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miércoles, 9 de febrero de 2011

Regando plantas



Una circunstancia particular hizo aparecer ciertas peculiaridades horribles que sospechaba de sí mismo desde hacía tiempo. Se consideraba igual de diferente que los demás. De hecho reconocía en todas las personas de su entorno aptitudes extraordinarias. Sin embargo aquella tarde de verano no pudo evitar dar rienda suelta a su imaginación y elevarse unos cuantos centímetros del suelo.

La composición del barro que formaba su cuerpo estaba mezclada con otros materiales mucho más nobles. Sus movimientos eran el eslabón, la acción necesaria para que el mundo siguiera su curso natural. Los astros preocupados por sus caprichos no dejaban de observarle a escondidas. Y es que su diámetro se había convertido en la línea que separa todas las cosas del mundo. Su corazón era la esperanza en el aire y su cerebro la conciencia proyectada en las nubes. Sus reflexiones estaban al alcance de todos y parecían ser la solución a todos los problemas.

Era como una especie de imán produciendo una barrera invisible y perturbando al resto. Su posición en el mundo afectaba de manera divergente, ampliando su rayo de acción a lo largo y ancho del universo.

Se trataba a sí mismo de usted. En el colegio le habían enseñado a ser educado. Se imaginaba por encima de los hombres, la fauna y la flora. El astro rey se arrodillaba ante su mirada ciega y se escondía entre las nubes. La luna reservaba sus mejores veladas para estar junto a él a solas.

Y consideraba esto privilegio de todos los seres vivos de la tierra.





Caía la tarde de un día de verano. Después de comer se había quedado dormido en su cama con las persianas bajadas y luego con la luz eléctrica encendida se había quedado un rato leyendo.

Salió al patio cuando el sol calentaba de forma oblicua. Las sombras proyectadas en el suelo de cemento del patio parecían barrotes negros.

Al fondo estaba su padre regando la huerta. Se le veía desde lejos doblando su lomo en forma de ce. Caminó hacia él muy lentamente, ocioso y observando a su alrededor. Cuando llegó hasta su padre, éste le pidió ayuda.


- Coge esta regadera y riega el jardín. ¿De acuerdo? – Dijo su padre.

- Claro –respondió él.


La llenaba con el agua de la piscina. Una pequeña piscina de plástico azul que destacaba en el centro del campo. El agua estaba un poco sucia y llena de algas. Pensaba que seguramente aquellas algas habían destruido todo el cloro del agua. Así como el cloro evitaba su aparición, éstas a su vez acababan con su efecto químico.

Empezó por las hayas. Aquellos árboles no eran más altos que él, sin embargo parecía ser que podían crecer hasta treinta metros de alto. Mientras regaba los árboles pensaba en lo beneficioso que resultaba aquel líquido. Seguramente mucho más beneficioso que el agua de la lluvia. El simple acto de alimentar, de emplear su tiempo exclusivamente a regar, otorgaba a aquellos árboles un halo de protección. Era el líquido y el oro que produce la alquimia de una especie de loco. El agua atravesaba su cuerpo desde la regadera y de nuevo volvía a ella cargada de magia. Su cuerpo se había convertido en un filtro beneficioso que detiene todo lo malo para aportar increíbles propiedades en el agua.

Era verdad. Creía convertir a través de su gesto el agua corriente en agua milagrosa. Con ligeros y torpes movimientos de muñeca regaba las hayas y los rosales convencido de su poder.

Y el astro rey bajo el yugo de su fantasía se encargaría del resto.


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