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jueves, 12 de enero de 2012

El cementerio



El mapa parecía largo y complicado. Cementerios, molinos y monstruos gigantes. Cuevas llenas de murciélagos y de lava. Y al final una especie de castillo subterráneo donde le esperaban Astaroth y la princesa Prin Prin. Su peor enemigo y su amada de pelo azul. Sir Arthur estaba preparado. Preparado para recorrer cubierto de su armadura todo aquel infierno. También lo estaba su hermano que sudaba y desgastaba el mando de su consola de 16 bit.

Pisaba bambúes de colores fosforitos. Le daban la bienvenida un esqueleto crucificado sin piernas y otro atrapado en un cepo de granito. Al fondo le saludaban unos árboles pelados y unos ahorcados. Daban la bienvenida al caballero del yelmo y la barba pelirroja los humedales cristalinos y las plantas acuáticas. Completaban el decorado un cielo negro cubierto de nubes y un suelo lleno de musgo. De pronto surgió de la tierra la muerte. Eliminarla no era tarea fácil. Su implacable guadaña asomaba desde las profundidades del barro mojado con la intención de llevarse consigo al caballero.

Se protegía el guerrero. Lanzas hacia delante. Lanzas hacia arriba. Saltaba y arrojaba lanzas hacia el suelo. Convertía a sus enemigos en efímeras bolas de fuego.

Estaba inmerso el cementerio en un microclima favorable para la proliferación de plantas salvajes. Crecían por doquier en todos los rincones. Se topó con un muro de piedra y de barro. Sobre el muro estaba apoyado un estúpido buitre agitando sus alas. El caballero lo derribó como a todos los demás enemigos. Lo convirtió en una bola de fuego dejando tras de sí únicamente unas cuantas plumas. En un agujero del muro se podían observar montañas de calaveras y de lanzas. Sobre un árbol centenario esperaban de nuevo los buitres. Esta vez no se movían ni agitaban sus alas. Simplemente esperaban para lanzarse en picado.

Entonces comenzaba la maravillosa y llena de magia. La música por la cual merecía la pena arriesgarse. Jugar hasta que los pulgares se resintieran. Rodeados de aquella melodía él y su hermano se sentían bien. Se sentían bien ellos dos encerrados en su cuarto. No salían a la calle. Disfrutaban de su silencio y de la banda sonora del videojuego. Aquella melodía. Maravillosa composición no apta para insensibles. Surgía del televisor e impregnaba sus cerebros de mosquito. Aunaba todo y cuanto se separaba de su forma original. Era la síntesis del sonido magistralmente adaptado desde lo acústico. El clavicordio con vibrato. De fondo sonaban flautas de madera rellenas de moho y entonaban macabras melodías para el deleite de vivos y difuntos. Maravillosos aullidos de perros raquíticos y silbidos de fantasmas. Violines electrónicos desafinados. Repeticiones y variaciones de pitidos. Sonaban bellas, muy bellas melodías formando una sola composición. Una composición que recordarían toda su vida.

Y avanzaban su hermano y el guerrero de barba pelirroja.

Apareció un cofre dorado y granate que no necesita llave. El caballero todo lo solucionaba a golpe de lanza. Lo abrió y recuperó su armadura especial. Armadura dorada y con capa de terciopelo roja. Alguien había encendido una hoguera encima del muro. Y lo peor de todo era que lanzaba calaveras. El caballero pensaba que todo era un horror. Su vida era un horror. Sin embargo no podía ni pensar en abandonar.

Su misión era la de cualquier caballero de su rango. Se cruzaban en su camino la muerte y la batalla. Le acompañaban sin remedio las sombras de la gloria y de la espada.

Acto seguido aparecieron dos guillotinas. Una sobre el muro y otra por debajo. No había escapatoria. No quedaba más remedio que cruzar a través de una de ellas. Y lo consiguió sin problemas. Cuatro, cinco, seis guillotinas. La muerte de nuevo. Los buitres acechaban desde los árboles.

Y su hermano empezaba a no dar abasto.

Un frondoso árbol se agitaba por el viento de la llanura. Diminutos remolinos de viento le atacaban de frente. No sabía porque los elementos se ponían en su contra pero lo aceptaba. Los dichosos buitres se lanzaban de nuevo en picado. Los remolinos de viento se convertían en demonios con alas. Daban vueltas sin control y se camuflaban con el fondo del videojuego.

De pronto empezó a llover.

Finas gotas de lluvia paralelas mojaban su preciosa capa de terciopelo. Los arboles se agitaban cada vez más. Rayos y relámpagos sordos iluminaban sin cesar el suelo. Sorteaba hogueras y no le quedaba tiempo para mirar el cielo. Tenía que mirar al suelo. Un suelo de tierra del cual surgían plantas carnívoras que escupían calaveras con pelo humano. Subía las escaleras de madera. Mataba y destruía. Convertía a todos en inofensivas bolas de fuego. Los enemigos eran cada vez más letales y numerosos. Eran cada vez más feos y extraños. Su hermano no conseguía hacerles frente y escapar. Le vomitaban lava que salpicaba sus escarpes de oro. Le pinchaban con su afilado tridente.

Destruyeron entre todos su armadura y le dejaron en ropa interior.

Saltaba y casi volaba. Bajaba escalones llenos de musgo y de rocas a toda velocidad. Pisaba el barro mojado con sus pies desnudos y helados. Temblaba de frío. Necesitaba llegar hasta el castillo y recuperar su armadura.

Pero antes debería superar un obstáculo.

Entre dos frondosos árboles aguardaba un demonio sin pupilas. Le superaba en tamaño pero no en cerebro. Parecía ser el típico esbirro mecánico. Poca cosa. Pensaba Sir Arthur que no tenía nada mejor que hacer. Si quería salir de aquel horrible cementerio no le quedaba más remedio que derribar aquella mole. No iba a ser tarea fácil. El monstruo final sujetaba su cabeza verde horrible y de pelo naranja con una sola mano. No paraba de moverse. Se protegía con los cuernos. Lanzaba fuego por la boca y le asediaba y empujaba. Lo que tenía que hacer su hermano estaba claro. Su punto débil estaba en la cabeza. No estaba en su armadura ni tampoco estaba en sus cuernos. Estaba en su enorme cabeza de chorlito.

En el fondo no era un demonio tan terrible.


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