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martes, 11 de octubre de 2011

Tres relatos











La travesía


Había quedado con su mejor amigo después de comer. Abrió la verja de su finca y llamó al timbre de su casa. Después de un minuto más o menos escuchó unos pasos que se acercaban sigilosos hacia la puerta. Abrió el hermano de su amigo.

- Hola S., ¿está E?

- Está en su cuarto, ahora mismo le llamo. Pasa si quieres.

El hermano de su amigo desapareció y se quedó solo en medio del salón. Un enorme salón lleno de pequeños ceniceros de cristal y de porcelana. Al rato apareció su amigo con cara de dormido y le dijo:

- Vamos al garaje. Tenemos que arreglar la barca. Está llena de pinchazos.

Estuvieron una hora más o menos taponando los pinchazos de su barca hinchable con parches de goma. Terminaron y la plegaron. Cogieron unos remos y un hinchador y se fueron andando por la carretera hasta el pueblo más cercano. Los coches les adelantaban a mucha velocidad. El camino era sofocante pero merecía la pena.

Arrastraban los pies por la carretera llena de gravilla mientras charlaban uno delante del otro.

Cuando llegaron hasta el puente de U. desplegaron la barca encima de las piedras y la hincharon entre los dos. La travesía prometía ser una de las mejores. Habían soltado agua del pantano de E. y el río bajaba con mucho caudal.

Se montaron en la barca y empezaron a remar con fuerza.

La corriente les arrastraba inevitablemente y de vez en cuando se estrellaban con extraños arbustos que crecían en las orillas. Entonces se quedaban atascados y rodeados de telarañas. Revoloteaban las libélulas de colores verdes y azules. Las arañas se paseaban por la barca y entre los remos. Las ramas llenas de pinchos se balanceaban y golpeaban sus brazos.

Remaban entre los rápidos que inundaban la barca y esquivaban piedras enormes.

Todo aquel esfuerzo merecía la pena. Superados todos los obstáculos llegaron por fin a Venecia. Un remanso de paz. Un tramo del río lleno de pozos y de culebras. Avanzaban muy despacio y remaban con suavidad. Los remos provocaban pequeños remolinos en la superficie lisa del agua.

Remaron hacia la orilla y se engancharon en un árbol. Introdujeron los remos dentro de la barca y se dieron la espalda. Desde allí, montados en su barca hinchable y sin decir nada se pusieron manos a la obra. Solo necesitaban el pulgar y el índice. Agitaba cada uno su pequeña picha arrugada y encogida por el frío. La agitaban hasta que una agradable sensación recorría su cuerpo.

Y entonces se daban la vuelta y continuaban la travesía hasta llegar a su pueblo.




La casa de los sueños


Se trataba simplemente de una casa en obras. No era nada que no tuvieran en frente de sus mismas narices. Era domingo por la tarde y los obreros nunca estaban. Por allí no había nadie ni tampoco nada que hacer. No había nada que les preocupara en ese preciso instante. Subían y bajaban las escaleras de cemento llenas de clavos torcidos y oxidados. Se asomaban por la ventana y arrojaban ladrillos y flejes. Se arrastraban por el polvo y pateaban cubos de metal llenos de agua. De vez en cuando se sentaban en el suelo y charlaban. También se aislaban cada uno en una habitación. Y entonces se agitaban la picha mientras entonaban una ridícula canción.




Dos fincas separadas por una carretera


Disparaban a las palomas de su vecino. Golpeaban sus alas los perdigones pero no las mataban. Revoloteaban solamente algunas plumas a través del cielo. Disparaban a través de una valla y sus disparos cruzaban la carretera que separaba las dos fincas. Por alguna extraña razón su vecino criaba palomas. Y eran ellos dos los únicos que deseaban verlas muertas. No pensaban en matar por placer. Simplemente lo hacían por pasar el rato. Sin embargo ya habían dejado de hacer juntos otro tipo de cosas. Ya nunca viajaban a Venecia ni tampoco ninguno de ellos hablaba nunca de La casa de los sueños.

Era posible que ya hubieran superado aquella etapa. Les quedaban muchas otras y les separaba la vida que ambos elegirían.

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