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jueves, 26 de abril de 2012

La granja recreativa


Eran las doce del mediodía y un sol radiante se mezclaba con el aire de la calle. Abrió la puerta de su casa y se largó sin decir nada a nadie. Buscaba entonces un espacio para fundirse lejos de su familia. Un lugar donde poder dar rienda suelta a su autoridad y fantasía. Cerca de sus amigos jugando a cualquier cosa. Sabía dónde podía encontrarlos y lo sabía muy bien.

Alrededor del futbolín de la granja de C.

Pasando el rato sin pensar en el futuro. Entre cuatro paredes e impregnados de olor a pienso. Apoyados en los mandos de madera del futbolín. Golpeándolos y girándolos sin control. Zambullidos de lleno en un ocio mecánico. En un maravilloso espacio de tiempo veraniego. Caluroso pero soportable.

Disfrutando de radiantes jornadas de intenso presente.

Y era cierto. Sabía que andaban por allí. Eran maravillosamente predecibles como también lo era él. Se colaban con descaro en aquella granja de pollos y se quedaban jugando al futbolín durante horas. Cuando llegaba la hora de comer se marchaban casi todos. No obstante, siempre se quedaba alguno esperando a que alguien llegara para poder echar una partida.

Sin embargo aquella mañana no encontró a nadie. Lanzó la bola y jugó un rato solo. Resultaba tremendamente aburrido así que decidió volver por allí más tarde.


El momento del día que más solicitado estaba el futbolín era cuando declinaba el sol. Era en ese preciso instante cuando todos, grandes y pequeños, se juntaban para disputar campeonatos por parejas.

Salió de casa y se acercó de nuevo a la granja.

Desde fuera podía escuchar los gritos de sus amigos. Gritos de alegría que seguramente flotaban en un aire cargado y pesado. Entonces se juntó con ellos y de pronto se convirtieron todos en una bola. Se convirtieron todos en una bola devoradora de presente.

Y empezaron a transcurrir los minutos como segundos. Se grabó entonces en su retina una estampa de colores gastados que le seducía.

Él y casi todos los niños del pueblo rodeaban el futbolín. Los jugadores de hierro estaban desgastados y algunos deformes y sin brazos. Las barras estaban oxidadas y el campo de madera hundido por el centro. No les suponía ningún problema que fuera tan viejo. Conocían todos los trucos y posibilidades de aquel futbolín. Tiros con efecto y con forma de parábola. Rebotes y jugadas ensayadas. El juego fluía constantemente con una ida y venida de chicos y chicas de todas las edades.

Cada cual conocía perfectamente su posición. Vociferaban y se insultaban los chicos mayores mientras él y sus amigos animaban la partida.

De vez en cuando, en medio de algún partido, entraba el dueño de la granja con cubos llenos de agua y mangueras enrolladas en el hombro. También aparecía con carretillas llenas de pienso y con sacos de arena. Cruzaba la nave y saludaba con una voz muy ronca y tenue. Un halo de luz rodeaba su cabeza enorme llena de canas. Realizaba su trabajo cotidiano sin decir nada a nadie.


No se molestaba el granjero en llamar su atención. Caminaba con paso lento y seguro y de vez en cuando les brindaba con alguna sonrisa.

Aparte del futbolín no había nada que destacara especialmente en aquella nave. Por lo menos nada que no hubieran visto antes. Estaba toda llena de garrafas de plástico y de metal. Apoyadas en las paredes había un montón de tablas y por el suelo rebosantes sacos de pienso. Estaban perfectamente colocados cerca de la puerta algunos cubos de hojalata llenos de agua sucia.

Y las ventanas cubiertas con un plástico translúcido en lugar de cristales.

De vez en cuando se colaban las golondrinas y anidaban en las vigas del techo. También se colaban las ratas y algunos pollos asustados escapaban de su celda para refugiarse debajo del futbolín. Los niños no reparaban en ello y seguían pendientes de su partida.

Era su momento. No les preocupaban otras cosas. Disfrutaban de su juego maravillosamente. De forma inocente se divertían sin pensar en nada. El granjero les vigilaba pero nunca los echaba de allí. No le molestaban todos aquellos niños jugando al futbolín dentro de su nave de pollos.

No le molestaban para nada unos cuantos niños alrededor de un viejo mueble de recreo. Un destartalado mueble que nadie sabía, ni siquiera el mismo granjero, de donde diablos había salido.

El caso es que un día desapareció. Se lo llevaron de repente. Puede que lo trasladaran a otro pueblo. O puede que lo convirtieran en leña.

Nadie lo sabía.

La cosa es que los niños encontraron millones de formas de pasarlo bien y nunca echaron de menos el futbolín. De vez en cuando echaron de menos la granja y a su dueño, pero nada más.




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