No se acordaba
exactamente del momento en el cual vio por primera vez en su casa aquel jardín
en miniatura. Lo recordaba toda la vida colocado en la librería de su salón
ocultando una enciclopedia. Estaba hecho de corcho y tallado con precisión.
Encerrado aquel jardín en una
urna de cristal y madera pintada de negro.
A la izquierda un montón de
rocas eran invadidas por pequeñas plantas. Sobre la montaña estaba el Gran Palacio,
con sus biombos y esterillas separando cada estancia. Hundido sobre una gran
base de piedra estaba plantado un árbol enorme. Torcido y plagado de finas
ramas destacaba por su altura y tamaño.
Y la roca descansaba sobre el
río y el río sobre la tierra.
A la derecha un maravilloso
puente de corcho conectaba el palacio con el bosque. Era un puente muy ligero y
delicado. En el agua se retorcían y bañaban entre los juncos dos garzas de
color blanco y negro. Una vez cruzado el puente uno se podía introducir en el
bosque. Andar todo el día y por la noche refugiarse en sus cavernas para no
morir congelado. Luego al alba despertar junto a los osos y recorrer de nuevo peligrosos
senderos en busca de algún refugio donde poder comer y beber algo.
Y luego seguir su camino.
El niño podía observar el
paisaje de corcho en miniatura durante horas seguidas. Imaginaba quedarse en su
palacio tumbado en una esterilla observando a las garzas. Respirando el aire
puro de su jardín oriental.
Nada ni nadie le molestaría
entonces.
Sin embargo deliraba. Era tan
pequeño aquel jardín que ni siquiera podía meter la mano. Muchísimo menos se
podía quedar a vivir allí. Decidió que si no podía quedarse a vivir en su
interior lo mejor era destruirlo. Reconocía el placer de acabar con todo lo
bello que se cruzaba en su camino. Desde que era un crío reconocía lo bello cuando estaba delante de sus narices.
Para conseguir hacerlo desaparecer tan solo era necesaria una total y absoluta
falta de sensibilidad. Eso y una necesidad imperiosa de la experiencia.
Introdujo por lo tanto el dedo en la urna y se puso a doblar y a romper los
árboles. Doblaba los tejados del palacio y los trozos de roca de la montaña con
su dedo índice. No tocaba las garzas porque no llegaba hasta ellas con el dedo.
Si hubiese podido las habría aplastado como a todo lo demás. Sentía un placer irremediable
mientras acababa con todo. Su mano era la que dictaba como debían ser las cosas
y sentía el poder de cambiarlas con un solo dedo. Si le hubiesen cabido más
dedos se habría cargado el jardín entero.
Lo habría destruido todo
dejando tras de sí unos insignificantes restos de corcho.
Así lo sentía él entonces y así
lo demostraban desde tiempos inmemoriales los seres humanos. Cualquier poder o
licencia es un veneno que destruye todo cuanto se produce bello e intacto.
…
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