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miércoles, 29 de octubre de 2014

La soprano y la vaca

A mis catorce años yo era un tipo gregario. No lo era como pueda serlo ahora mismo, era de otra calaña. Mis amigos me ofrecían todo lo necesario para sobrevivir, si alguno de ellos me fallaba, estaba perdido. Si transitaba entre tinieblas, ellos eran los únicos que podían ayudarme a salir y ver algo de luz. Eran mi vela  y compañía en aquellos años de incertidumbre. Nos unía una especie de destino y era éste el que decidía cuándo y cómo las cosas nos iban a ir bien o mal. Y formaban unidas nuestras acciones un elenco de aventura sin límites, sin reglas externas que determinaran una manera de ser concreta.

Al menos eso era lo que creía.

Entonces nos llamaba mucho la atención la gente desconocida. No era corriente que llegaran nuevos inquilinos al pueblo. Si aparecía alguno actuábamos como gorriones rodeando su casa como si fuera una miga de pan. Si veíamos un coche aparcado en la puerta esperábamos hasta que alguien salía y nos quedábamos mirando embobados sus pintas. Resultó que de repente apareció en el pueblo una cantante de ópera, una importante soprano de la capital que supusimos buscaba un entorno paz y tranquilidad para sus ensayos. Solíamos permanecer sentados durante horas comiendo pipas y fumando pitillos cerca de su propiedad. Escuchábamos sus alaridos y nos entraba la risa imaginándonosla delante de una partitura poniendo cara de loca. A veces nos levantábamos intentando buscar de qué ventana salían aquellas escalas. Rodeábamos su casa hasta que por fin veíamos asomar a través del marco de alguna ventana un retazo del cuerpo de la cantora.

-          ¿Habéis visto que pintas? Parece una gallina clueca.

-          Ya te digo. ¿Creéis que nos habrá visto?

-          Lo dudo mucho. Parece muy concentrada en lo suyo la tía.

Y así nos pegábamos el día entero. El caso es que una mañana de otoño, vimos algo en el patio trasero de aquella casa que llamó nuestra atención. Era una figura blanca enorme con forma de vaca. Una especie de escultura gigante. No dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. ¿Por qué tenía una vaca enorme en el jardín? ¿Por qué no tenía plantados geranios como todo el mundo? ¿Y los árboles frutales dónde diablos estaban? Nada tenía pies ni cabeza, nada excepto aquella vaca con patas y cuernos de tamaño descomunal. Decidimos entrar a observarla de más cerca. Primero nos aseguramos que no hubiera nadie en la casa. Resultaba muy fácil averiguarlo. Si no había un coche en la entrada, eso significaba que no había nadie en el interior. Era gente de capital que venía como mucho a pasar el día y nunca se quedaban a dormir. Cuando comprobamos que la casa estaba vacía, dos de nosotros escalamos la valla del jardín trasero y de un salto penetramos sigilosos en la propiedad.

Lo primero que hicimos fue correr hacia la vaca. De cerca era mucho más alucinante que de lejos. Estaba hecha como de fibra de vidrio y cuando la empujamos para comprobar su peso alucinamos con su inestabilidad. Era hueca y apenas pesaba unos kilos. Entre los dos éramos capaces de levantar aquella mole y por lo tanto llevarla de paseo. Nuestro modus operandi fue un tanto aparatoso pero por fin conseguimos sacarla de allí.

-          ¡Atentos todos! ¡Soy la vaca Paquita y estoy muy enfadada! ¡Corred, corred u os aplastaré!

Muy contentos corrimos todos hacia la libertad, la que se suponía que existía solamente cuando estábamos haciendo lo que nos daba la gana, sin reparar en lo que pensaran los demás. Era una sensación de libertad egoísta que disfrutábamos muy a menudo. Luchábamos contra el aburrimiento y lo hacíamos muy bien, a nuestra manera.

No sabíamos hacerlo de otra forma. Éramos como una fuerza de la naturaleza contenida en un cuerpo de catorce años.

Después de haber jugado un rato con ella empezamos a dudar. ¿Y si algún vecino de la zona nos había visto? De repente un miedo atroz se apoderó de nuestras acciones. Quedamos como paralizados incapaces de dar un solo paso. Volver a dejarla era descabellado, pero mucho más descabellado era seguir paseando la vaca por todo el pueblo. Sin pensarlo demasiado nos dirigimos corriendo hacia un puente cercano y lanzamos la vaca al río. Lo hicimos con fuerza y tuvimos la suerte de que flotara y se la llevara la corriente. Nos quedamos mirándola hasta que por fin la perdimos de vista.

Al cabo de unos días nos enteramos que la cantora había puesto una denuncia por el robo. Lo había hecho alegando que la dichosa vaca era un regalo de valor incalculable, una especie de obra de arte. Por lo visto debía costar una millonada. Era arte y por entonces yo y mis amigos desconocíamos el significado de aquella palabra. Por suerte para nosotros la vaca sobrevivió. Perdió un cuerno y tuvo que ser operada de urgencia por una herida en el costado, pero nada que hiciera peligrar su vida de vaca de fibra de vidrio.

Nos libramos de una buena por los pelos.

Tanto la vaca como su dueña desaparecieron del pueblo. No les volvimos a ver ni tampoco volvimos a escuchar los alaridos de nuestra querida soprano. Han pasado muchos años desde que ocurrió todo aquello, sin embargo cuando paso cerca de su casa me parece seguir escuchando su maravillosa voz. Parece como si de aquella ventana siguieran saliendo despedidas deliciosas tonadas y siguieran todas y cada una de ellas resonando caprichosas por los alrededores del valle.

Pero lo más curioso de todo es que también parecen mezclarse intrusos, estrepitosos y desesperados mugidos procedentes del jardín.


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