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sábado, 19 de febrero de 2011

Pupitres



Las conversaciones que se tuvieron hace más de veinte años, uno de esos días que no destacan por haber sido especiales, no se suelen recordar. Sería preciso haberlas grabado con un magnetofón o una cámara de video para saber exactamente qué se dijo y cómo se vivía entonces. Pero ellos no contaban con ninguna cámara de vídeo ni con nada que se le pareciera. Acaban de salir de casa con lo puesto, camiseta de algodón, pantalón corto y sandalias de goma. Aún masticaban su bocadillo de nocilla mientras uno de ellos decía:


- ¡Mirad que montón de pupitres!


En el patio trasero de un enorme edificio blanco habían sacado un montón de pupitres viejos. Éstos formaban parte del mobiliario de las antiguas escuelas municipales. Allí estaban todos abandonados, tomando el sol y llenos de polvo.

Saltaron el muro de cemento que les separaba del patio donde se apilaban todas aquellas extrañas mesitas y se pusieron a curiosear.

Cada pupitre contaba con un pequeño tintero y un porta plumas de hierro fijo. Los bordes de la mesa no eran rectos. Todos tenían tallado un pequeño dibujo decorativo en cada esquina. Las sillas eran muy parecidas a las que ellos utilizaban en clase, un poco más viejas y oxidadas. Se sentaron uno por uno en los pupitres y empezaron a jugar.

Su hermana pequeña era la profesora.


- ¿Habéis hecho toda la tarea? -dijo ella.


- ¡Sí! – respondieron a coro.


La cosa acababa de empezar.


- Muy bien, entonces empezaremos la lección. Hoy estudiaremos el cuerpo humano.


- ¡Bieeeen! – gritaban todos.


Aquel extraño juego de niños le aburría. Empezó a imaginar lo fascinante que podría resultar haber vivido en aquella época y haber podido utilizar la pluma. Una pluma de ave, larga y muy suave. Muchas veces había visto plumas como aquellas en el campo y las había guardado. Ya no lo hacía. Su padre le había dicho que aquellas plumas podían contener enfermedades al igual que los huesos de los pájaros. Ya no se metía en el bolsillo huesos de animales muertos ni tampoco los enterraba. Había dejado de hacer ese tipo de cosas. Tampoco se fiaba de los pájaros y se los imaginaba llenos de pulgas. Cada vez que las golondrinas volaban cerca de su cabeza se agachaba y se cubría el pelo con las manos.

Evitaba por todos los medios que aquellas horribles portadoras de parásitos le contagiaran.

Ahora sólo se dedicaba a mirar a los pájaros. Si alguna vez se encontraba una pluma en el suelo la observaba sin tocarla hasta que el viento la hacía desaparecer. En unos pocos segundos ya no quedaba ni rastro de ella.

Pensaba en todo esto mientras sus amigos saltaban de nuevo el muro de cemento para salir de allí. Le quedaban muchas horas de luz hasta tener que volver a casa.

Y es que era verdad. Le encantaban aquellas tardes de verano ociosas, largas y cálidas.


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