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lunes, 12 de marzo de 2012

Con las manos en los bolsillos



A la cinco y treinta de la tarde salió de su casa con lo puesto. Un chándal azul claro y zapatillas de deporte blancas. Había quedado con sus compañeros y monitores para entrenar. Se suponía que formaba parte de un equipo de futbito. Lo que pasaba es que nadie le consideraba dentro por el hecho de que nunca iba a los entrenamientos. Y tenía sus razones. No soportaba que le pasaran el balón y fallar. Era mucho mejor espectador y animador. Todos sus amigos jugaban y formaban parte importante del equipo. Su habilidad no tenía límites y sus ganas de competir superaban con creces las suyas. Se sorprendieron todos cuando le vieron entrar por la puerta del patio del colegio. Se rieron unos pocos y uno de sus mejores amigos le dio la mano.

- ¿Qué tal estás? ¿Vienes a entrenar? – dijo.

- Supongo que sí. – contestó él.


Los demás le miraban con recelo. Incluso los entrenadores le miraban con recelo y cuchicheaban entre ellos. De repente sonó un estrepitoso silbato. Acto seguido todos se pusieron a dar vueltas al campo. Lo hacían sin parar y casi no hablaban. Rodeaban a sus entrenadores que observaban desde el centro de la pista. Sus compañeros más atléticos le adelantaban sin remedio. No sabía entonces si acelerar o dejar todo aquello y largarse a su casa. Pensó que lo más prudente sería seguir a su ritmo sin parar de correr.

Sonó de nuevo el silbato.

Esta vez se colocaron en grupos de dos personas. Para cuando quiso darse cuenta ya se había quedado solo.

- Vale, estamos impares. ¡J, colócate junto a T.!

- ¿Por qué yo? Siempre haces conmigo lo que te da la gana. T. acaba de llegar y no sabe lo que tiene que hacer

- ¡Silencio! ¡Ni una palabra más! ¡Haz lo que te he dicho y cierra la boca!


No sabía cuáles eran las razones de su conducta. El caso es que los entrenadores chillaban y trataban muy mal a sus jugadores. Sonó de nuevo el horrible silbato y empezaron todos a correr con el balón pegado a los pies. Su compañero le miraba e indicaba lo que tenía que hacer. Se acercaba rodando el balón y empezaba a perder el control de sí mismo. Lo retuvo entonces y chutó hacia su compañero. Se suponía que el balón tenía que salir disparado y dirigido hacia los pies de éste. Sin embargo la trayectoria no pudo ser más desviada. El balón salió disparado fuera del campo. Se alejó rodando a lo lejos como si quisiera escapar. Su amigo le miraba con rabia mientras se alejaba en busca de la pelota.

- ¿Qué tal lo llevas? – Le preguntó su entrenador.

- Bien, lo que pasa es que ahora me he acordado que había quedado con mi madre. Creo que me tengo que marchar.

- No pasa nada. Recuerda que mañana tenemos partido contra el Club A.

- Claro, mañana nos vemos.


Y se largó con las manos en los bolsillos. Se alejó lo suficiente como para que se olvidaran todos de él. Antes de salir del patio se dio la vuelta y se puso a observar cómo se movían todos sus compañeros y entrenadores. Lo hacían sin descanso y parecía como si su vida dependiera de ello. Agitaban sus pelucas y se deslizaban de un lado a otro del campo. A pesar del frío del invierno todo lo hacían con pantalón corto y camiseta de manga corta. Poseían la fuerza y energía necesarias para aguantar una hora más por lo menos.

Y temblaba su esmirriado cuerpo dentro de su chándal. Un chándal azul claro recién estrenado.

Le gustaba mucho su chándal nuevo y sus zapatillas de marca relucientes.





