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martes, 12 de mayo de 2015

Después del sufrimiento viene la recompensa



No existen veranos tan cortos y a la vez tan largos como los de la infancia de uno. Sean buenos o malos, los veranos son especiales de algún modo. Yo solía pasarlos con mi familia en el pueblo de mi abuela. Recuerdo sobre todo las tardes. Aquellas largas jornadas me pertenecían y nadie podía arrebatármelas. Recuerdo que por lo menos un chapuzón diario en el río con mis amigos era obligatorio. Formaba parte de nuestra maravillosa rutina y hacerlo nos daba la vida. Para evitar un posible corte de digestión siempre quedábamos hacia las cuatro y media. Poco a poco nos íbamos juntando todos en la plaza, cerca de la fuente y desde allí nos dirigíamos a la presa del pueblo más cercano. Nos gustaba esa presa porque era mucho más grande que la de nuestro pueblo y le daba el sol toda la tarde. No nos importaba que estuviera a dos kilómetros de distancia.

Merecía la pena el derroche de energía. La recompensa era mucho mayor que el esfuerzo que suponía poder alcanzar nuestra codiciada meta.

Una vez que llegábamos a la presa de U. nos quedábamos allí toda la tarde. Nos lanzábamos desde las ramas de los árboles y buceábamos entre las piedras de las profundidades. A veces también discutíamos.

- ¿Por qué nunca te traes la toalla? ¡Estoy harto de dejártela!

- ¿A mí que me cuentas? Se me ha olvidado.

Se combinaban nuestras riñas fuera del agua con el azul del cielo. Se transformaban nuestros brazos en aletas y brillaban nuestros ojos de truchas. Lo pasábamos bien a pesar de todas las discusiones.

- ¡Solamente me quedan tres cigarros! A ver cuando te compras tabaco…

- El otro día me compré un paquete y me lo volasteis entre todos en media hora…

- ¡Siempre dices lo mismo! Pues ahora no te pienso dar…

Y nos tumbábamos en nuestras toallas para tomar el sol. Cuando ya estábamos totalmente secos nos zambullíamos de nuevo en el agua. Recuerdo que un día, justamente antes de irnos, les propuse un extraño plan. La idea era volver descalzos por la carretera hasta llegar a nuestro pueblo.

- Después del sufrimiento viene la recompensa… ¿lo entendéis? – Dije yo.

- A ver que me aclare bien – Respondió mi amigo. - ¿Estás diciendo que volvamos al pueblo descalzos? ¡La carretera está ardiendo!

- Claro, ahí está la gracia. Después del sufrimiento viene la…

- ¡Vale! ¡Eso ya lo has dicho! Pero… ¿Cuál es la recompensa?

- La recompensa está en la fuente. Cuando lleguemos con los pies ardiendo, los ponemos debajo del grifo y entonces sentiremos el placer correspondiente…

- ¡Estás loco! Yo no pienso hacerlo.

El caso es que lo hizo. Lo hicimos todos. Recuerdo que las pasamos canutas. Dos kilómetros andando por el asfalto e intentando no pisar ningún cristal. Recuerdo el calor excesivo y cómo éste poco a poco se iba acumulando y te quemaba las plantas de los pies. Recuerdo el placer que sentías cuando llegabas por fin a la fuente y ponías los pies a remojo debajo de aquel chorro de agua helada. Sentías y aprendías que tu esfuerzo en ocasiones tenía su recompensa y que por lo tanto a veces sufrir merecía la pena.

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