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sábado, 21 de julio de 2012

Jardín oriental de corcho


No se acordaba exactamente del momento en el cual vio por primera vez en su casa aquel jardín en miniatura. Lo recordaba toda la vida colocado en la librería de su salón ocultando una enciclopedia. Estaba hecho de corcho y tallado con precisión.

Encerrado aquel jardín en una urna de cristal y madera pintada de negro.

A la izquierda un montón de rocas eran invadidas por pequeñas plantas. Sobre la montaña estaba el Gran Palacio, con sus biombos y esterillas separando cada estancia. Hundido sobre una gran base de piedra estaba plantado un árbol enorme. Torcido y plagado de finas ramas destacaba por su altura y tamaño.

Y la roca descansaba sobre el río y el río sobre la tierra.

A la derecha un maravilloso puente de corcho conectaba el palacio con el bosque. Era un puente muy ligero y delicado. En el agua se retorcían y bañaban entre los juncos dos garzas de color blanco y negro. Una vez cruzado el puente uno se podía introducir en el bosque. Andar todo el día y por la noche refugiarse en sus cavernas para no morir congelado. Luego al alba despertar junto a los osos y recorrer de nuevo peligrosos senderos en busca de algún refugio donde poder comer y beber algo.

Y luego seguir su camino.

El niño podía observar el paisaje de corcho en miniatura durante horas seguidas. Imaginaba quedarse en su palacio tumbado en una esterilla observando a las garzas. Respirando el aire puro de su jardín oriental.

Nada ni nadie le molestaría entonces. 

Sin embargo deliraba. Era tan pequeño aquel jardín que ni siquiera podía meter la mano. Muchísimo menos se podía quedar a vivir allí. Decidió que si no podía quedarse a vivir en su interior lo mejor era destruirlo. Reconocía el placer de acabar con todo lo bello que se cruzaba en su camino. Desde que era un crío reconocía  lo bello cuando estaba delante de sus narices. Para conseguir hacerlo desaparecer tan solo era necesaria una total y absoluta falta de sensibilidad. Eso y una necesidad imperiosa de la experiencia. Introdujo por lo tanto el dedo en la urna y se puso a doblar y a romper los árboles. Doblaba los tejados del palacio y los trozos de roca de la montaña con su dedo índice. No tocaba las garzas porque no llegaba hasta ellas con el dedo. Si hubiese podido las habría aplastado como a todo lo demás. Sentía un placer irremediable mientras acababa con todo. Su mano era la que dictaba como debían ser las cosas y sentía el poder de cambiarlas con un solo dedo. Si le hubiesen cabido más dedos se habría cargado el jardín entero.

Lo habría destruido todo dejando tras de sí unos insignificantes restos de corcho.

Así lo sentía él entonces y así lo demostraban desde tiempos inmemoriales los seres humanos. Cualquier poder o licencia es un veneno que destruye todo cuanto se produce bello e intacto.






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