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martes, 15 de febrero de 2011

La botella verde



Solamente había quince kilómetros desde su casa hasta su pueblo. El viaje duraba unos veinte minutos pero a blanquito como la leche se le hacía muy largo, sobre todo cuando se mareaba.

Las nubes se movían alrededor de su coche y las líneas de la carretera se separaban como muelles. El espacio que surcaban a través del aire se asemejaba en volumen a una serpiente gigante. Cada vez que aceleraban se tumbaba en los asientos y de nuevo intentaba incorporarse hacia delante sin perder de vista la carretera. De vez en cuando miraba al suelo del coche. Cuando no había nada mejor que hacer empujaba a sus hermanos pequeños gritándoles en el oído y pegándoles. Entonces la situación se les iba de las manos y su padre se daba la vuelta amenazando con el puño. Su madre gritaba y discutía con su padre.


- ¡Callaos de una vez!


Cuando ya no quedaba nada que decir reinaba el silencio y era entonces cuando todos se dedicaban a mirar por la ventanilla.

A siete kilómetros estaban los robots de hojalata y acto seguido la botella verde. Ésta en concreto indicaba la mitad del trayecto. Siempre la observaban intentando captar todos los detalles de su estructura, sus colores y su tamaño. Giraban el cuello hasta tener que girar el cuerpo para observarla detenidamente.


- ¡La botella verde!


Sin embargo la cosa duraba un instante. Para cuando se daban cuenta ya había pasado de largo. Siempre preguntaban a su padre de que se trataba pero tampoco él lo sabía. Nadie lo sabía. Nadie era capaz de averiguar la razón de ser de aquella olvidada estructura.

Era una especie de cilindro con punta de cono desde la cual sobresalían unos alambres torcidos que tocaban el cielo.

Empezaba a marearse. Los cristales del coche estaban llenos de polvo y no dejaban ver el paisaje. Bajó la ventanilla a tope y sacó la cabeza. El viento azotaba su cabello y el aire era puro. A lo lejos se observaba el rio y al fondo las montañas llenas de niebla. Sus oídos zumbaban al ritmo del surco que formaban sus movimientos y cambiaban de registro cada vez que giraba la cabeza. Una pequeña lágrima asomaba despacio entre la comisura de su párpado izquierdo y se deslizaba hasta desaparecer en su pelo. Por detrás había un montón de coches rojos, blancos y grises. En su interior se intuían siluetas de pasajeros anónimos y movimientos extraños. Cuando volvió a girar la cabeza para mirar al frente ya estaban llegando. Su rostro estaba alucinado y su pelo se había peinado dejando al descubierto toda la cara. El aire era cada vez más suave y permitía escuchar el rugido del motor y el sonido de los neumáticos rozando la gravilla.

Aún quedaba un poco de niebla en la calle cuando llegaron y aparcaron su coche justo en frente de la entrada. La temperatura en el exterior era buena, sin embargo, una vez dentro de la casa, se podía sentir el frío atrapado y pegado a todos los muebles. Rápidamente su padre levantó las persianas y abrió todas las ventanas para que entrara la luz del sol. Iluminada, la casa no parecía ser la misma que hacía dos meses. La luz del otoño cambiaba completamente la atmósfera del salón y su reflejo revelaba una extraña nostalgia del verano, un abandono que recordaba cuán lejanos quedaban todos aquellos días.

Sus padres le ordenaron subir su mochila y la de su hermano a su habitación y poner la mesa. Subió arriba, lanzó su mochila y la de su hermano sobre la cama de su cuarto, bajo corriendo y empezó a colocar platos, vasos y cubiertos.


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