Una
heladora y despejada mañana de Diciembre caminaban por la calle cogidos de la
mano un niño pequeño y su madre. Miraban ambos los escaparates de las tiendas y
de vez en cuando se observaban reflejados en los cristales.
También
esquivaban los gigantescos árboles plantados en las aceras de su barrio.
Y se
cruzaban con ancianos que atravesaban los pasos de peatones apoyados en sus
bastones de madera. Caminaban a su lado señores solitarios fumando cigarrillos
con la mirada perdida. También se cruzaban con hombres y mujeres paseando a sus
mascotas.
Formaban
todos ellos parte de un decorado prenavideño.
Entonces
no llevaban ni cinco minutos haciendo recados cuando de repente, ambos lo
vieron en medio de la acera. Era un castillo de juguete en perfecto estado.
Solamente tenía una pega. El castillo original estaba lleno de trampas y de
poleas y de pegatinas muy chulas. Éste no tenía nada en su interior, estaba
hueco.
Se
suponía que por eso lo habían abandonado en medio de la calle.
Miraba
la madre hacia los lados mientras su hijo sobaba y elevaba el castillo por los
aires. De repente dijo el niño arrugando su naricita.
-
Huele un poco a
basura.
-
Es igual
–contestó su madre. Nos lo llevamos a casa y lo limpiamos con agua y jabón.
Y
se miraron ambos en silencio y brillaron sus ojos con un leve destello de amor
profundo y verdadero. Les hacía ilusión haber encontrado ese castillo. El niño
no paraba de repetir que lo iba a llenar de trampas fabricadas por él mismo y
que no le importaba que estuviese hueco. Su madre le observaba y le sonreía
mientras apretaba su mano con fuerza.
…
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