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martes, 15 de marzo de 2011

El carro de V.



Como siempre ha ocurrido y nunca será de otra manera, los cambios vienen a derrocar lo que algunos consideran nostalgia inmune. A lo que se refiere este tipo de nostalgia es a aquellos lugares que permanecen igual o muy parecidos a como uno los recuerda y parece que nunca cambiarán. Son inmunes al supuesto progreso y al cambio repentino e incesante. Estos lugares no son insustituibles. Cuando desaparecen pasan a formar parte de otra nostalgia mucho más creativa y que tiene que ver más con aquello que se recuerda o que ya no existe. Son algunos nostálgicos, aburridos y deterministas los que pretenden hacer creer que todos aquellos lugares existieron y que jamás volverán a existir. La sensación de creer insustituibles sus lugares de ensueño consigue que los lugares de ensueño visitados por otras generaciones dejen de ser relevantes. En favor de la creatividad, este tipo de nostalgia nociva debería desaparecer. No importa que lo que las nuevas generaciones recuerden sea un maravilloso campo de trigo bañado por la luz del atardecer o que sea un simple pedazo de cemento en el suelo de un polígono industrial. Tampoco pasa nada si en lugar de tratarse de un frondoso árbol se trate de un horrible poste telefónico. El tiempo será el que active y gestione los posibles accesos a regiones desconocidas. Nada resultaría más revelador que considerar a todas las cosas del mundo relevantes y con posibilidades de formar parte esencial de la nostalgia. Conseguir aprehender esta nostalgia antes de que de ella se apodere el determinismo, permite sentir de alguna forma aquello que hace años supuso tanto y que nunca dejará de significar para tantas generaciones.

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Dicho esto prosigo.

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Cruzando los columpios de hierro, justo antes de bajar la cuesta del río estaba aquel maravilloso lugar. Sobre el camino reposaba siempre un enorme carro plano de madera pintada de rojo y enmarcado de hierro. A la derecha había algunos árboles y matorrales y detrás de ellos un montón de perros. Siempre ladraban, sobre todo cuando su dueño les llevaba la comida. Cada perro tenía construida su pequeña caseta de cemento y siempre estaban atados a ellas. Se pasaban las noches y los días aullando como lobos desesperados, sobre todo las noches de luna llena.

El pueblo entero se había acostumbrado a sus gemidos y sus ladridos ya formaban parte del paisaje sonoro.

De vez en cuando los niños se subían en el carro y observaban entre los arboles a los perros moverse de un lado a otro arrastrando sus cadenas. No sentían ni la más mínima compasión por ellos. Tumbados encima del carro se pasaban horas enteras mirando al cielo y pensando en sus cosas. El tacto de la madera del carro les resultaba agradable y cómodo. Miraban hacia el cielo que inalterablemente azul cambiaba de color sin que se dieran cuenta. A lo lejos, un montón de pájaros cazaban insectos del aire.

Cuando se aburrían saltaban encima del carro haciendo mucho ruido. Entonces los perros se ponían a ladrar. Muchas veces salía el dueño de los chuchos, que también era el dueño del carro y les echaba de allí. Ellos contestaban insolentemente mientras se bajaban del carro con las manos en los bolsillos.

Entonces se sentaban en el suelo de tierra seca, cerca de la cuesta. Pequeñas nubes de polvo se levantaban a su alrededor. Todo su cuerpo se impregnaba de una fina capa de polvo gris. Esperaban a que ocurriera algo mientras se entretenían excavando en la tierra y sacando piedras.

Y no ocurría nada. No esperaban gran cosa. Sus conversaciones giraban en torno al hecho de su presente más inmediato. En sus mentes se gestaba lo que más tarde supondrían sus recuerdos más indefinidos y puros.


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