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miércoles, 13 de abril de 2011

Todas las frutas que había decidido recoger por amor



Aquí se cuenta la historia de un chico que hacía algunas cosas por impulsos. Su rostro enfermizo le dictaba acciones delante del espejo, le invitaba a trascender y le elevaba unos cuantos centímetros del suelo. Las personas que le rodeaban conocían perfectamente su punto débil. Era predecible como el resto, no se consideraba especial. Cuando sus ojos observaban su reflejo pretendían ser insondables. No había nada de eso en ellos. Eran ojos planos e inexpresivos. Tampoco había nada que hacer con su frente. Era protuberante y estúpida. El espejo ovalado y sucio de su cuarto de baño sólo hablaba de lo que veía, de nada más. Sus pasos eran los pasos de un muerto. No se desplazaba ni siquiera unos metros. Había aprendido a echar a volar su imaginación todos los días. Sus conocimientos acerca de su realidad más inmediata pasaban una crisis horrible. Cuando ya no podía más se dedicaba a pasear. Esto le ayudaba a olvidar sus pequeños defectos.

Entró en la cocina y cogió una bolsa de plástico blanca. Había decidido emplear su tiempo en algo bueno. Su decisión no tenía nada que ver con nada concreto. Se empeñaba constantemente en decidir sobre las cosas del amor. No tenía nada que decir. Sus labios balbuceaban como dos flanes y sus ojos mate no reflejaban nada. Se puso a caminar en dirección al monte a pesar de que casi no había luz. Siempre la imprudencia, la temeridad era la causa que empujaba al estúpido sin embargo, no llegaba ni a eso. Su pelo grasiento dejaba escurrir cualquier idea lúcida que se le pasara por la mente. Su nariz tan delgada como la de un topo ciego se estrellaba contra sus piernas y se tropezaba con la cara. Caminaba en silencio y entonces deseaba desaparecer. Aspiraba a mucho más que a unos cuantos árboles plantados en fila rodeando una bonita casa y un coche aparcado en su puerta. Anhelaba otra vida sin gravedad, sin obstáculos que le impidieran llegar a flotar. Pateaba los guijarros de forma violenta mientras rechinaban sus dientes. De repente se tranquilizó. Una suave ráfaga de aire le acarició el rostro. Al fondo había caballos de colores oscuros que se movían de un lado a otro hacia el cielo. Un cielo despejado, unas montañas unidas a la tierra y separadas del resto eran el decorado. A los lados del camino se alumbraban pequeños espacios que le hacían sentirse mejor y mucho más relajado. Un tramo sin desnivel había conseguido bajarle los humos. Cruzó un pequeño puente de cemento violento y atravesó un pequeño pueblo. Era muy tarde. La gente bajaba del monte hacia sus casas. Los animales diurnos empezaban a esconderse de los nocturnos y del frío. Recorrió una carretera y salto una pequeña valla de madera con alambres de espino clavados.

Y allí estaban todas. Todas las frutas que había decidido recoger por amor. Moradas, rojas y verdes. Negras, violetas y naranjas. Las mejores eran negras y brillantes. Llenaba la bolsa y se arañaba los brazos. Cada vez había menos luz y las frutas se empezaban a fundir con la zarza. Tenía un poco de miedo sin embargo, le atraía todo aquello de una manera sorprendente. Como era tan estúpido de seguir andando, primario y humano dentro del mundo, seguía subiendo. Cuando ya hubo llenado del todo su bolsa y pensado en su gloria se detuvo.

A su alrededor revoloteaban pequeños murciélagos en silencio. Un silencio que alucinaba y que despertaba en él sentimientos muy puros. Gritaban y reivindicaban su espacio nocturno. Empezaban a cazar insectos muertos de frío. Se acercaban al suelo y rozaban su pelo fino. Lo que tenía que hacer estaba claro. Miró hacia el cielo por última vez.

La luna se asomaba entre los árboles. Su color era rosa pálido. Por primera vez en los libros de ciencias naturales aparecía ella:

La luna que produce calor. Se parece al sol pero no quema. Calienta de forma sutil, poco a poco y muy suave. Ilumina a su alrededor con colores pastel. Los murciélagos la cruzan y producen una mezcla maravillosa. Marrón oscuro y rosa eléctrico. La temperatura ya no se eleva sino que desciende paulatinamente. Se dedica a susurrar al oído de quien la observa maravillosas estrofas llenas de magia y de música. Atracción es lo que producen sus rayos. Detiene el tiempo y atraviesa enormes valles cogida de tu mano. Te acompaña y te escucha. Su poder de transmisión real ahonda en cada cuerpo que se dedica a elevar horas enteras e incluso noches. Abrazos romos y miradas brillantes es lo que te corresponde si la miras. Su gradación impregna todo tu ser y se despide con un beso.

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