Al día siguiente se levantó temprano para desayunar. Su madre le había preparado perfectamente doblada la ropa encima de la silla. Desayunaron todos y se marchó el chico con su padre. Le llevaba en coche hasta el colegio donde se disputaba el campeonato. Cuando por fin llegaron salió el chico del coche mareado. Entraron en un polideportivo y allí estaban todos. Estaban sus amigos en el banquillo y un montón de gente en las gradas. Cuando se acercó el chico todos empezaron a reír y a cuchichear. Se acercó de nuevo su amigo.

- ¡Hombre T.!¡Al final has venido! ¡No lo esperaba! Siéntate aquí.

Le miraba su amigo mientras le indicaba un estrecho hueco en el banquillo. De repente se acercó su entrenador con la cara muy seria y le dijo.

- T. por ahora no vas a salir. Cuando seas necesario te aviso.

- Muy bien. – Contestó el chico también muy serio.

Para cuando quiso darse cuenta ya estaban todos sus compañeros en la pista. Estiraban las piernas y los brazos. Giraban el cuello de forma extraña y observaban a sus contrincantes. Sonó de repente un silbato. Sus amigos empezaron a correr chutando el balón. Se acercaban a la portería contraria y regateaban con soltura. Era una lucha constante con idas y venidas y ni por asomo pensaba en participar de aquel circo. No porque lo considerara ridículo sino porque simplemente le daba miedo. Solo pensar en tener que lidiar con alguna de aquellas moles por un insignificante balón le aterraba. Sin embargo, disfrutaba observando a sus compañeros jugando de maravilla. Pasaron los minutos y llegaron al final de la primera parte con el marcador uno a uno. La segunda parte estuvo llena de empujones y de insultos. A pesar de ello su equipo tenía la situación controlada. Marcaron dos goles más. Uno seguido del otro. Cuando quedaban cinco minutos para el final del partido su entrenador se acercó hacia él.

- T. en un minuto sales. ¡Prepárate!

No se lo podía creer. En tan solo un minuto le tocaría estar allí, rodeado de gente extraña y dando patadas al balón. Se acercó a su entrenador e intento disuadirle de alguna forma.

Sin embargo ya estaba decidido. No había nada que hacer.

- ¡Sal ahora!

Y le empujó su entrenador al campo. En su lugar se marchaba su amigo e intercesor que le miraba con los ojos muy abiertos y con el flequillo empapado de sudor.

- ¡Ánimo T.!¡Lo vas a hacer muy bien! – le dijo.

Y allí estaba. En medio de un polideportivo que jamás había pisado antes. Le miraban todos. Sus compañeros, sus rivales y el público en general. Escuchaba el murmullo de todos como un zumbido y empezaba a sentir nauseas. Su entrenador le gritaba desde la grada.

- ¡Sácate las manos de los bolsillos!

No sabía hacia donde correr ni tampoco hacia dónde mirar. De repente a su derecha pudo observar a uno de sus compañeros gritando. Le miraba con ojos de loco y avanzaba con el balón. Chutó magistralmente la pelota y fue a parar directamente a sus pies. Ahora sí que le observaban todos. Una especie de gigante con calzones rojos se dirigía a zancadas hacia él. Antes de que le alcanzara chutó con todas sus fuerzas el balón. Éste se desvío fuera del campo hasta la grada. Acto seguido sonaron tres pitidos.

- ¡Piii, piii, piii!

Por fin todo había terminado. Sus compañeros celebraban su victoria con los entrenadores. Los gigantes del otro equipo se marchaban a los vestuarios con la cabeza baja. El público gritaba consignas. De repente se acercaron todos hacia él. Le levantaron sus compañeros y entrenadores. Elevaban a su peor jugador y mascota. Coreaban su nombre y reían. Estaban contentos y era normal. Habían ganado y por su forma de proceder parecía que hubiese sido gracias a él. Sabía que no era así. Sin embargo disfrutaba de su momento de gloria. Se sentía un triunfador de la noche a la mañana. Le brillaban los ojos y le dolían los músculos de la cara de tanto sonreír.

Todo el estadio vibraba y vitoreaba.


- ¡T! ¡T! ¡T! ¡T! ¡T! ¡T!



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