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viernes, 19 de diciembre de 2014

Demasiado torpes para volar



En medio de una cuidad había un parque y en el centro del parque, un estanque. Nadando en el agua y con muchas más especies convivían dos cisnes. Lo hacían felices y ajenos a una realidad que probablemente no eran capaces de concebir. Sus dueños les alimentaban por medio de unos tubos subacuáticos que suministraban comida triturada en el fondo. Para poder comer, los cisnes buceaban y separaban el alimento sedimentado del fango. También se alimentaban de los trozos de pan que lanzaba la gente que iba a observarlos. De vez en cuando los niños lanzaban comida, entonces los cisnes salían del estanque para picar rápidamente cualquier resto. Eso era lo único que podían hacer si querían seguir vivos. No podían salir del parque para buscar comida como lo hacían los patos y las palomas. Demasiado grandes para volar. Demasiado torpes para escapar.

El estanque era su elemento y su cárcel. Estaban condenados a vivir eternamente en ese estanque y dependían exclusivamente de las personas que los alimentaban.

Un buen día, no se sabe cómo ni por qué, aquellos tubos dejaron de funcionar. Pasaron semanas enteras pero los tubos seguían sin expulsar comida en el fondo del estanque. Los cisnes estaban nerviosos y buscaban desesperados entre el fango algo de alimento. Los patos y las palomas ya habían desistido y traspasado los muros de aquel parque para buscar comida. Sin embargo los cisnes eran incapaces.

El parque era su prisión. Estaban condenados a lucir sus plumas y morir de hambre en medio del estanque. Las familias y los niños que los visitaban admiraban a los cisnes. Su belleza no tenía parangón. Gráciles en sus deslices, bellos en sus movimientos. 

Delicados como la porcelana y sin embargo muertos de hambre.

Pasaron los meses y las cosas en el estanque no cambiaron. Los preciosos cisnes iban perdiendo sus plumas y nadaban en círculos mareados y exhaustos. Ya no buscaban alimento en el fondo del estanque. Tampoco saltaban y se pegaban al muro de su prisión. Cuando la gente lanzaba comida eran las gallinas y los pavos reales los primeros en alcanzar el preciado alimento. Se abrazaban los cisnes desesperados.

Se ofrecían calor y albergaban la posibilidad de morir unidos para siempre. Sin embargo su naturaleza y su instinto de supervivencia empezaron a hacer mella en su organismo.

Las posibilidades de sobrevivir eran remotas y ellos lo sabían. Su diminuto cerebro traspasaba unos límites que ni siquiera los científicos hubieran sospechado. Era la mentalidad de un poeta, la mentalidad de un loco la que adivinaba en el aire lo que iba a pasar.

Se separaron los cisnes y se volvieron ariscos. No dejaban acercarse a ninguna especie a un perímetro de medio metro. Observaban con cautela y gritaban con rabia. Toda la belleza y todos los versos del mundo habían desaparecido. Los patitos feos se habían convertido en grotescos cisnes desesperados y muertos de hambre.

La estampa se descompuso de tal manera que la gente de alrededor tuvo que llamar a la policía. Por lo visto, de repente, uno de los cisnes atacó a una familia de patitos. No pudo hacer nada la madre para defender a uno de sus polluelos cuando fue engullido de golpe y porrazo por uno de los hambrientos cisnes. Sin embargo la cosa no acabó ahí. Según describió una familia testigo de lo sucedido, instantes después, el cisne comenzó a sufrir espasmos y quedó flotando muerto en la superficie. 

Cuando llegaron los empleados del estanque y la policía ya era demasiado tarde.



1 comentario:

  1. Trágica alegoría de la realidad del hambre,que transforma la bondad y la belleza en furor y destrucción. Deberíamos meditar sobre la injusticia que destruye lo mas noble de la naturaleza humana, que rompe la convivencia y lleva a la destrucción.

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