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lunes, 9 de abril de 2012

Flores de plástico



La historia que viene a continuación ocurrió de verdad.

Tenía entonces menos de nueve años. Su habitación era la de las camas rojas. Las paredes estaban cubiertas con papel estampado de colores. Plagadas de motivos alucinantes y repetitivos. Le rodeaban un montón de osos y de ardillas sobre un decorado lleno de flores. Arbustos con forma de nube y puestas de sol. También estaban colgados en la pared dos cuadros pintados sobre tela granate. Uno de ellos representaba la figura de un payaso tocando el saxofón. El otro representaba en el medio del cuadro otro payaso mirando de frente y apoyado en un bastón muy fino. Sus piernas eran muy largas y desproporcionadas. Se movían y vibraban de forma extraña. Sus trajes eran de colores llamativos y destacaba en ambos una flor de plástico enganchada en el bolsillo de su gabardina.

Antes de dormir observaba las figuras que le vigilaban con los ojos muy abiertos. Dentro de los cuadros los payasos bailaban enroscando sus brazos y ondulando su cuerpo. Saltaban a la comba los osos y las ardillas trepaban escurridizas por larguísimas ramas llenas de hojas.

No le dejaban dormir todas aquellas figuras durante la noche. Nunca conciliaban el sueño y cuando apagaba la luz sus ojos brillaban como linternas. Los ojos de los osos y de las ardillas eran circunferencias luminosas sin párpados. Los payasos danzaban torpes sobre la tela granate del cuadro. Y gritaban como locos. Entonces le asustaban todas las formas de su alrededor. Resultaba siniestra su actividad nocturna. Los payasos se aislaban y se alejaban encerrados en su fondo granate. Flotaban en el aire de una tela enganchada con chinchetas.

Su tamaño aproximado era de unos treinta centímetros.

Y eran vivos sus colores y desgastados los tonos de sus zapatos.

Después de muchos años se colaron todos en el armario. El caso es que un día desaparecieron sin dejar rastro. Las plantas se pudrieron. El oso modoso enganchó su cuerda hecha de flores en su cuello. Se ocultaron las ardillas entre las piernas de los osos y cerraron tras de sí la puerta. Desaparecieron sin dejar huella.

Todos excepto la pareja de payasos.

Acostumbrados a vivir toda su vida encerrados en el marco del cuadro echaban de menos algo de libertad. Y sabían que sus compañeros los animales acabarían siendo devorados por las polillas dentro del armario.

Entonces los payasos abandonaron el cuadro. Fabricaron unas escaleras con motas de polvo a través del aire. Unidas todas aquellas partículas, invisibles, formaban el trampolín necesario para escapar del marco. Cuando llegaron al suelo esperaron cinco meses ocultos debajo de la cama. Una hermosa y soleada mañana de invierno se largaron. Se colaron por un hueco de la ventana y nunca más se supo nada de ellos.

Su viaje comenzaba entonces y todavía hoy se sigue acordando de ellos.

Se los imagina tumbados en una cuneta cerca de la carretera. Tumbados entre las ramas e invisibles como un montón de ropa usada. Muy pobres y harapientos enterrados en sus pantalones gigantes. Amaneciendo cubiertos de fina escarcha y lejos de su cuarto. Eternos y libres en su micro mundo. Acompañados de sí mismos y protegidos del resto. Rodeando por el día naves industriales y jugando con trozos de plástico hundidos en el barro de un parking improvisado. Perdidos entre senderos llenos de basura y de latas de coca cola aplastadas. Construyendo figuras con hilos de cobre, pilas usadas y fusibles. Superando todos los obstáculos sin objetivos concretos. Caminando a la deriva y descansando por la noche en cualquier sitio. Seguramente al borde de alguna carretera interurbana. Observando detenidamente sus gastados rostros y zapatones. Aferrado uno de ellos a su oxidado saxofón. Mirando el otro de frente a su hermano y compañero durmiendo.

Aparcados en un lado todos sus juguetes. Con las flores de plástico que no se marchitan enganchadas en sus gabardinas de colores ajados.

Y bañados ambos por la luz de la luna.


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