un punto en el infinito estaba yo mismo. Me miró de nuevo.

- ¡Hola! – dijo gritando.

Me quedé paralizado y medio ciego. No podía diferenciar su rostro del resto y me costaba horrores enfocarlo todo. Poco a poco mi cuerpo empezó a reaccionar y pude contestar muy bajito.

- Hola. – dije levantando la mano.

Y entonces la chica se acercó hasta donde yo estaba. Su amiga, la más bajita le siguió por detrás. Se sentaron ambas en el mismo banco donde yo estaba sentado.

- ¿Cómo te llamas?

- Me llamo T. ¿Y tú? 

- Yo me llamo L. y mi amiga S. ¿Vives por aquí?

- No. He venido a jugar un partido de fútbol pero he llegado tarde.

- Vaya, qué pena. Si quieres puedes quedarte un rato con nosotras.

Y empezamos a hablar. Sentía que sus palabras eran suaves como su pelo. Sus gestos me alucinaban y me sentía feliz junto a ella. Estábamos hechos el uno para el otro. Nunca nos íbamos a separar. Sus manos eran preciosas, sus piernas eran divertidas y su presencia maravillosa. Existía para mí y yo existía para ella. Estaba alucinado y disfrutaba de su compañía. Era la primera vez que sentía algo parecido y mi cuerpo estaba cargado de novedad. Algo cercano a la muerte infestaba el aire que respirábamos. Miles de siluetas rodeaban nuestros cuerpos y nos advertían que lo dejáramos, que nada duraba eternamente. Y yo notaba cómo aquella nada inundaba mi mente y helaba mis extremidades. Era peligroso pero me daba igual. Sentía por primera vez las cosas y me negaba en rotundo a renunciar a ellas por nada ni nadie. Ni siquiera la fatalidad, que todo lo destruye, era capaz de arrebatarme tan maravilloso instante. 

De repente reaccioné.

El sol se había ocultado entre los edificios y ni siquiera me había dado cuenta. El partido había acabado y todos mis amigos, incluido P. estaban sentados a pocos metros. Me acerqué hacia ella por última vez y le pregunté si nos volveríamos a ver. Ella me contestó que se tenía que ir pero que vivía en esa misma plaza, en uno de aquellos enormes edificios que teníamos a nuestras espaldas. Entonces desapareció de mi vista. A los pocos minutos apareció mi amigo P.

- ¿Qué demonios haces? ¿Por qué nos has entrado a jugar en la segunda parte?

- Oye P. déjame en paz. Vosotros no queréis que juegue…

- ¿Pero qué dices?

Estaba enfadado. Se había marchado para siempre. Lo entendía pero no lo aceptaba. Quería volver a verla y sospechaba que jamás lo conseguiría. La muerte afilaba su guadaña esta vez de manera distinta. No se me revelaba como la grande, la maravillosa muerte, sino como un espectro horrible que acaba con todo. Las flores se marchitaban y se quemaban por dentro. Sentía la impotencia de un enano cojo y ciego y no podía hacer nada por evitar aquello. Mi amigo P. no paraba de hablarme pero solamente le podía ver mover los labios, no escuchaba sus palabras. 

Me largué de allí pitando.

A la misma hora del día siguiente volví a la misma plaza. Busqué como un loco a mi chica pero no estaba. La plaza estaba vacía y solamente pasaban por allí adultos haciendo recados o paseando a sus perros. Me sentí de nuevo pequeño. Mi corazón se arrugaba con la idea de no volver a verla. De repente me acordé que vivía en uno de aquellos enormes bloques de hormigón. Resultaba complicado adivinar en cuál exactamente. Eran tres edificios de quince plantas idénticos. Empecé por el primero.

- Hola, ¿está L?

- No, aquí no vive.

Seguí llamando desesperado a todos los pisos.

- Hola, ¿vive aquí L?

- No, te has equivocado.

Así anduve durante una hora y media más o menos. Angustiado desistí. La había perdido para siempre o por el contrario… ¿La recordaría toda la vida? No lo sabía. Lo que sí sabía es que comenzaba una nueva etapa. Me dirigí muy despacio con las manos en los bolsillos hacia mi casa. Pensaba y le daba vueltas al coco sin parar. Era infeliz porque la había perdido. Me sentía fatal porque ella ya no estaba. Entonces, ¿por qué no lloraba? Su mirada y sobre todo sus movimientos, sus aspavientos animaban de nuevo mi rostro y le dispensaban luz. Me la imaginaba pensando en mí y por ello me sentía mejor. La muerte flotaba de nuevo sobre nuestras cabezas y lanzaba señales de aprobación. Unidos por la suerte de aquel encuentro, frustrados, caminaríamos ambos con la cabeza bien alta el resto de nuestros días.

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